... Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural, ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un hombre, a no ser forzado por la necesidad de defender su propia vida. Ahora bien, los que retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento, y a ello dirigen su ánimo y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad alguna, o quitar la vida o por lo menos herir al adversario. Además una y otra ley prohíben despreciar temerariamente la propia vida, exponiéndola a un grave y manifiesto peligro, cuando no lo aconseja razón alguna de deber o de caridad magnánima; y esta ciega temeridad, despreciadora de la vida, entra manifiestamente en la naturaleza del duelo. Por lo cual, para nadie puede ser oscuro o dudoso que sobre quienes privadamente traban combate singular, pesa un doble crimen: el voluntario peligro de daño ajeno y de la propia vida. Finalmente, apenas hay calamidad que más lejos esté de la disciplina de la vida civil y que más perturbe el orden del Estado que la licencia dada a los ciudadanos de que se tomen la venganza por su mano y venguen el honor que crean ofendido...
Tampoco para quienes aceptan el reto puede servir de justa excusa el temor de pasar ante el vulgo por cobardes si se niegan a la lucha. Porque si los deberes de los hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del vulgo, y no por la norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría diferencia alguna natural y verdadera entre las acciones honestas y los hechos ignominiosos. Los mismos sabios paganos supieron y enseñaron que el hombre fuerte y constante ha de despreciar los juicios falaces del vulgo. Más bien es justo y santo temor el que aparta al hombre de causar una muerte injusta y le hace solícito de la salvación propia y de la de sus hermanos. La verdad es que quien desprecia los vanos juicios del vulgo, quien prefiere sufrir los azotes de la afrenta antes que desertar un punto de su deber, ése demuestra tener mayor y más levantado ánimo que no el que, herido por una injuria, acude a las armas. Y aun si se quiere juzgar rectamente, ése sólo es en quien brilla la sólida fortaleza, aquella fortaleza decimos, que lleva de verdad nombre de virtud y a la que acompaña la gloria no pintada y falaz. Porque la virtud consiste en el bien conforme a la razón, y si no se apoya en el juicio y aprobación de Dios vana es toda gloria.
LEON XIII, 1878-1903