Roberto Fonseca M, presenta resumen de la historia documentada del catolicismo.
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MISA FLEMENGA
De la “Parusía” o del segundo advenimiento
Sobre los cismáticos o los espiritistas
De los cismáticos moribundos y muertos
[Respuestas del Santo Oficio a varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]
I. Si a los cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte y piden de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir esos sacramentos sin abjuración de los errores.
Resp.: Negativamente; antes bien, se requiere que del modo mejor posible rechacen sus errores y hagan la profesión de fe.
II. Si a los cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituidos de sus sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.
Resp.: Bajo condición, afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias es lícito conjeturar que por lo menos implícitamente rechazan sus errores; excluido, sin embargo, eficazmente, el escándalo, manifestando, por ejemplo, a los circunstantes que la Iglesia supone que en el último momento han vuelto a la unidad.
III. En cuanto a la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.
Del espiritismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 24 de abril de 1917]
Si es licito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos.
BENEDICTO XV
Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo
[Decreto del Santo Oficio, de 5 de junio de 1918]
Propuesta por la sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda: Si pueden enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:
I. No consta que en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.
II. Tampoco puede decirse cierta la sentencia que establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de visión.
III. La opinión de algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del alma de Cristo, no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la sentencia de los antiguos sobre la ciencia universal.
Los hermanos. y Reverendos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de fe y costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que debía responderse: Negativamente.
BENEDICTO XV
De la inerrancia de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]
Con la doctrina de Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia aquellas palabras con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, solemnemente declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la absoluta inmunidad de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: “Tan lejos está..” [véase 1951]. Y después de alegar las definiciones de los Concilios de Florencia y Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade además lo siguiente: “Por eso poco importa... pues en otro caso no sería Él mismo el autor de la Sagrada Escritura entera” [v. 1952].
Aun cuando estas palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni tergiversación alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no hayan faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre los hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia desgarra nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio juicio han rechazado abiertamente u ocultamente combatido el magisterio de la Iglesia en esta materia. Cierto que aprobamos el designio de aquellos que para salir ellos y sacar a los demás de las dificultades del Sagrado Libro, buscan nuevos métodos y modos de resolverlas, apoyándose en todos los auxilios de los estudios y de la crítica; pero míseramente se descaminarán de su intento, si descuidaren las enseñanzas de nuestro antecesor y traspasaren las fronteras ciertas y los límites establecidos por los Padres [Prov. 22, 28]. A la verdad, no se encierra en esas enseñanzas y límites la opinión de aquellos modernos que, introduciendo la distinción entre el elemento primario o religioso de la Escritura, y el secundario o profano, quieren, en efecto, que la inspiración misma se extienda a todas las sentencias y hasta a cada palabra de la Biblia, pero coartan o limitan sus efectos y, ante todo, la inmunidad de error y absoluta verdad, al elemento primario o religioso. Sentencia suya es, en efecto, que sólo lo que a la religión se refiere es por Dios intentado y enseñado en las Escrituras; pero lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo sirve a la doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la verdad divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor. Nada tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y otras semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en absoluto componerse con los adelantos de nuestra edad en las buenas artes. Hay quienes pretenden que estos delirios de opiniones no pugnan en nada contra las prescripciones de nuestro predecesor, como quiera que declaró éste que en las cosas naturales el hagiógrafo habla según la apariencia externa, ciertamente falaz [v. 1947]. Pero cuán temeraria, cuán falsamente se afirme eso, manifiestamente aparece por las palabras mismas del Pontífice...
No disienten menos de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las partes históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la opinión concorde del vulgo; y esto no temen deducirlo de las palabras mismas del Pontífice León, como quiera que éste dijo poderse trasladar a las disciplinas históricas los principios establecidos sobre las cosas naturales [v. 1949]. Consiguientemente pretenden que, así como en lo físico hablaron los hagiógrafos según lo que aparece; así refieren sucesos sin conocerlos, tal como parecia que constaban por la común sentencia del vulgo o por los falsos testimonios de los otros, y que ni indicaron las fuentes de su conocimiento ni hicieron suyos los relatos de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar una cosa que es patentemente injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de error? Porque, ¿qué tiene que ver la historia con las cosas naturales, cuando la física versa sobre lo que “sensiblemente aparece” y debe por tanto concordar con los fenómenos, y la ley principal de la historia es, por lo contrario, que lo escrito ha de convenir con los hechos, tal como realmente se realizaron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo permanecerá incólume aquella verdad inmune de toda falsedad en la narración sagrada, verdad que nuestro predecesor en todo el contexto de su Carta declara debe mantenerse? Y si afirma que puede provechosamente trasladarse a la historia y disciplinas afines lo que tiene lugar en lo físico, eso no lo estableció ciertamente de modo general, sino que aconseja solamente que usemos de método semejante para refutar las falacias de nuestros adversarios y defender de sus ataques la fe histórica de la Sagrada Escritura...
No le faltan a la Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes de tal manera abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se contengan dentro de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la verdad de la Biblia y socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres.
Si aun viviera, sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de su palabra, pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia, acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las narraciones sólo aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los Sagrados Libros ciertos géneros literarios, con los que no puede componerse la integra y perfecta verdad de la palabra divina; o tales opiniones profesan sobre el origen de la Biblia que se tambalea o totalmente se destruye su autoridad. Pues, ¿qué sentir ahora de aquellos que en la exposición de los mismos Evangelios, de la fe a ellos debida, la humana la disminuyen y la divina la echan por tierra? En efecto, lo que nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a nosotros integro e inmutable, por aquellos testigos que religiosamente pusieron por escrito lo que ellos mismos vieron y oyeron; sino que —particularmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— parte procedió de los Evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, parte se compuso de la narración de los fieles de otra generación...
Pues ya, Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo lo que en este decimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo de Jerónimo, no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la inspiración divina de las Escrituras, sino que sigan también cuidadosísimamente los principios que en la Carta Encíclica Providentissimus Deus y esta nuestra están prescritos...
De las doctrinas teosóficas
[Respuesta del Santo Oficio, de 18 de julio de 1919]
Si las doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la doctrina católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las sociedades teosóficas, asistir a sus reuniones y leer sus libros, revistas, diarios y escritos. Resp.: Negativamente en todo.
BENEDICTO XV
De la relación entre la Iglesia y el Estado
[De la Encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922]
Y si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio derecho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se cifra la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y mandatos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Iglesia misma o finalmente para conculcar los sagrados derechos de Dios mismo en la sociedad civil.
PIO XI
De la ley y modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino
[De la Encíclica Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923]
Nos, empero, queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo, León XIII y Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos, cuidadosamente lo atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos señaladamente que en las escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio de las disciplinas superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo cumplirán con su deber, sino que llenarán también nuestros votos, si empezaren ellos por amar ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de revolver día y noche sus escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a sus alumnos, al interpretar al mismo Doctor, y los vuelven idóneos para excitar también en otros esa misma afición.
Es decir, que entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean todos los hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos deseamos que se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de donde procede el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que no favorece a la verdad y únicamente vale para romper los lazos de la caridad. Sea, pues, cosa santa para cada uno lo que en el Código de derecho canónico se manda, a saber, que “los profesores traten absolutamente los estudios de la filosofía racional y de la teología, y la instrucción de los alumnos en estas disciplinas según el método, doctrina y principios del Doctor Angélico y sosténganlos religiosamente”; y aténganse todos de modo tal a esta norma, que puedan llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros más de lo que de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en aquellas materias en que se disputa en contrario sentido en las escuelas católicas entre los autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir que siga aquella sentencia que le pareciere más verosímil.
PIO XI
De la Bula del jubileo Infinita Dei
De la reviviscencia de los méritos y de los dones
[De la Bula del jubileo Infinita Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]
Lo que se daba entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus bienes, que habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua posesión, y que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev. 25, 10] y que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede y se cumple con más facilidad entre nosotros en el año de expiación. Todos aquellos, en efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan, durante el magno jubileo, los saludables mandatos de la Sede Apostólica, reparan y recuperan íntegramente aquella abundancia de méritos y dones que pecando perdieron y se eximen del aspérrimo dominio de Satanás, para adquirir nuevamente aquella libertad con que Cristo nos liberó [Gal. 4, 31], y finalmente quedan absueltos plenamente, en virtud de los méritos copiosísimos de Jesucristo, de la B. Virgen María y de los Santos, de todas las penas que habían de pagar por sus culpas y pecados.
PIO XI
De la Encíclica Quas primas 1925
De la realeza de Cristo
[De la Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]
Ahora bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor, convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: “De todas las criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su misma esencia y naturaleza”; es decir, su realeza se funda en aquella maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es decir: aun por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho adquirido, es decir, por el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habréis sido comprados con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo, como de cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr. 1, 18-19]. Ya no somos nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio [1 Cor. 6, 20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo [Ibid. 15].
Ahora bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado, apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de Trento, sesión n, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos cuentan que Él dio leyes, cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice el divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le probarán el amor que le tienen y que permanecerán en su amor [Ioh. 14, 15; 15, 10]. Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en cara la violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se comprende, por ser cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho premios y castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la promulgación, contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede escapar.
Sin embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual pertenezca muéstrenlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos alegado de la Biblia, y confírmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él les quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él rehusó ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano proclamó que su reino no era de este mundo [Ioh. 18, 36]. Tal se nos propone ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres han de prepararse haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es por la fe y el bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo, significa y produce, sin embargo, la regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido su corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como Redentor, con su sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a si mismo como victima por los pecados y siguiendo perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y Sacerdote?
Torpemente, por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores y se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que: “No quita los reinos mortales, quien da los celestiales” [Himno Crudelis Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: “Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico, ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones los lleve extraviados, o la disensión los separe de la caridad; sino que comprende también cuantos entran en el número de los que carecen de fe cristiana, de suerte que con toda verdad está en la potestad de Cristo toda la universidad del género humano” [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899]. Y en este punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder de Cristo que individualmente.
La misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto para los ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la prosperidad y de la auténtica felicidad: “Porque no es el Estado feliz de otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la concorde muchedumbre de los hombres.” No rehúsen, pues, los rectores de las naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por su pueblo, público homenaje de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida incólume su autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.
Del laicismo
[De la misma Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1935]
Pues ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico, por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a la sociedad humana.
Peste de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco, fue igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y puesta con absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la religión divina debía ser sustituida por una religión natural, por una especie de movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en el abandono de Dios.
PIO XI
Decretos Santo Oficio entre 1927y 1929
Del “Comma lohanneum”
[Del Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897 y la Declaración del Santo Oficio, de 2 de junio de 1927]
A la pregunta: “Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7, que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa”; se respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.
Sobre esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización del mismo Santo Oficio en el EB 121:
“Este decreto fue dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos investigaran más a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra parte con la moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan que están dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fue por Jesucristo encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también el de custodiarlas fielmente.
De las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos
[Del Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]
Si es licito a los católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones, congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza religiosa.
Resp.: Negativamente, y hay que atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S. Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los católicos en la sociedad “para procurar la unidad de la cristiandad”.
Del nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia
[De la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]
Habiendo la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad del culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia del sacrificio y de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber: ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de la mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar es Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia. Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos levantamos a Dios y con Él nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos obligamos a Él con gravísimo deber por los beneficios y auxilios recibidos, de los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el intimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe en las fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: “La ley de creer ha de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada, representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera” [v. 139].
De la masturbación procurada directamente
[Del Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]
Si es licita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia.
Resp.: Negativamente.
PIO XI
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