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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


Cuarto Cocilio de letrán 1215-1216

Raimundo VI Nacionalidad: Toulouse1156 - 1222 Conde Sucesor de Raimundo V, fue proclamado conde de Toulouse en 1194, casando don la reina Juana de Sicilia. Protegió y se alineó con la herejía albigense, extendida por sus territorios, por lo que fue excomulgado por Inocencio III, quien ordenó una cruzada en 1208. Dirigida por Simón de Montfort, la cruzada se convirtió en una guerra civil que enfrentó a la región norte, de dominio capeto, con la sur, bajo influencia de Pedro de Aragón, aliado de Raimundo, y con ansias de autonomía. La muerte de Pedro II de Aragón en Muret en 1213 provocó la caída de Toulouse en 1215, siendo Raimundo VI obligado a exilarse en Inglaterra y ceder sus dominios al Papa. La región fue adjudicada a Simón de Montfort (1215), si bien Raimundo VI retomó la ciudad en 1217 aprovechando una revuelta popular. Intentando retomarla, murió Simón de Montfort en 1218. A su muerte, Raimundo VI había recuperado la mayoría de sus antiguos dominios.


Historia y proceso


El IV Concilio de LetránÉpoca: Pontificado e ImperiInicio: Año 1215Fin: Año 1216Antecedente:Triunfo de la Plenitudo Potestatis La Bula de convocatoria "Vineam Domini Sabaoth" habla de la reunión de una asamblea "siguiendo la antigua costumbre de los Santos Padres". Se deseaban alcanzar dos objetivos: de un lado, "extirpar los vicios y afianzar las virtudes... suprimir las herejías y fortalecer la fe..." y, de otro, "apoyar a Tierra Santa con la ayuda tanto de clérigos como de laicos".


En resumen: afianzar la reforma y promover la cruzada. Nada nuevo en apariencia. Inocencio III deseaba que el concilio fuera auténticamente ecuménico. El número de participantes fue, en efecto, impresionante: más de cuatrocientos obispos de la cristiandad latina (incluidos los de los países mas jóvenes), más de ochocientos representantes de las distintas órdenes religiosas y los embajadores de todos los príncipes y de numerosas ciudades. No se consiguió, sin embargo, la presencia de representantes de la Iglesia griega. De Oriente solo vinieron los patriarcas latinos. Las disposiciones surgidas del concilio se recogieron en 71 cánones. Los tres primeros hacían referencia al dogma: solemne proclamación de fe católica, reprobación de ciertos errores trinitarios de Joaquín de Fiore y condena de las ideas heréticas en general. A los obispos se les amenazaba con la desposesión del cargo caso de que se mostrasen remisos a la hora de limpiar sus diócesis de fermentos heréticos. El canon 4, a su vez, lanzaba algunas reconvenciones contra la Iglesia griega a la que se acusaba de insolencia frente a los latinos.


Un elevado numero de cánones afectaban a la disciplina eclesiástica, siguiendo la mas clásica tradición reformadora. Otros mostraban su interés por el desenvolvimiento de las órdenes religiosas: funcionamiento de los capítulos y prohibición de nuevas fundaciones a fin de evitar una anárquica proliferación. Dos importantes cánones tocaban específicamente a los laicos: el 21 (utriusque sexus) que imponía la obligatoriedad anual de la confesión y la comunión; y el 51 que rebajaba al cuarto grado de consanguinidad la prohibición de contraer matrimonio y prevenía contra su clandestinidad. Los judíos -afectados ya por disposiciones del III Concilio de Letrán- fueron en el IV objeto de nuevas restricciones: los cánones 68 a 70 les imponían trajes especiales, el alejamiento de los cargos públicos y prohibían radicalmente a los conversos retornar a su antigua fe. El canon 71, por último, daba un conjunto de normas para la organización de una nueva Cruzada. Los beneficios espirituales se harían extensivos no sólo a los expedicionarios, sino también a todos aquellos cristianos que colaborasen económicamente en la preparación de la empresa.


El IV Concilio de Letrán fue también escenario de algunas importantes decisiones políticas. Federico II vio ratificados sus derechos al trono imperial en detrimento del derrotado Otón de Brunswick. La Carta Magna fue objeto de reprobación pontificia. Por último, el conde Raimundo de Tolosa, acusado de entendimiento con los herejes del Midi, era despojado de sus tierras en beneficio del jefe militar de la cruzada anticátara Simón de Montfort. Los días finales de 1215 y los iniciales de 1216 los empleó Inocencio III en vigilar la aplicación de las medidas -las políticas especialmente- tomadas a lo largo de las sesiones conciliares. El 16 de julio moría en Perusa siendo sucedido de inmediato por Honorio III. ArteHistoria

El primer concilio de Letrán 1085-1130

Del radicalismo a la concordiaÉpoca: Pontificado e ImperiInicio: Año 1085Fin: Año 1130Antecedente:Relaciones entre los siglos XI y XII


La victoria de Enrique IV se reveló pronto como ilusoria para los propósitos del emperador. Los veinte años que sobrevivió a su viejo rival fueron para él de continuada desazón política. A las dificultades para mantener a su cuestionado antipapa Clemente III se unieron las rebeliones de sus súbditos nunca del todo sofocadas. Los príncipes alemanes levantaron contra el soberano a dos de sus presuntos herederos: a Conrado, muerto en 1101, y a Enrique, que le sucedería -Enrique V -a su muerte en Lieja en agosto de 1106. A lo largo de estos años, los Papas legítimos no desaprovecharon las oportunidades Urbano II (1088-1099), mucho más flexible y político que Gregorio VII, aplicó con más discreción los decretos sobre simonía, nicolaísmo e investidura laica.


Los logros parciales que pudo conseguir Enrique IV fueron debidamente contrarrestados. A Urbano se le conoce, fundamentalmente, por haber presidido lejos de Roma (ciudad en la que difícilmente podía mantenerse frente al antipapa) un importante concilio: el de Clermont de 1095. En él promulgó una serie de medidas y pronunció el famoso sermón que puso en marcha la primera gran operación colectiva del Occidente Medieval: la Cruzada. La excomunión que pesaba sobre Enrique IV y sobre Felipe I de Francia -simoniaco y adúltero pertinaz- convirtieron al Pontífice en la auténtica cabeza de una empresa que, si tuvo unos orígenes puramente accidentales, despertó luego un extraordinario entusiasmo Con Urbano II, el sistema de legados experimentó un nuevo impulso que aceleró el proceso de centralización pontificia. El avance de la Cristiandad latina en la Península Ibérica y en el Mediodía de Italia aumentó considerablemente el área de influencia pontificia. En octubre de 1088, Urbano II enviaba el pallium arzobispal a Bernardo de Toledo.


Se reconocían así, formalmente, los derechos primaciales de la Iglesia toledana como heredera de la vieja supremacía eclesiástica visigótica. A la muerte de Urbano II, la reforma paracía bien encarrilada. Así lo entendió su sucesor Pascual II (1099-1118) cuyo primer acto de gobierno fue reiterar, sin ningún tipo de contemplaciones, la condenación de los viejos vicios eclesiásticos tan tenazmente combatidos por sus predecesores. El panorama político alemán paracía también relativamente propicio. En efecto, en 1107, el monarca germano Enrique V parecía dispuesto a un comportamiento más transaccional con la Santa Sede que el mantenido por su padre. Tras arduas negociaciones se llegó a un acuerdo: el tratado de Sutri de 1111. El monarca se comprometía a renunciar a toda investidura de cargos eclesiásticos. Como contrapartida, los obispos entregarían al soberano todos los bienes feudales renunciando a cualquier tipo de regalías. En el futuro, los dignatarios eclesiásticos vivirían de sus bienes no feudales y de las ofrendas de los fieles.


La formula era auténticamente revolucionaria ya que ponía a la Iglesia fuera del poder laico, y subvertía, consiguientemente, toda la estructura social y eclesiástica del Occidente... Demasiado utópico todo para el cúmulo de intereses que se había tejido a lo largo de varios siglos. Ni el episcopado -especialmente el alemán- estaba dispuesto a abandonar de buena gana sus beneficios ni el emperador paració actuar de buena fe en la operación. Por tanto, presionado por Enrique V, Pascual hubo de dar marcha atrás y reconocer a su oponente ciertos derechos de investidura. El monarca alemán fue solemnemente coronado pero una fuerte corriente de opinión reprochó al Pontífice su debilidad. El conflicto renació: Enrique V fue excomulgado y Pascual II renovó los viejos decretos contra la simonía y la investidura laica. El alemán promovió un antipapa en la figura del arzobispo Burdino de Braga que tomó el nombre de Gregorio VIII. En 1119, el conjunto de Occidente paracía hastiado de la polémica entre Papa y emperador, más aun cuando en 1104 con Francia y en 1107 con Inglaterra (concordato de Westminster) el pontificado había llegado a acuerdos honorables en el tema de las investiduras. Una nueva generación -la del nuevo papa Calixto II, la del abad Poncio de Cluny o la del canonista Ivo de Chartres- tomaba el relevo y se disponía a poner en juego soluciones pragmáticas frente a una situación que amenazaba pudrirse. Ivo, obispo de Chartres, fue un reputado canonista autor de tres importantes recopilaciones que no llegaron a tener carácter oficial pero que prepararon el terreno para otras decisivas sistematizaciones posteriores. Su fama viene, con todo, de haber elaborado una fórmula que, lejos de la visceralidad y la rigidez ideológica, fue capaz de zanjar el espinoso tema de las investiduras. Como buen reformador, Ivo era intransigente respecto a las condiciones en las que el candidato debía ser elegido.


Sin embargo, introducía un matiz al separar episcopium de feodum. Dicho con otras palabras: una cosa era la ordenación, que tenía un sentido sacramental; otra la investidura, que no tenía este carácter y -siempre y cuando no se pretendiera con ella conferir algo espiritual- podía ser concedida por el rey. Un espíritu paracido respiraba Calixto II (1119-1124). Emparantado con distintos príncipes y hombre de espíritu conciliador, era la persona que las circunstancias requerían. Uno de sus primeros actos de su gobierno fue la celebración de un concilio en Reims que gozó de una nutrida asistencia aunque los efectos de sus disposiciones reformadoras fueran muy limitados. Hubo que esperar algún tiempo para que la paz llegara a convertirse en una realidad. Con ayuda de los normandos, el Pontífice logró deponer en abril de 1121 al antipapa Gregorio VIII. Las diferencias con Enrique V fueron limándose hasta que, por mediación del metropolitano Adalberto de Maguncia, el Papa y el monarca alemán llegaron a un acuerdo siguiendo el modelo aplicado para Inglaterra desde 1107: fue el llamado Concordato de Worms de 23 de septiembre de 1122. Por él, Enrique V admitía la libre elección y consagración del elegido canónicamente. Se comprometía, igualmente, a restituir a la Iglesia de Roma los bienes que le habían sido arrebatados en tiempos de la discordia y a ayudar al Papa cuando fuera requerido para ello. A cambio, Calixto II otorgaba a Enrique que estuviera presente en las elecciones que se celebraran en los obispados del reino alemán para vigilar la limpieza del proceso. Cualquier conflicto sería solucionado por el metropolitano y demás obispos de la provincia. Antes de la consagración del elegido, el rey le entregaría las regalías correspondientes.


Por ellas, el obispo contraía las acostumbradas obligaciones de fidelidad feudal para con el soberano. En Italia y en Borgoña, las regalías serían entregadas a los seis meses de la consagración. El Concordato de Worms era un punto medio entre las tesis extremas del gregorianismo y las costumbres más puramente feudales. La interpretación del texto no estaba libre de equívocos ya que algunos llegaron a pensar que se trataba de un acuerdo estrictamente personal entre un Papa y un emperador, sin ningún valor para el futuro. Calixto II, sin embargo, lo interpretó como un éxito que trató de solemnizar en una magna reunión conciliar en su palacio de San Juan de Letrán. El escenario había sido familiar para las reuniones de obispos en la era gregoriana. Pese a que algunas habían tenido una nutrida asistencia, la tradición eclesiástica no las ha otorgado el carácter de ecuménicas. La presidida por Calixto II (1123) sí que adquiriría este título y crearía una imagen: la universalidad de los concilios se había trasladado de Oriente (Constantinopla, fundamentalmente) a Occidente. Un éxito más de la política teocrática y centralizadora de los Papas. El considerado I Concilio de Letrán duró apenas doce días y conoció la presencia -según el abad Suger de Saint Denis- de "trescientos más obispos". De hecho, los asistentes se limitaron a ratificar las disposiciones del Concordato de Worms. Sin embargo, su efecto multiplicador fue extraordinario: entre 1125 y 1129, distintos concilios de ámbito local (Westminster, Rouen, Arrás, Troyes, París, Barcelona, Palencia...) lograron una más amplia y eficaz penetración de las medidas reformadoras. Nadie mejor que el sucesor de Calixto II, el papa Honorio II, para continuar esta tarea. A lo largo de su pontificado (1124-1130) logró mantener buenas relaciones con los distintos poderes del Occidente: con Luis VI de Francia, con Enrique I de Inglaterra, con Alfonso VII de Castilla y León y, sobre todo, con el soberano alemán Lotario III de Suplimburgo. En él encontraría un sincero colaborador en materia de elecciones episcopales y uno de los pocos emperadores germánicos que tuvo verdadero interés por la expansión hacia el Este.

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El segundo concilio de Letrán 1131-1139

Ocaso de la época gregoriana.Época: Pontificado e Imperio. Inicio: Año 1131. Fin: Año 1139 Antecedente: Relaciones entre los siglos XI y XII

A la muerte de Honorio II se produjo un grave cisma en la Iglesia romana. Por maquinaciones de dos importantes clanes dos sedicentes papas se disputaron la legitimidación a lo largo de ocho años. La familia de los Frangipani elevó al cardenal Paparaschi que tomó el nombre de Inocencio II. La de los Pierleoni hizo lo propio con uno de sus deudos que tomó el nombre de Anacleto II. Ambos personajes no carecían de cualidades y podían desempeñar su papel con entera dignidad. Del lado de Anacleto II se posicionaron buena parte de los romanos y el rey normando Roger II de Sicilia. Del lado de Inocencio II se situaron los obispos de Francia, Inglaterra, reinos ibéricos y el emperador alemán. Contó también con una ayuda impagable: la de san Bernardo de Claraval, el mentor espiritual de mayor prestigio a la sazón en todo el Occidente. Anacleto II fue objeto de una sistemática campaña de desprestigio (acusaciones de rapiña y sacrilegio) por parte del impulsor del Cister, que acabó minando su posición.


Con la cobertura que le prestó el concilio antianacletista de Reims (octubre de 1131) y el apoyo militar alemán, Inocencio II trató de zanjar por la vía militar las diferencias con su rival. Sin embargo, hasta 1136 no consiguió logros dignos de consideración. Lotario III moría en 1137 y Anacleto II unos meses después. El cisma se podía dar por liquidado. Para pacificar los ánimos, Inocencio II convocó un nuevo concilio: el que conocemos como II Concilio de Letrán (1139). Hubo un crecido número de asistentes: el cronista Otón de Freising habla de un millar de prelados procedentes de casi todos los rincones de la Cristiandad. Inocencio II condenó solemnemente la memoria de Anacleto II y suspendió todas las ordenaciones hechas en su nombre. Roger II fue también objeto de las iras pontificias y sufrió la excomunición en castigo por haber sido el principal soporte del antipapa. Herejes como Pedro de Bruys y reformadores radicales como Arnaldo de Brescia fueron objeto de anatemas y reprimendas. Por lo demás, el II


Concilio de Letrán ratificó solemnemente las viejas condenas contra eclesiásticos simoníacos y concubinarios, declarando nulos sus matrimonios. Se advertía, igualmente, a los laicos que despojasen a las iglesias de las severas penas a las que se estaban arriesgando. En definitiva, Inocencio II quería dejar bien claro quien era el verdadero guía de la Cristiandad: aquel -según dijo en su discurso sobre la unidad de la Iglesia- a quien corresponde "imponer el orden y establecer una regla de prudencia allí donde reina la confusión". Se ha dicho en ocasiones que el II Concilio lateranense cerró la era gregoriana. Es una afirmación que conviene matizar. Es cierto que el prestigio de los pontífices había crecido y se había escenificado en reuniones conciliares con pujos de universalidad.


También es cierto que, al compás de la reforma y centralización romanistas, se desarrolló una potente corriente de codificación canónica que, posiblemente en 1140, llegó a un momento clave. En esa fecha el monje camaldulense Graciano procedió a la redacción de una suma que conocemos comúnmente con el nombre de Decreto de Graciano pero cuyo título original era el de "Concordia discordantium canonum". Lo que se pretendía allí era no sólo ordenar sino también eliminar las posibles contradicciones surgidas del torrente de disposiciones canónicas promulgadas en los últimos años. Los esfuerzos de los viejos reformadores eran traducidos al lenguaje jurídico y puestos al servicio del primado romano. La obra de Graciano sería comentada y proseguida por los decretistas como Paucapalea, Bandinelli, Huguccio, Omnibene, etc. Junto con las "Sentencias" de Pedro Lombardo (también publicadas en los años centrales del siglo XII) el "Decretum Gratiani" fue texto de obligado manejo en las cátedras universitarias hasta fecha muy avanzada. Sin embargo, el camino recorrido no podía ocultar las dificultades que el pontificado atravesó también a la clausura del II Concilio de Letrán.


Las inercias del pasado y las dificultades políticas del presente hacían difícil la aplicación estricta de los decretos del Lateranense II. En Inglaterra, por la anarquía generalizada en que se vivía bajo el reinado de Esteban de Blois. En Alemania, porque a la muerte de Lotario (1137) los electores elevaron al trono a Conrado III Staufen (o Hohestaufen), mucho menos dispuesto que su predecesor a colaborar con los Pontífices. Y en Italia porque, si bien Inocencio II lograba la pleitesía de su viejo rival Roger II, la agitación popular en Roma retoñó en los últimos meses de su pontificado. El cisterciense Eugenio III (1145-1153) hubo de lidiar con este problema del que fue principal protagonista Arnaldo de Brescia. Fogoso orador, adepto a las corrientes mas radicales de la reforma y discípulo de Pedro Abelardo, Arnaldo llego a convertirse en dueño de la ciudad pontificia cuya vieja dignidad republicana aspiraba a restaurar.


Rara vez pudo gozar el Papa de tranquilidad en la urbe. De poco podían servir en aquella ocasión los consejos (el "De consideratione") redactados para el Pontífice por su maestro Bernardo de Claraval en los que invocaba el modelo de los antiguos Papas en cuanto a piedad y humildad. Igualmente le recordaba que el pontificado ostentaba los dos poderes -spiritualis scilicet gladius et materialis- aunque solamente el espiritual podía ejercerlo directamente. En 1153 y casi al mismo tiempo desaparacían San Bernardo y Eugenio III sin resolver el grave problema de la revolución comunal arnaldista. Unos meses más tarde, el nuevo papa Adriano IV, desbordado por la situación, optó por una solución dramática: lanzar el entredicho contra toda la ciudad de Roma con la intención de minar la moral de su levantisca población. Para entonces, un nuevo poder lograba consolidarse en el panorama político europeo: el del sucesor de Conrado III Federico I Barbarroja.

El tercer concilio de Letrán 1776-1779

El Tercer Concilio de Letrán. Época: Pontificado e Imperio. Inicio: Año 1176. Fin: Año 1179 Antecedente: La lucha por el dominium mundi

De la derrota militar de Legnano sacaron Federico y sus consejeros las pertinentes lecciones. Los obispos de Maguncia, Worms y Magdeburgro fueron los encargados de contactar con Alejandro III en su residencia de Anagni a fin de preparar una magna conferencia de paz. Esta se celebro en Venecia entre julio y agosto de 1177. Supuso una solemne ratificación de acuerdos provisionales suscritos en Anagni: reconocimiento de Alejandro III como papa legítimo y consiguiente absolución del emperador; trato honorable para aquellos dignatarios eclesiásticos que hubieran seguido el partido de los sucesivos antipapas; reconocimiento de Beatriz de Borgoña como emperatriz y de su hijo Enrique como rey de romanos; y, en el terreno estrictamente político, establecimiento de la paz entre el emperador y las ciudades lombardas y el emperador y el rey de Sicilia Guillermo II.


Alejandro III aparacía como el gran triunfador en esta coyuntura y así lo demostró en su triunfal retorno a Roma. Tal y como se había estipulado en los acuerdos de Anagni y Venecia, la liquidación del cisma tenía que ir sucedida de la celebración de un magno concilio que el Papa abrió en San Juan de Letrán (III Concilio Ecuménico de este nombre) el 5 de marzo de 1179. Junto a los embajadores de todos los príncipes de la Cristiandad se reunieron -según testimonio de Guillermo de Tiro- hasta trescientos obispos, a más de abades y clérigos en general. Aunque la presencia era mayoritariamente italiana, todos los Estados del Occidente estaban abundantemente representados. También el Oriente latino (Acre, Trípoli, Belén, Tiro...) dejó oír su voz.


La iglesia bizantina -el emperador Manuel Comneno pasaba por simpatizante de los occidentales- se hizo representar por un observador. Los 27 cánones del concilio cubrieron un amplio campo. Así, junto a la reprobación de los antipapas imperiales, se procedió a la rutinaria condena de simonía y nicolaísmo. Algunas disposiciones tomadas siguen estando vigentes: se exigía la edad mínima de veinticinco años para acceder a funciones pastorales y de treinta para alcanzar el episcopado. A fin de evitar situaciones como la que condujo al ultimo cisma, se estipuló que en la elección de Papa serian necesarios dos tercios de los votos del colegio cardenalicio. A judíos y moros se les prohibía tuvieran esclavos cristianos. Otros cánones afectan al mantenimiento de la paz y tregua de Dios, reprueban los torneos y tratan de proteger a las iglesias de la rapacidad de los laicos, especialmente de las bandas de mercenarios.


Por ultimo, Letrán III manifestó una especial preocupación por las corrientes heréticas que causaban graves estragos especialmente en el Mediodía de Francia. Los cátaros y sus protectores sufrieron una especial reprobación. Los valdenses fueron objeto de una seria investigación y se les prohibió el ejercicio de la predicación, salvo que fueran solicitados para ello por los obispos. El concilio solicitó el apoyo de los poderes laicos para luchar frente al error y extendía la indulgencia de la Cruzada a quienes tomasen las armas para combatir a la herejía. Letrán III se presentó, en definitiva, como un gran triunfo de la perseverancia de Alejandro III. Pese a que las decisiones de más calado eran las simplemente disciplinares, el prestigio alcanzado por la institución conciliar tutelada por los Papas era incuestionable.

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El Concilio de pisa 1409

EL CONCILIO DE PISA (1409).El concilio general se reunió en Pisa, en marzo de 1409, al llamado de los cardenales. El concilio intentaba resolver tres problemas: el cisma papal, la reforma y la herejía. El primero de estos problemas era considerado el propósito principal del concilio. La asistencia fue buena y tomó la acción definida de declarar vacante el trono papal. Los cardenales que representaban a ambos papas se unieron para elegir a uno nuevo, que tomó el nombre de Alejandro V. Puesto que ninguno de los dos papas existentes, Gregorio XII y Benedicto XIII, reconocían al concilio como una asamblea válida o autorizada, el resultado neto fue sencillamente la adición de otro papa.


Antecedentes del concilio de pisa


El concilio tiene, desde el primer momento, el carácter de un tribunal, en el que se enjuicia duramente la actuación de los Pontífices, y un objetivo decidido: la condena de los dos Papas; el tono general es violentamente contrario a la autoridad del Pontificado. No es una asamblea deliberativa, ni se producen discusiones, todo transcurre en medio de una sorprendente unanimidad; cualquier disidente es apartado de la asamblea. Al día siguiente de la apertura, los dos Papas fueron declarados contumaces y advertidos de deposición si no comparecían ante la asamblea. Enseguida comienzan a producirse protestas aisladas por la orientación del concilio; el 19 de abril presentaron oficialmente su protesta, que fue acogida entre burlas, los representantes del rey de romanos: dos días después, en medio de un gran escándalo abandonaron Pisa. Pocos días después se produjo otra protesta inglesa, aunque en tono menor. Tampoco lograron mejor resultado las gestiones de una embajada aragonesa que, durante dos meses, hasta el 22 de mayo, trabajó para impedir que se actuase contra Benedicto XIII ofreciendo su renuncia si, simultáneamente, se producía la de Gregorio XII.


El concilio redactó una acta de acusación, integrada por 37 artículos, y nombró una comisión encargada de probar aquellas acusaciones a las que, en el curso de la sumaria investigación, añadió 10 nuevos capítulos. Sobre Pedro de Luna y Ángel Correr recaían, entre otras, las acusaciones de herejía y "fautoria" de cisma, junto a otras simplemente fantásticas, que les hacían acreedores a la deposición. El tono de la acusación incluía inverosímiles ataques personales que recuerdan otras campañas anteriores contra Bonifacio VIII o Juan XXII.


La condena de los dos Pontífices, y la consiguiente deposición, fue pronunciada el 5 de junio de 1409. Inmediatamente comenzaron los preparativos para la nueva elección; el sector más radical del concilio propondrá la previa realización de la reforma "in capite et in membris", una profunda reforma de la cabeza y los miembros de la Iglesia; es la primera vez que tal requerimiento, motivo de una gran controversia en el Concilio de Constanza, es presentado de modo oficial. En esta ocasión se impuso sin dificultades la elección en primer término. Pocos días después llegó una embajada de Benedicto XIII que fue recibida, el día 14, por una comisión de cardenales; no se aceptó intervención alguna de los embajadores: únicamente se les dio lectura de la sentencia conciliar pronunciada el día 5. Al día siguiente, al tiempo que los embajadores pontificios abandonaban la ciudad, los cardenales entraban en cónclave.


Los votos recaían, el 26 de junio, sobre el cardenal Pedro Philargès, arzobispo de Milán, que adoptaba el nombre de Alejandro V. Su origen cretense permitía pensar que, quizá, tuviera mayores posibilidades de acercamiento a la Iglesia oriental. De Florencia y Siena proceden las primeras adhesiones; le reconoció inmediatamente Francia y Luis II de Anjou, que consideró el hecho como el primer paso de grandiosos proyectos italianos. Con alguna lentitud le reconocieron algunas diócesis y principados alemanes; en agosto, espectacularmente, Venecia abandonaba a Gregorio XII y reconocía al elegido en Pisa; en octubre se produjo el reconocimiento inglés, aunque su efectividad va tomando cuerpo a lo largo del año 1410. La elección de un tercer Papa, con importantes adhesiones, pero muy lejos del reconocimiento general, supuso un quebranto de las otras obediencias, especialmente de la romana. Sin embargo, Gregorio XII retrasaría todavía varios años su dimisión y Benedicto XIII, con el apoyo de Escocia y de los Reinos hispanos, se disponía a resistir.


El revolucionario intento de terminar con el Cisma había dado lugar a un cisma tricéfalo, disipaba la esperanza de una abdicación de los Papas y, lo más grave, estaba haciendo nacer Iglesias nacionales autocéfalas. Al día siguiente de la elección de Alejandro V cayó sobre él una lluvia de peticiones de beneficios, a los que fue respondiendo en las siguientes semanas. Francia y el duque de Borgoña reciben lo más sustancial de unos beneficios que recaen, principalmente, en quienes más duramente habían combatido el sistema de provisión de beneficios. Mayor gravedad ofrecía el programa de reformas que le es presentado; en conjunto significaba desmontar la obra de construcción de la Monarquía pontificia que había acometido el Pontificado durante su estancia en Aviñón; de ser aceptado tal programa, el Pontificado perdería su formidable plataforma fiscal y la posibilidad de conferir un gran numero de beneficios. El objetivo final de estos reformadores era un Pontificado pobre y carente de influencia, es decir, sometido a las Monarquías. Alejandro V se defendió como pudo, resistiendo en lo más importante -annatas y servicios, cuya renuncia impediría el funcionamiento de la actual administración-, pero dejando en la pugna una parte de la autoridad pontificia. Renunciaba a numerosos ingresos, al derecho de provisión de muchos beneficios y, paralelamente, distribuía alegremente beneficios entre los más destacados conciliares.


Los proyectos de reforma, cuya realización parecía requerir la previa elección de un Pontífice, hecho que había convencido a muchos para dar un paso de tanto riesgo, se evaporaron inmediatamente. Sólo celebró el concilio dos nuevas y anodinas sesiones en las que se tomaron vagas disposiciones de reforma y se anunció la celebración de un nuevo concilio, al cabo de tres años, cuya sede ni siquiera se anunciaba. El 7 de agosto de 1409 se clausuraba el Concilio de Pisa.

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Los Concilios de Pavía . Pisa. Siena. Basilea.

La dominación del papado por los intereses franceses de 1309 a 1378, y el escandaloso cisma de casi cuarenta años, después del intento de retornar el papado a Roma, acentuaron la necesidad de reforma. Sin embargo, las circunstancias y las creencias tradicionales parecían hacer imposible cualquier clase de reforma.


En primer lugar, no había manera de determinar quién era el ocupante propio de la silla papal. Cada uno de los papas estaba respaldado por un grupo de cardenales legítimamente nombrado y adecuadamente consagrado. Cada uno se había declarado el verdadero papa y había anatematizado a su oponente. Peor aún, cada uno tenía suficiente respaldo político para mantenerse en su puesto.


En segundo lugar, ¿qué podía hacerse contra un papa, asumiendo que uno de los dos o tres fuera el verdadero? Tan temprano como el siglo V, el papa Símaco había publicado la teoría de la irresponsabilidad papal. Para 503 esta idea había recibido aprobación dogmática. Ampliada con el paso de los siglos, esta doctrina enseñaba que aunque el papa estuviera en completo error, no podía ser sometido a juicio sino por Dios; ningún tribunal en la tierra podía desafiar las doctrinas, la moral, los motivos, o los decretos de un papa. ¿Cómo podía, entonces, tomarse una acción para remediar el cisma?.


PROTESTAS INDIVIDUALES..


Se exigían planes de reforma, y se dirigían severas críticas contra el gobierno y las doctrinas papales. Sin embargo, en vista de la noción tradicional de que nadie podía corregir a un papa, y la duda respecto a cuál pretendiente era el verdadero papa, no se hizo ningún movimiento práctico.


LAS OPINIONES DE LOS ERUDITOS.


A pesar de las repetidas apelaciones a ambos papas después de 1378, ninguno tomó la iniciativa para restaurar la unidad papal. Los eruditos de las diversas escuelas teológicas, cuyos conceptos habían sido de gran peso en las controversias teológicas, fueron consultados acerca de la mejor manera de terminar el cisma. Era inevitable que la idea de Marsiglio de Padua, escrita en 1324 en su Defensor Pacis, fuera hecha válida, es decir, que un concilio general posee suprema autoridad en el cristianismo. Esta misma sugestión fue hecha por otros dos eruditos, Conrado de Gelhausen en 1379 y Enrique de Langenstein en 1381. Para 1408 la mayoría de los eruditos de las grandes universidades del continente estaban de acuerdo en que el único modo de remediar el cisma era mediante un concilio general. Los eruditos no pudieron ponerse de acuerdo en cuanto al arreglo del concilio. Algunos pensaban que todos los verdaderos cristianos debieran constituir la membresía; otros favorecían el precedente de los concilios generales primitivos y limitaban la membresía sencillamente a los obispos que, decían, constituían la iglesia visible. Sin embargo, había un problema. ¿Quién convocaría el concilio? Los emperadores habían convocado algunos de los concilios anteriores, pero los papas habían reclamado esa prerrogativa por muchos siglos. Ninguno de los papas deseaba convocar el concilio; sin embargo, los cardenales de los papas rivales fueron convencidos de que era necesario un concilio general para restaurar la paz y la unidad.


EL CONCILIO DE PISA (1409).


El concilio general se reunió en Pisa, en marzo de 1409, al llamado de los cardenales. El concilio intentaba resolver tres problemas: el cisma papal, la reforma y la herejía. El primero de estos problemas era considerado el propósito principal del concilio. La asistencia fue buena y tomó la acción definida de declarar vacante el trono papal. Los cardenales que representaban a ambos papas se unieron para elegir a uno nuevo, que tomó el nombre de Alejandro V. Puesto que ninguno de los dos papas existentes, Gregorio XII y Benedicto XIII, reconocían al concilio como una asamblea válida o autorizada, el resultado neto fue sencillamente la adición de otro papa.


EL CONCILIO DE CONSTANZA (1414-18).


Los errores del Concilio de Pisa eran evidentes. Entre otras cosas, muchos de los obispos deseaban más información acerca de la autoridad de un concilio, particularmente al deponer a un papa. Otros pensaban que el concilio debía haber sido convocado por un papa, no por los cardenales o por un poder secular. Además, parecía que los factores políticos determinarían de un modo u otro si cualquier acción de un futuro concilio sería efectiva o no. Tal como estaba, cada tino de los tres papas tenía suficiente apoyo político y militar para mantenerse en el puesto. El nuevo papa, Alejandro V, fue reconocido por Inglaterra, Francia, Hungría, y partes de Italia; Benedicto XIII fue llamado papa por España y Escocia, mientras que Gregorio XII tenía la mayor parte del apoyo de Italia y el de Alemania.Dos hombres remediaron estos defectos. Juan Gerson, uno de los campeones de la idea conciliar después de 1408, determinó investir a un futuro concilio con autoridad expresa para proceder e intervenir en el cisma, la reforma y la herejía. El otro, el emperador alemán Segismundo (1410-37), determinó proporcionar apoyo político suficiente para hacer efectivos los decretos del concilio. Segismundo tuvo la primera tarea, y obró diligentemente en ella. El indujo al papa Juan XXIII (sucesor de Alejandro V) a convocar un concilio general que se reuniera en Constanza.


Con astutas tácticas políticas él consiguió el apoyo de los gobernantes español, inglés y borgoñón para el concilio. El había escogido Constanza en Alemania como el lugar de la reunión para neutralizar la influencia del clero italiano, todo el cual prácticamente favorecía a Juan XXIII. Además, se hicieron arreglos para que el concilio votara por naciones en vez de por individuos, evitando de esta manera los planes de alguno de los papas interesados para “amarrar” la reunión. De esta manera cada una de las cinco naciones, Inglaterra, Francia, España, Alemania e Italia, tenía un voto y debía votar como una unidad.Gerson y sus partidarios hicieron su parte. Por medio de la influencia de Gerson el concilio aprobó un decreto en abril de 1415, definiendo su propia autoridad. Pretendía representar a Jesucristo y declaraba que sus decisiones sobre todos los asuntos religiosos eran válidos para todo cristiano, incluyendo al papa o a los papas. Este decreto, por supuesto, cortó al través directamente las pretensiones papales de siglos. Aprobado unánimemente por el concilio ecuménico, desafiaba los antiguos dogmas de la Iglesia Romana que se pretendía no estaban sujetos a cambio, y daba un ejemplo de un supuesto concilio infalible y un papado infalible en conflicto.


Procediendo con este decreto, el concilio apresó violentamente al papa Juan XXIII y lo depuso en mayo de 1415; Gregorio XII renunció entonces; Benedicto XIII fue depuesto dos veces, aunque él se rehusó a aceptar esta acción.Otra innovación ocurrió. En vez de tener un nuevo papa elegido por los cardenales, el concilio se puso de acuerdo en que esos cardenales presentes en el concilio, suplementados por treinta miembros del concilio, eligieran un nuevo papa, con sólo dos tercios de la mayoría requerida para la elección. Ellos escogieron a uno que tomó el nombre de Martín V. El tomó su puesto inmediatamente, pues tenía suficiente apoyo político para garantizar su aceptación universal. El cisma había casi terminado. Benedicto XIII se había negado a renunciar, pero después de su muerte en 1424, su sucesor fue reconocido sólo por Aragón y Sicilia, y en 1429 el cisma terminó completamente.El segundo problema del Concilio de Constanza era la reforma.


Después de la elección de Martín V el concilio aprobó otro decreto que rechazaba las pretensiones papales de casi un milenio. Este decreto estipulaba que los concilios generales se reunirían otra vez en cinco años y en siete años y que de allí en adelante tales concilios se reunirían cada diez años. Los futuros papas estarían sujetos a instrucción por estos concilios. Las antiguas pretensiones papales de superioridad sobre los concilios parecían destinadas a desaparecer. Sin embargo, la actitud del nuevo papa debería haber prevenido a los dirigentes conciliares. Martín V había apoyado la idea conciliar hasta su elección como papa; entonces inmediatamente se volvió anticonciliar. Cuando el concilio se esforzaba por efectuar la reforma, el nuevo papa trabajaba febrilmente para impedir la adopción de medidas antipapales. Y él podía lograrlo.El problema de la herejía también ocupaba la atención del concilio. Ya se ha mencionado la quema de Juan Huss y de Jerónimo. El estallido de las guerras husitas muestra que el concilio no era sólo religiosamente sospechoso sino también políticamente imprudente.


EL CONCILIO DE PAVIA Y SIENA (1423).


El cisma papal había sido remediado, pero la reforma todavía no había empezado. Martín V (1417-31) defendió las pretensiones papales tradicionales en un esfuerzo por neutralizar los decretos del Concilio de Constanza, que pretendía ser la suprema autoridad en el cristianismo. Sin embargo, el papa creía necesario llevar a cabo el decreto de Constanza previniéndose para el llamado de un concilio general en cinco años, especialmente dado que los bohemios todavía estaban amenazando y los turcos otomanos estaban ganando nuevas victorias generales. La peste en Pavía obligó al cambio del concilio a Siena. El papa disolvió el concilio pronto, sin embargo, alegando como razón la escasa asistencia.



EL CONCILIO DE BASILEA (1431-49).


Ya se había planeado en el Concilio de Constanza convocar a otro concilio general siete años después del Concilio de Pavia. El papa Martín V había consentido en convocar este concilio, pero murió antes que se reuniera. Su sucesor, Eugenio IV (1431-47), había prometido apoyar el programa conciliar como condición para su elección, pero violó su promesa. Cuando el concilio se reunió y mostró el espíritu del Concilio de Constanza, Eugenio trató de disolver la asamblea antes de que tomara ninguna medida. La presión política lo disuadió. Este concilio enfrentó tres problemas: cómo tratar con los combatientes husitas; qué hacer respecto a una reforma de la iglesia, y cómo efectuar una reunión del cristianismo occidental con el oriental, deseada por algunos de los dirigentes occidentales como manera de alejar a los turcos otomanos que estaban amenazando capturar Constantinopla.El concilio tuvo un éxito parcial al tratar con los bohemios. Al apaciguar al partido moderado (los ultraquistas o calixtinos), se causó una división entre ellos y los taboritas más radicales. El resultado fue otra guerra civil en Bohemia, pero los católicos pudieron derrotar a los taboritas y reprimir el esparcimiento de sus ideas.Por un breve período pareció que algunas reformas eclesiásticas efectivas resultarían de las deliberaciones del concilio. Sin embargo, tan pronto como el concilio tocó la persona del papa y su autoridad, la influencia papal impidió más progreso. Eugenio decidió tratar con el concilio como el concilio había tratado con los bohemios: dividir y conquistar. El asunto de la unión entre el Oriente y el Occidente recibió énfasis en el concilio. Cuando surgieron agudas diferencias, el papa denunció al concilio y en 1437 lo cambió a Ferrara por medio de una bula papal, y de aquí a Florencia en 1439. Una parte substancial se negó a sujetarse al edicto papal y continuó reuniéndose en Basilea. Allí votó deponer a Eugenio como papa y escogió a otro, que tomó el nombre de Félix V (1439-49). Ahora había otra vez dos papas, pero Félix no tenía apoyo político, y hubo una reacción general al pensar en otro cisma papal. Consecuentemente, el concilio de Basilea fue desacreditado y en 1449 se sometió a Nicolás V (1447-55), que había sucedido a Eugenio. Los esfuerzos conciliares por reformar al papado habían fracasado.


EL CONCILIO DE FERRARA Y FLORENCIA (1437-39).


La principal razón para que el papa Eugenio cambiara el Concilío de Basilea a Ferrara y después a Florencia fue desacreditar al partido reformador de Basilea. El papa estaba decidido a que no hubiera reforma por medio de un concilio. Por esta causa, gran parte de la responsabilidad del movimiento cismático conocido como la Reforma debe atribuirse a él. El concilio de Basilea estaba ansioso de hacer reformas, e indudablemente las hubiera hecho en el sentido de las Sanciones Pragmáticas de Francia, que se mencionarán después.Es cierto que los representantes de la Iglesia Griega preferían reunirse en una ciudad italiana, pero esto era de pequeña importancia. De hecho, el asunto de la unión del Oriente y el Occidente estaba destinado al fracaso antes que la delegación griega llegara a Ferrara en 1438. La mayoría de los del Occidente estaban absolutamente opuestos a la unión bajo cualquier circunstancia. La minoría deseaba la unión sencillamente para conseguir ayuda militar y política contra los turcos. En el concilio el papa consintió en organizar una nueva cruzada contra los turcos, y en reciprocidad el Oriente debía reconocer la supremacía universal del papa. Este acuerdo, sin embargo, fue prontamente repudiado por el clero oriental.


RAZONES DEL FRACASO DE LOS ESFUERZOS CONCILIARES.


La caída del concilio de Basilea en 1449 puso fin al movimiento iniciado cuarenta años antes en el concilio de Pisa. Algunas razones del fracaso del esfuerzo por reformar la iglesia en su cabeza y sus miembros son evidentes. Entre otras cosas, había falta de unidad en los motivos de la reforma. Algunos estaban interesados en la reforma sólo desde un punto de vista político; algunos estaban tratando de pescar en río revuelto con la esperanza de ventaja personal, mientras que algunos otros estaban deseosos de seguir en el movimiento mientras fuera popular.Una solución parcial del inmediato problema, el cisma papal, mitigó el deseo de una reforma completa. Cuando el Concilio de Constanza solucionó en 1417 los problemas más apremiantes que enfrentaba, ni el animoso informe de la autoridad del concilio escondió el hecho de que en las mentes de muchos el concilio había ido tan lejos como podía. Con un solo papa con el cual habérselas, el caudillaje en una reforma estricta traía el peligro de represalias efectivas.El antagonismo activo de los papas predestinaba al fracaso cualquier intento de reforma. Los diversos papas de la primera mitad del siglo XV estaban de acuerdo, al principio, con los esfuerzos de los reformadores conciliares, hasta que eran elegidos para el alto puesto. Entonces su simpatía por la reforma y su reconocimiento de la autoridad de un concilio se desvanecía inmediatamente. El período relativamente largo entre las reuniones de los concilios reformadores le daba al papado oportunidad de recuperar mucho de su fuerza y prestigio.



DESPUES DE LOS CONCILIOS REFORMADORES.



Aunque no se había alcanzado un programa efectivo de reforma, la batalla no se había perdido completamente. Las diversas naciones representadas en los concilios habían visto de primera mano la necesidad de reforma y la actitud del papado hacia la reforma. También habían captado un vislumbre de la autoridad que llevaba la fuerza política y militar. Consecuentemente, Inglaterra, España y Francia, ya fuertes y unificadas, podían conseguir concesiones importantes del papado con referencia al control de la iglesia dentro de sus fronteras. Francia, de hecho, poco después del fracaso del concilio de Basilea, convocó a una reunión del clero y promulgó las Sanciones Pragmáticas de 1438, que llevaban a cabo para Francia la misma cosa que los proponentes conciliares esperaban viniera para todo el cristianismo, del concilio general. Estas Sanciones declaraban que un concilio general era la suprema autoridad en el cristianismo, y, entre otras cosas, reclamaba la autonomía francesa para llenar sus vacantes eclesiásticas.


Es muy significativo que los Estados Alemanes organizados sin coherencia, donde el movimiento de reforma estalló posteriormente, hubieran sido incapaces de conseguir ninguna de tales concesiones, y consecuentemente sintieron más duramente las cargas financieras y eclesiásticas de la tiranía papal.El fracaso del movimiento conciliar pareció aumentar la arrogancia de los papas romanos. El tono moral y religioso del papado, desde el fin del Concilio de Basilea hasta la reforma luterana, fue indescriptiblemente bajo. Dos de los papas eran humanistas completos (Nicolás V, 1147-55, y Pío II, 1458-64); uno de ellos un déspota de pacotilla (Sixto IV, 1471-84); dos de ellos eran descarados en su inmoralidad y vicio (Inocente VIII, 1484-92, quien abiertamente reconocía y promovía a sus siete hijos ilegítimos, y Alejandro VI, 1492-1503, notable por su inmoralidad, vicio y violencia); uno había sido un oficial del Ejército (Julio II, 1503-13), mientras que el papa de la reforma, León X (1513-21), públicamente llamaba al cristianismo una fábula lucrativa y pasaba su tiempo en su pabellón de caza. Si hubiera habido papas rectos y prudentes en este período, es muy probable que el siguiente esfuerzo de reforma hubiera sido diferente en su dirección y consecuencias. La sucesión de hombres de este calibre garantizó la certeza de la calamidad que se avecinaba.



COMPENDIO FINAL.


El delicado problema de acabar con un cisma papal fue resuelto finalmente por medio de la autoridad de un concilio general, reforzado con apoyo militar y político. Tal acción indica que el concilio es superior a los papas, un hecho que fue posteriormente negado por los papas siguientes, pero que los estableció en su oficio y sucesión. Negar la autoridad de un concilio para deponer papas parecía negar la validez de su propia sucesión.La reforma completa de la Iglesia Católica Romana, en su cabeza, y miembros, sin embargo, no podría completarse por concilios reformadores, pese a muchos esfuerzos durante cuarenta años. Los ocupantes del oficio papal en el medio siglo inmediato antes de la reforma constituyen una amplia evidencia de la necesidad de la reforma.

Compenio de Historia Cristiana.Baker Robert A. Paginas 161-162

Los momentos más bajo del papado

El camino hacia el abismo Muchas generaciones de católicos se habían lamentado: «El papado está en su punto más bajo». Dante lo había dicho de Bonifacio VIII. Petrarca se expresó del mismo modo refiriéndose al «exilio babilónico» de la etapa aviñonesa. Los dos eminentes poetas se equivocaban. Los días más oscuros estaban todavía por llegar.La corrupción reinaba en Avignon cuando Catalina de Siena llegó a la ciudad para presionar al pontífice reinante, Gregorio IX, de que volviese a Roma. Era el año 1377. Siete papas franceses, uno tras otro, habían provocado en su rincón de Provenza el pasmo del mundo.Las despechadas mujeres de la corte papal no tuvieron piedad de Catalina, esta monja toscana de desapacible palidez que parecía hechizar a Su Santidad. Tal vez le impresionase su extática actitud al recibir la comunión. Si llegaba a tener demasiada influencia, quizá tendrían que cerrar sus salons donde acudían jóvenes brillantes, hijos de duques y príncipes, a la búsqueda de promociones eclesiásticas. En la capilla se turnaban para pinchar y pellizcar el insensible cuerpo de Catalina y comprobar si sus trances eran o no genuinos. Una mujer cruel le traspasó uno de los pies con un largo alfiler, de manera que durante unos días, Catalina no pudo apoyarse en aquel pie para caminar.


Al final, se salió con la suya. Gregorio volvió a Roma, dejando aséis cardenales que no pudieron separarse de sus queridas residencias, sus mujeres provenzales y sus vinos de Borgoña. También pudo influir en esta decisión el ultimátum del pueblo romano, que amenazaba con elegir un nuevo papa si no regresaba el pontífice de Avignon.


De los doscientos setenta y ocho años, desde 1100, los papas sólo habían permanecido en Roma durante ochenta y dos. Del total, los papas habían vivido ciento noventa y seis años en otros sitios. Era un récord poco edificante; y este ejemplo no había pasado inadvertido en la Iglesia.La Ciudad Eterna acabó pronto con Gregorio. Fue entonces cuando se hizo patente la tragedia real de Avignon. Un papa,dos papas Muerto Gregorio, el cónclave convocado para nombrar un sucesor se dividió en dos facciones, la francesa y la italiana. Durante el exilio, los siete papas aviñoneses habían creado ciento treinta y cuatro cardenales; todos, menos veintidós, eran franceses. Evidentemente, los franceses estaban dispuestos a conservar el solio pontificio para ellos.


Dado que el palacio de Letrán había sido destruido por un incendio, el cónclave se reunió en el Vaticano en el mes de abril.En el exterior, una muchedumbre calculada en cerca de treinta mil personas rugía para que se eligiese a un romano. «Romano lo volemo.» Si no era natural de Roma, al menos, italiano. La selección era limitada.Solamente había cuatro cardenales italianos y ninguno de ellos era papabile. Para conseguir su objetivo, la muchedumbre se hacinó en una estancia encima de la habitación donde tenía lugar el cónclave; los ocupantes llevaban consigo leña para hacer fuego y, desde abajo, golpearon la tablazón con picos y alabardas durante toda al noche. Por si ello no fuera suficiente, hicieron tañer la campana del Capitolio a la que se unieron las campanas de San Pedro. A la mañana siguiente, la multitud perdió la paciencia y echó abajo la puerta del cónclave.De los dieciséis cardenales presentes, todos hambrientos y faltos de sueño, trece votaron por un marginado, Bartolomeo Prignano, el bajito, grueso y de rostro amarillento arzobispo de Bari. No era de Roma. Un napolitano era lo mejor que pudieron suministrar. Desconfiando de lo acertado de la elección, vistieron a un octogenario romano, el reacio cardenal Tebaldeschi, con los ropajes pontificios y lo presentaron.


Un correo se apresuró a ir a Pisa, donde la elección de Tebaldeschi se celebró con fuegos de artificio. Mientras tanto, los cardenales franceses pusieron pies en polvorosa.Durante dos días, nadie se ocupó de Prignano o de rendirle el acostumbrado homenaje. Cuando al final se efectuó la ceremonia, el nuevo papa escogió el nombre de Urbano VI.El arzobispo de Bari, de baja extracción social, había sido un oscuro y sumiso, cuando no exigente, funcionario de la curia durante quince años. Los aristocráticos cardenales franceses dieron por hecho que seguiría haciendo lo que se le ordenara y trasladaría de nuevo la corte a la suntuosa vida de Avignon. Su interpretación de la personalidad del nuevo papa fue un grave error.Urbano VI resultó ser uno de los pontífices más rencorosos y de carácter más agrio de toda la historia. Su médico de cabecera reveló que apenas probaba bocado, pero no podía pasar sin alcohol. Según el cardenal de Bretaña, durante la comida de su coronación bebió ocho veces más que cualquier otro miembro del colegio cardenalicio, aunque algunos sostuviesen que no era humanamente posible. Bebida, religión, desquite —todo en exceso—, pusieron en evidencia lo explosivo de esta mezcla. Nacido y criado en las malolientes callejuelas de Napóles, no podía sufrir las estériles pretensiones de los cardenales franceses. Según las crónicas, les sermoneó como un Jeremías acosado por el mal de estómago. Los reformaría costara lo que costase. Con su estridente voz de eunuco, expresó su franca opinión sobre el cardenal Orsini, llamándole sotus, alelado.


En cierta ocasión, enrojecido por la ira, estuvo a punto de abofetear al cardenal de Limoges, pero la intervención del cardenal de Ginebra evitó que se consumara la agresión. «Santo Padre, ¿qué hacéis?» Cuando estaba a punto de excomulgar a otro miembro del colegio cardenalicio por simonía y dicho cardenal volvió a intervenir, ladró como un perro: «Puedo hacer lo que se me antoje, absolutamente todo lo que me plazca».Un grupo de cardenales juzgó su violencia como un síntoma de demencia. Consultaron a un prestigioso jurista: ¿no habría algún mecanismo que permitiese a los cardenales asumir el poder en caso de incapacidad del papa? La maniobra llegó a oídos de Urbano y demostró que tenía la cabeza sobre sus hombros.En primer lugar, excomulgó a un antiguo adversario, el rey Carlos de Nápoles, a quien acusó de estar detrás de esta «conspiración». La reacción del monarca fue poner sitio a la fortaleza de Nocera, en las proximidades de Pompeya, donde se encontraba el papa. Urbano subía cuatro veces al día a las almenas, con una campana, un libro de oraciones y una vela y lanzaba la excomunión a todo el ejército que se alineaba contra él. Parecía no preocuparse de los dardos que caían a su alrededor.Rescatado por los genoveses, puso a los cinco cardenales sediciosos a buen recaudo. Seguidamente, se le vio en Génova, posiblemente en un arrebato alcohólico, yendo de un lado para otro del jardín recitando su breviario a voz en grito. En una estancia cercana, los rebeldes estaban siendo sometidos a tortura. Sus gritos no perturbaban su paz con Dios.Apuntalado sobre un armazón, el viejo cardenal de Venecia era elevado y después se le dejaba caer mediante un juego de poleas. Con la cabeza presionando contra el techo podía ver, a través de los barrotes de la ventana, al papa y en cada ocasión con la ronquera de la agonía, decía: «Santo Padre, Cristo murió por nuestros pecados». Entonces le bajaban al suelo. Nunca más se volvió a ver a los cautivos.De uno en uno, un grupo de cardenales franceses se escabulló en dirección a Anagni; en esta localidad se congregaron y pergeñaron una Declarado contra Prignano. No era papa. Sólo le habían elegido, afirmaban, porque sus vidas habían sido amenazadas por el populacho. Eligieron a otro papa, Roberto de Ginebra, primo del rey de Francia, que se autodenominó Clemente VII. Urbano contraatacó nombrando veintiséis nuevos cardenales que se comprometieron a serle fieles.

No era la primera vez que coexistían dos papas; ya había ocurrido en numerosas ocasiones, pero la crisis que se planteaba en aquel momento era excepcional. Estos dos papas habían sido elegidos más o menos por el mismo grupo de cardenales. De modo que, cuando alegaban que no habían elegido legítimamente a Urbano, lo decían con autoridad, aunque mintieran.En Inglaterra, Wyclifse salió con un sarcasmo que parecía acertado: «Siempre supe que el papa tenía los pies hendidos. Ahora es la cabeza la que tiene hendida».La cristiandad se vio en la tesitura de tomar partido. Si Urbano fue elegido bajo coacción, la elección no era válida. Sin embargo, si tan asustados estaban, ¿por qué no se decantaron por un romano —el anciano Tebaldeschi, por ejemplo— y se retiraron de inmediato a Anagni para mostrar su desacuerdo oficial? Seleccionar a un saludable napolita- no y demorarse durante tres meses resultaba sospechoso. Como sagazmente observaría Catalina de Siena, si entonces ya tenían un falso papa como Tebaldeschi, ¿por qué necesitaban otro? Parecía evidente que los franceses deseaban librarse de alguien que había demostrado que era imposible convivir con él.


Sobrevino el caos. Un papa ausente ya era bastante triste; ahora el asiento de la unidad se estaba convirtiendo en fuente de desunión. Con arreglo al decreto de elección de 1059, un pontífice romano elegido no canónicamente era llamado «el destructor de la cristiandad». Este parecía ser el caso. Si los cristianos no podían identificar al verdadero papa, ¿de qué servía el papado? El rey de Inglaterra abogó por Urbano, el rey de Francia respaldó a Clemente. No hubo consenso en las universidades.Como era de esperar, el bizco Clemente VII regresó a Avignon con sus seguidores franceses; en la ciudad provenzal su comportamiento dejó tanto que desear que no se diferenció en nada de un típico pontífice aviñonés. Ya había demostrado su fuste papal cuando, en 1377, actuó como legado pontificio en Cesena, a orillas del Adriático.


Los habitantes se habían opuesto a sus mercenarios, que violaron a sus mujeres y ejecutaron a algunos de los culpables. Después de parlamentar con las autoridades locales, les convenció para que depusieran las armas. Luego, envió un ejército mixto de ingleses y bretones que mataron a los ocho mil habitantes, incluyendo a los niños.Dos papas, tres papasEn octubre de 1389, Urbano, el papa que nadie deseaba, realizó el único acto amistoso de su vida: falleció. Los catorce cardenales que no se movieron de Roma eligieron a su sustituto, Bonifacio IX, un homicida y, probablemente, el mayor simoniaco de la historia. Vendió todo lo imaginable al mejor postor; de esta manera, Alemania y Francia fueron invadidas por una muchedumbre de clérigos italianos con el agravante de que, tratándose a menudo de soldados licenciados, eran incapaces de hablar en el idioma del país. Los hermanos, sobrinos y en especial la madre de Bonifacio se beneficiaron de sus dádivas. Nadie, se dijo, consiguió más dinero con las canonizaciones de los santos. Nunca puso su nombre en documento alguno sin alargar de inmediato la mano y solicitar: «Un ducado». Lo único que no cargó en cuenta fue la excomunión de Clemente de Avignon.


Clemente le devolvió el cumplido.Y así continuó la historia. En cuanto moría un papa o un antipapa, en lugar de detenerse, los cardenales de los grupos respectivos nombraban un sucesor. ¿Qué son los cardenales sin un papa de su clan?Para entonces, la cristiandad ya estaba ahita. ¿Quién, pese a todo, deseaba comprar un obispado o una abadía a un pontífice que resultaba ser un impostor? ¿Qué ocurre si una indulgencia de elevado coste, o la autentificación de reliquias del Salvador como su prepucio o su ombligo, no valen ni el valor del pergamino en las que están escritas? Incluso en el cielo había confusión. Batiendo todo un récord, Brígida de Suecia tuvo que ser canonizada tres veces consecutivas, para asegurarse por completo de su santidad.Por otra parte, el cisma era un mal negocio. Banqueros sin entrañas oraban con fervor para que concluyese. Toda la vida del imperio se había quebrantado. Llegado el momento, ¿quién coronaría al próximo emperador?Por fin, en las universidades se planteó la sugerencia de que, puesto que la unidad eclesial era una prioridad de mayor rango que el papado y ya que Cristo y no el romano pontífice era, en última instancia, la cabeza de la Iglesia, lo mejor sería prescindir de ambos papas.


Algunos historiadores indicaron al emperador que depusiera a los dos pontífices basándose en el inequívoco argumento de que muchos emperadores así lo habían hecho en el pasado; además, la intervención imperial sería aceptada por todo el mundo. A pesar de esto, desde los tiempos del niño-papa en el siglo XI, el pontificado había afianzado progresivamente su poder hasta considerarse por encima de cualquier emperador. Y, en aquel momento, a pesar de la confusión, uno de los papas era auténtico. Y ¿si el emperador deponía al que no debiera? ¿No sería como si se echase la Biblia de la Iglesia para sustituirla por el Corán? Cualquier concilio que se convocase se encontraría ante un dilema parecido. Si se reunía un concilio para deponer ambos pretendientes, una de las dos deposiciones no sería válida, pero ¿cuál de ellas? Otro problema estribaba en que los juristas de aquel tiempo afirmaban que solamente el papa —el auténtico— tenía autoridad para convocar un concilio.La catastrófica situación de la Iglesia pedía a gritos una solución, la que fuese, pese a la incertidumbre canónica.

En 1409 se convocó un concilio en la hermosa ciudad amurallada de Pisa, cuya torre, al igual que la Iglesia, empezaba a ladearse.En el Duomo, construido en mármol listado blanco y negro y ante la presencia del majestuoso Cristo de Cimbaue, se reunieron los padres mitrados. Con toda solemnidad decretaron que los papas contendientes, Gregorio XII de Roma y Benedicto XIII de Avignon, eran heréticos y cismáticos. Fue una decisión inteligente; los papas que incurrían en herejía en cierto sentido se deponían ellos mismos.A mediados de junio eligieron como sustituto al cardenal Filargi, de Milán, un franciscano septuagenario, devoto y desdentado, de incierta prosapia y que había hecho voto de pobreza. Destacaba por tres defectos que no podían ocultarse: aunque diminuto y enjuto, se pasaba la mitad del día ante la mesa de comer; mantenía un palacio con una servidumbre de cuatrocientas personas, todas del sexo femenino y con uniforme apropiado; distribuía salarios con tal liberalidad que hasta los cardenales llegaron a asombrarse.Filargi aceptó el nombre de Alejandro V. Al redoble de las campanas, recorrió las calles de Pisa con su atuendo pontifical, desde las zapatillas rojas hasta la tiara, montado sobre una muía blanca.Los prelados le vitorearon, aliviados. Tras treinta años desconcertantes, el Gran Cisma había concluido.Pero Gregorio y Benedicto no estuvieron de acuerdo, por lo que el mundo se despertó una mañana con una noticia: ayer sólo había dos papas; hoy, tenemos tres.Un bromista sugirió que se dividiese la triple tiara desde el momento en que había tres cabezas donde ponerla. Una nueva versión del Credo ganó popularidad: «Creo en las tres santas Iglesias católicas». Durante generaciones, los creyentes se habían acostumbrado al interregno pontificio, períodos de dos y hasta tres años en que no había papas porque los cardenales no se habían puesto de acuerdo. La situación presente era la peor de todas.La única certeza que podía surgir de Pisa habría sido que la persona elegida no era papa. Lo que siguió fue un espectáculo nunca visto antes: tres papas infalibles, todos ellos reivindicando la suprema autoridad sobre la Iglesia, cada uno excomulgando solemnemente a los otros dos, todos amenazando con convocar un concilio favorable a sus intereses en lugares diferentes.Las dramatis personae de este teatro del absurdo eran las siguientes:1. Angelo Corrario, Gregorio XII, un veneciano cercano a los noventa años, con muchos «sobrinos», en la línea directa del irascible Urbano VI. Fue elegido por los cardenales de obediencia romana debido, como decía sin empacho el cardenal de Florencia, «a que siendo de avanzada edad y demasiado caduco no podía ser corrompido». Otro error fatal. La primera acción del anciano pontífice fue empeñar la tiara por seis mil florines para pagar sus deudas de juego. Se fue a Rímini. Desde allí, vendió en Roma todos los bienes muebles y otros que no lo eran, como la misma ciudad, al rey de Napóles.2. Pedro de Luna, un español histérico, representante de la renovada obediencia aviñonesa. Es el que contaba menos. Abandonado por el rey de Francia y por todos a excepción de tres cardenales, pronto regresaría a su España natal donde siguió insistiendo hasta el final en que era el auténtico papa y prácticamente excomulgó a toda la Iglesia.3. Baldassare Cossa, Juan XXIII. Alejandro V había fallecido hacía apenas diez meses y Cossa, pontífice suave, cautivador, pero despiadado, representaba ahora la obediencia pisana. Se rumoreaba que nunca había confesado sus pecados o recibido sacramento alguno. Tampoco creía en la inmortalidad del alma o en la resurrección de los muertos. Algunos dudaban sobre si creía en Dios.Era conocido por su pasado de antiguo pirata, envenenador de papas (desgraciado Filargi), homicida múltiple, fornicador en serie particular, con predilección por las monjas, en realidad, adúltero a una escala desconocida, simoníaco par excellence, chantajista, proxeneta y maestro en maniobras sucias.En el momento de ser elegido, en Bolonia, Cossa sólo era diácono. Ordenado sacerdote en un día, fue coronado papa al día siguiente.Este embaucador fue admitido por la mayoría de los católicos como el soberano que defendería la unión de la Iglesia gracias a su férrea fe. Cuando el otro papa Juan XXIII fue elegido en 1958, rápidamente varias catedrales hicieron desaparecer de sus nóminas pontificias el Juan XXIII del siglo XV.Un concilio embarazosoLa suerte de Cossa cambió cuando Segismundo, emperador electo, consiguió obligarle a convocar un concilio para «reducir el número de papas de conformidad con el Evangelio». Debía reunirse en la ciudad amurallada de Constanza, al sur de Alemania, en la frontera con Suiza. En pocos meses, su población aumentaría de seis mil a dieciséis mil habitantes y más tarde se duplicaría.Cuando el clero se congregaba en gran número, la prudencia aconsejaba elegir una localidad cercana al agua —lago o río— para deshacerse de los cadáveres.


El lago de Constanza acogió más de quinientos mientras duraron las sesiones del concilio; también el Rin ocultó muchos secretos. Otro requisito era que el lugar de reunión fuese suficientemente espacioso para dar acomodo al gran número de prostitutas que, por experiencia, sabía que los requerimientos del clero eran más urgentes que los de los militares y pagaba precios más interesantes. En los momentos culminantes del concilio, se calcularon en doce mil las rameras presentes en Constanza, que prestaban sus servicios a todas horas del día.El día de Todos los Santos de 1414, Juan XXIII, pirata afectado de reumatismo, de cuarenta y ocho años de edad, revestido de oro, ofició la misa y pronunció el sermón de la inauguración oficial del concilio general. Fue una asamblea muy concurrida, a la que acudieron trescientos obispos y trescientos teólogos de primera línea, además de los cardenales de las tres obediencias.Huss, rector de la Universidad de Praga, a quien Segismundo había concedido un salvoconducto, fue arrestado inmediatamente por orden de Cossa y encarcelado. Fue una advertencia para todos, en particular para el papa Benedicto (llamado Benefictus, es decir, «Paparrucha») y el papa Gregorio (llamado Errorius, es decir, «Errata»).Juan XXIII se había arriesgado al cruzar los Alpes y entrar en territorio imperial, pero contaba con los votos suficientes como para sentirse seguro. En aquel momento, al igual que en otras ocasiones, había más obispos italianos que de todas las otras nacionalidades juntas. Pero el fracaso de sus esperanzas se concretó cuando el concilio decidió votar no individualmente sino por naciones. Su mayoría desapareció al instante y descubrió que eran tres a uno en su contra. A primera hora de la mañana de Navidad, llegó Segismundo y le ordenó que renunciara.Cossa adivinó de inmediato el contenido de su auto de procesamiento, un extenso catálogo de sus fechorías redactado con maligna precisión. Las «madames» que regían todos los prostíbulos de la cristiandad deberían de haber testificado en su contra. Cuando llegaron a sus oídos las exigencias, sobre todo de los ingleses, que debía ser quemado y lo que debería hacerse con él, aceptó renunciar con tal que los otros papas hiciesen lo mismo. Acto seguido, disfrazándose de palafrenero, abandonó Constanza al anochecer. Sin papa no había concilio, debió de pensar. En el grupo de cardenales que se unió a él en su escondite de Schaffhausen, a cincuenta kilómetros de distancia, se encontraba Oddo Colonna. Un destacamento de guardias imperiales le obligó a regresar para hacer frente a la situación.Entretanto, el concilio había asumido toda la autoridad. En su cuarta y quinta sesiones pergeñó una declaración unánime de fe que ha obsesionado a la Iglesia católica desde entonces.El santo Concilio de Constanza... declara, primero, que está legalmente constituido bajo la advocación del Espíritu Santo, que está establecido como concilio general representando a la Iglesia católica y, por lo tanto, recibe la autoridad inmediata de Cristo; todos los creyentes de cualquier rango y condición, incluyendo el papa, están obligados a obedecer al concilio en materia de fe, dando por finalizado el cisma y comenzando la reforma de la Iglesia de Dios en su cabeza y en sus miembros. Eneas Sylvius, que un día sería el papa Pío II, escribió: «Apenas nadie duda que el concilio está por encima del papa». ¿Por qué habría de dudarlo alguien? La antigua doctrina de la Iglesia indica que el concilio general tiene la supremacía en cuestiones de fe y disciplina. En base a esta doctrina, más de un papa fue condenado por hereje en los concilios.Las consecuencias de Constanza fueron importantes. Si el papa está obligado a obedecer a la Iglesia en materia de fe, no puede consentir sin la Iglesia en ser infalible. De hecho, cuando habla con independencia del concilio, el papa puede errar en cuestiones de fe. Esta doctrina fue relegada por los papas medievales como Gregorio VII e Inocencio III por motivos dudosos.Una vez el concilio hubo afirmado su autoridad sobre el papa, procedió a ejercerla para deponer en primer lugar a Benedicto, quien ya había huido a Peñíscola.


El siguiente era Juan XXIII. Estaba resuelto a no renunciar. Los padres del concilio convinieron en que él era el papa legítimo, pero la Iglesia era más importante que el papado. Los cargos que se habían presentado contra él fueron reducidos de cincuenta y cuatro a cinco. Tal como observa Gibbon en The Decline and Fall: «Los cargos más escandalosos se suprimieron; el vicario de Cristo sólo fue acusado de piratería, homicidio, violación, sodomía e incesto». Era un hecho bien conocido que, desde que se había convertido en vicario de Cristo, el único ejercicio que había practicado había sido la cama. Es significativo que Juan XXIII fuera absuelto del cargo de herejía, probablemente porque nunca demostró suficiente interés por la religión como para ser señalado como heterodoxo. Hasta ese momento, la única acusación considerada suficientemente grave para deponer a un pontífice era la herejía. Cossa fue depuesto porque no se había comportado como debía hacerlo un papa.El 29 de mayo de 1415, los sellos pontificios de Juan XXIII fueron solemnemente quebrados con martillo. Pero un ex papa, como un ex presidente, tiene derecho a cierto trato respetuoso. A pesar de su heroica promiscuidad, sólo fue condenado a tres años de encarcelamiento.


Huss, valeroso, casto, incorruptible, severo adversario de la simonía y del concubinato clerical, tuvo un destino peor. Después de negarle toda defensa legal, procesado por cargos irreales, interrogado por dominicos que no habían leído sus libros ni siquiera en traducción, fue sentenciado a la última pena. Tocado con un alto gorro en el que tres diablillos oscilaban al viento, escoltado por los soldados del conde del Palatinado, fue sacado de la prisión una soleada mañana estival de 1415. Prácticamente toda la ciudad siguió la procesión que inició su andadura en el otro lado del cementrerio, donde se había hecho una fogata con los libros de Huss, y siguió hasta una verde y risueña pradería. Oró por sus perseguidores mientras se encendía la hoguera. Se le oyó decir tres veces consecutivas: «Cristo, tú que eres hijo del Dios viviente, ten piedad de mí», antes de que las llamas avivadas por el viento llegasen a su rostro. Sus labios siguieron articulando algunas oraciones hasta que expiró sin un gemido. Para evitar que fuese honrado como un mártir, sus cenizas fueron esparcidas en el Rin. Obviamente, era más pecaminoso afirmar, como lo hicieran Huss y el Nuevo Testamento, que, tras la consagración, a la Eucaristía debía seguir llamándosela «pan», que ser un codicioso, homicida e incestuoso papa que engañó a la Iglesia en casi todo.Finalmente,


Gregorio XII, ya nonagenario y hastiado, convocó al concilio que había estado en sesión permanente desde hacía meses, y ofreció su renuncia. Cumplimentadas estas formalidades, se prescindió de los tres papas. La cristiandad podía volver a respirar.Segismundo, aunque era igual de libertino, estaba empeñado en reformar la Iglesia antes de que fuera elegido un nuevo pontífice, convencido de que nunca podría confiarse en un papa para reformar la Iglesia. Durante siglos, arguyó, el papado no ha estado a la altura de esta tarea. En aquel tiempo, los clérigos castos eran tan escasos que los que no tenían una mujer eran acusados de practicar vicios menos honrosos.Por desventura, Segismundo no disfrutaba del apoyo del rey de Francia, como tampoco del de Enrique V de Inglaterra, henchido de presunción por su reciente victoria en Agincourt.El cardenal Oddo Colonna, que ya había mostrado su fidelidad a Juan XXIII cuando éste huyó a Schaffhausen, fue elegido sin demora y optó por el nombre de Martín V. Con poco más de cincuenta años, Colonna era un eclesiástico de nacimiento y educación, hijo de uno de los cardenales de Urbano VI, Agapito Colonna.


La Iglesia volvía a tener un único papa. No había muchas esperanzas de potenciar la reforma, aunque se hubiese reflexionado mucho en la forma de reconducir al clero.Dos días después de su elección, el diácono Colonna fue ordenado sacerdote. Era el 13 de noviembre de 1417. Al día siguiente fue consagrado obispo. Una semana después, ya coronado pontífice, extendería sus pies bajo el altar para que fueran besados antes de mostrarse en público montado a caballo. Segismundo y Federico de Brandenburgo llevaron las bridas de su cabalgadura de un lado para otro.Como Juan XXIII, el único objetivo de Martín era escapar del fausto de Constanza. No tenía ningún interés en reformar la curia o el papado. En efecto, cuando Cossa fue liberado de su cómoda prisión de Heildelberg y se traladó a Florencia, Martín rehabilitó a este confeso homicida y violador, confiándole el obispado de Frascati y nombrándole cardenal deTusculum.La ansiedad de Martín por encontrar una solución rápida era comprensible. El mayor concilio que jamás se convocara en Occidente había decretado que los concilios generales recibían su autoridad directamente de Cristo. Todos, incluido el papa, estaban sometidos a ellos en cuestiones de fe, en la cicatrización del cisma y en la reforma eclesial. Lo que hacía especialmente delicada su posición era la aceptación unánime de estas cuestiones. Como cardenal, Colonna había votado a favor. Pero la historia enseña que, de forma inexorable, el papado transforma al hombre tan pronto como asciende al solio. Deseaba regresar a Roma donde afirmaría su superioridad sobre el concilio. En otras palabras, quería refutar las mismas bases de su elección. El problema se resumía en que si el papa ocupaba una posición superior en la Iglesia, no era él sino Juan XXIII el sumo pontífice.Esta tensión tardaría otros cuatrocientos cincuenta años en resolverse.


Finalmente, el Concilio Vaticano I declaró que era necesario para la salvación creer en la supremacía e infalibilidad pontificia. El precio de la resolución fue muy alto. El Vaticano I contradecía todo lo expuesto en los concilios previos de la Iglesia y que se había concretado en Constanza. Por ejemplo, con arreglo al Vaticano I, cuando un papa explica ex cathedra, sus definiciones «son irreformables por ellas mismas y no por el consentimiento de la Iglesia». En Constanza se dijo que el papa «está obligado a obedecerle [al concilio] en cuestiones de fe». Por ello, Tomás More, el seglar mejor informado de su tiempo, escribió en 1534 a Tomás Cromweil diciéndole que si bien creía que la primacía de Roma estaba instituida por Dios, «sin embargo, nunca pensé que el papa estuviese por encima del concilio».¿Qué hubiese ocurrido si el dogma del absolutismo pontificio del Vaticano I hubiera existido antes de Constanza? En este caso, Constanza no se hubiera considerado competente para deponer un papa y la Iglesia podría haber perdurado sumergida en un pontificado trinitario durante siglos. Solamente negando sin más lo que se convertiría en dogma central del catolicismo pudo el concilio general de Constanza salvar a la Iglesia.Rumores de tormentaEn realidad, la Iglesia no se salvó en Constanza.


El concilio se disolvió sin aplicar una sola reforma importante. Pocas semanas después del retorno a Roma, Martín V impartió sus bendiciones al sistema curial que había colocado la Iglesia a sus pies en primer lugar.Una sensación de desespero se abrió paso en la cristiandad. Durante el siglo X, gracias a sus papas adolescentes, adúlteros y homicidas, el papado fue un fenómeno local. La cabeza de una poderosa familia romana coloca en el trono a su amado hijo adolescente; el muchacho se aprovecha de la ocasión durante unos meses o años frenéticos y cae en la emboscada de los miembros de una familia rival cuya hora había sonado.Pero, desde el siglo XI, Gregorio VII había puesto su sello sobre el pontificado. Creció en dimensiones y prestigios. Tuvo la posibilidad de fiscalizar a toda la Iglesia, desde el más modesto cura de aldea hasta el más poderoso arzobispo. Emergió la más sorprendente corrupción que la cristiandad jamás había visto o pudo imaginar.

Comenzó por la cima. En el cónclave, el papado fue subastado al mejor postor con independencia de la valía del candidato. Un historiador del siglo XIX, T. A. Trollope, en su obra The Papal Conclaves (1876), opina:«Pocas elecciones pontificias, si las hubo, no fueron manchadas por prácticas simoníacas... En conjunto, la invención del colegio cardenalicio, tal vez, ha sido la más fértil fuente de corrupción de la Iglesia». Muchos cardenales llegaron a Roma para asistir al cónclave, acompañados de sus banqueros. Se llevaron con ellos sus objetos de valor, especialmente su vajilla de plata; el papa electo tenía que padecer, de forma invariable, el saqueo de su palacio por parte del pueblo romano que incluso se llevaba puertas y ventanas.Rara vez se elegía a un cardenal por sus servicios a la religión. Los cardenales debían su posición a la deshonestidad y la intriga. En la época renacentista casi todos tenían «compañeras femeninas». Una vez seleccionado entre tales hombres, el nuevo papa, disponiendo de nuevos recursos, no perdía el tiempo en beneficiar a sus familiares —hijos, sobrinos, sobrino-nietos— sin rubor, siguiendo el dicho italiano: «Bisognafar' per lafamiglia» («Hay que procurar para la familia»). El tiempo era esencial, ya que el papado no era hereditario y quizá dispondrían de unos pocos meses o años para dejar bien asentada toda una dinastía. De ahí que tantos pontífices, tan pronto como recibían la tiara, miraban a su alrededor buscando el modo de llenarse los bolsillos.


Un buen ejemplo de ello fue el viudo papa Clemente IV, en el siglo XIII. Enajenó millones de italianos meridionales a Carlos de Anjou a cambio de un tributo anual de ochocientas onzas de oro. Según los términos del contrato, si el duque se demoraba en el pago, sería objeto de excomunión. Si reincidía en los atrasos, todos sus territorios caerían bajo un decreto de interdicto. No se consideraba pecaminoso que un papa privase de la celebración de la misa y la administración de los sacramentos a regiones enteras simplemente porque los príncipes no le pagasen lo acordado.Los cardenales tenían palacios inmensos e incontables servidores. Un edecán de cardenal comentó que nunca había ido a ver a un cardenal que no estuviese contando sus monedas de oro.La curia estaba constituida por personas que habían comprado el cargo y andaban desesperadas por recuperar el enorme desembolso que ello había supuesto. Todos los cargos de cada departamento tenían su precio. A diario, estos cortesanos mostraban su poder recurriendo a las amenazas de terribles sanciones. Podían excomulgar a cualquiera. Obispos y arzobispos temblaban ante ellos.Fue la curia la que fijó la tarifa de la simonía.


Cada sede, abadía o parroquia, cada indulgencia estaba tarifada. El palio, la faja de lana con cruces bordadas en seda negra de cinco centímetros de anchura tenían un precio que todo obispo había de pagar. Durante años, estos modestos accesorios de lana proporcionaron millones de florines de oro a las arcas papales; por ello, en 1432, el Concilio de Basilea lo llamaría «la es tratagema más usuraria que jamás ideara el papado». En el curso del siglo XVI, en Alemania, diócesis enteras eran arrendadas a banqueros como los Fugger y entraban a formar parte del patrimonio de compañías por acciones que revendían al mejor postor los beneficios eclesiásticos.Las dispensas eran otra fuente de ingresos papales. Se promulgaban severas leyes de imposible cumplimiento para que la curia pudiera enriquecerse con la venta de dispensas. Se exigía el pago de la dispensa del ayuno durante la Cuaresma. También había que pagar por permitir que un monje anciano o enfermo permaneciese en cama en lugar de levantarse por la noche para recitar los oficios. El matrimonio era una próvida fuente de ingresos muy particular. Se alegaba la existencia de consanguinidad entre cónyuges que nunca se imaginaron haber sido parientes. La dispensa por consanguinidad para contraer matrimonio se cifraba en un millón de florines de oro por año.


Durante el Renacimiento, se daba por hecho que las altas jerarquías eclesiásticas disponían de las más hermosas mujeres y diócesis enteras vivían en régimen de concubinato clerical. En opinión de la curia, el clero romano era el peor de todos. Nada de ello producía sorpresa. Cargos y beneficios eran comprados y vendidos como si se tratara de otra mercancía. El clero no estaba preparado para la autodisciplina. Simplemente, quería una sinecura y una cómoda existencia. Muchos sacerdotes no sabían leer ni escribir; ante el altar farfullaban de forma ininteligible, puesto que no eran capaces de repetir como loros su latín. En aquella época, el peor insulto que se podía dedicar a un seglar era llamarle cura.Tras el concilio de Constanza, surgieron protestas en todos lados. El mismo Martín V reconocía que muchos cenobios eran antros de perdición. Obispos, universidades, monasterios, protestaban reclamando un concilio para que reformase todos los abusos. La curia, que quiso pasarse de lista en Constanza pero no obtuvo ningún apoyo, convenció al papa de que un concilio no sería lo mejor para sus intereses.Sin embargo, en Constanza se había tomado la solemne decisión de convocar un concilio en un plazo de diez años; además, a partir de entonces se convocarían nuevas sesiones conciliares a intervalos de tiempo regular.


A pesar de los esfuerzos de la curia para desvirtuarlo, en 1432 se convocó un concilio en Basilea. Los obispos demostraron tomárselo con la mayor seriedad.De ahora en adelante, todos los nombramientos eclesiásticos se harán de acuerdo con los cánones de la Iglesia; cualquier forma de simonía será rechazada. De ahora en adelante, todos los clérigos, tanto si son del más elevado rango como del más bajo, deberán repudiar sus concubinas y cualquiera que, en el plazo de dos meses de la promulgación de este decreto, hiciese caso omiso de lo que ordena, será apartado de sus funciones, aunque fuera obispo de Roma. De ahora en adelante, la administración eclesial de cada país cesará de depender del arbitrio pontificio... Los abusos del interdicto y el anatema por parte de los papas habrán de cesar... De ahora en adelante,» la curia romana, es decir, los papas no exigirán ni recibirán emolumentos por sus funciones eclesiásticas. De ahora en adelante, un papa no deberá pensar en sus tesoros mundanos, sino sólo en los del otro mundo venidero.Era demasiado crudo. El pontífice reinante, Eugenio IV, reunió su propio concilio en Florencia.


El papa calificó a Basilea como una tumultuosa reunión de pordioseros, una vulgar asamblea de individuos procedentes de la más baja escoria del clero, de apóstatas, de rebeldes blasfemos, de hombres reos de sacrilegio, de pajareros, de hombres que, sin excepción, lo único que merecían era ser arrojados de nuevo al infierno de donde habían salido.El papado había desperdiciado su oportunidad. No habría ninguna más. El mismo siglo que viera a Eugenio IV censurando los mejores esfuerzos de Basilea para realizar la reforma, se cerraría con el papa que, más que nadie, procedía del infierno: Alejandro Borgia.

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