Bienvenido a mi página Weblog
Please Audios
Personas ajenas a la administración del Blog enlazan pornografía al sitio, esperamos se pueda hacer algo al respecto por parte de Blogger o Google. Gracias , Dios les Bendiga por ello.

.

Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

.

Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la falsa doctrina de Antonio Günther


[Del Breve Eximiam tuam al Cardenal de Geissel, arzobispo de Colonia, de 15 de junio de 1857]
...Y, en efecto, no sin dolor nos damos perfectamente cuenta que en esas obras domina ampliamente el sistema del racionalismo, erróneo y perniciosísimo, y muchas veces condenado por esta Sede Apostólica; y también sabemos que en los mismos libros se leen, entre otras, no pocas cosas que se desvían en no pequeña medida de la fe católica y de la genuina explicación de la unidad de la divina Sustancia en tres Personas distintas y sempiternas. Averiguado tenemos igualmente que no es mejor ni más exacto lo que se enseña del misterio del Verbo encarnado y de la unidad de la persona divina del Verbo en dos naturalezas divina y humana. Sabemos que en los mismos libros se hiere el sentir y la enseñanza católica acerca del hombre, el cual de tal modo se compone únicamente de cuerpo y alma, que el alma (que es racional), es por si verdadera e inmediata forma del cuerpo. Tampoco ignoramos que en los mismos libros se enseñan y establecen cosas que se oponen claramente a la doctrina católica sobre la libertad de Dios, libre de toda necesidad en la creación de las cosas.
Hay también que reprobar y condenar con la mayor energía el hecho de que en los libros de Günther se atribuya temerariamente el derecho de magisterio a la razón humana y a la filosofía que en las materias de religión no deben en absoluto mandar, sino servir, y se perturban, por ende, todas aquellas cosas que han de permanecer firmísimas, ora sobre la distinción entre la ciencia y la fe, ora sobre la perenne inmutabilidad de la fe, que es siempre una y la misma, mientras la filosofía y las enseñanzas humanas ni siempre son consecuentes consigo mismas ni se ven libres de múltiple variedad de errores.
Añádese que tampoco los Santos Padres son tenidos en aquella reverencia que prescriben los cánones de los Concilios y que absolutamente merecen las más espléndidas lumbreras de la Iglesia; ni se abstiene el autor de aquellos dicterios contra las escuelas católicas que nuestro predecesor Pío Vl, de feliz memoria, condenó solemnemente [v. 1576].
Tampoco pasaremos en silencio que en los libros güntherianos se viola de modo extremo la sana forma de hablar, como si fuera lícito olvidarse de las palabras del Apóstol Pablo [2 Tim. 1, 13] o de éstas en que gravísimamente nos advierte Agustín: “Es menester que hablemos conforme a regla cierta, no sea que la licencia en las palabras engendre también impía opinión sobre las cosas que con las palabras son significadas” [V, 1714 a].
PIO IX 1846-1878

Errores de los ontologistas


[Según el decreto del S. Oficio de 18 de septiembre de 1861, no pueden enseñarse con seguridad]
1. El conocimiento inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al entendimiento humano, de suerte que sin él nada puede conocer: como que es la misma luz intelectual.
2. Aquel ser que en todo y sin el cual nada entendemos es el Ser divino.
3. Los universales considerados objetivamente, no se distinguen realmente de Dios.
4. La congénita noticia de Dios como ser simpliciter, envuelve de modo eminente todo otro conocimiento, de suerte que por ella tenemos conocido implícitamente todo ser bajo cualquier aspecto que sea conocible.
5. Todas las demás ideas no son sino modificaciones de la idea por la que Dios es entendido como ser simpliciter.
6. Las cosas creadas están en Dios como la parte en el todo, no ciertamente en el todo formal, sino en el todo infinito, simplicísimo, que pone fuera de sí sus cuasipartes sin división ni disminución alguna de sí.
7. La creación puede explicarse de la siguiente manera: Dios, por el acto especial mismo con que se entiende y quiere a sí mismo como distinto de una criatura determinada, v. gr., el hombre, produce la criatura.
PIO IX 1846-1878

De la falsa libertad de la ciencia (contra Jacobo Frohschammer)


[De la Carta Gravísimas inter, al arzobispo de Munich-Frisinga, de 11 de diciembre de 1862]
Entre las gravísimas amarguras con que de todas partes nos sentimos oprimidos en tan grande perturbación e impiedad de los tiempos, nos dolemos vehementemente al saber que en varias regiones de Alemania se hallan hombres, aun entre los católicos, que, al enseñar la sagrada teología y la filosofía, no dudan en modo alguno en introducir una libertad de enseñar y escribir inaudita hasta ahora en la Iglesia ni en profesar pública y abiertamente opiniones nuevas y de todo punto reprobables, que diseminan entre el vulgo.
De ahí, Venerable Hermano, que sentimos tristeza no leve, cuando a Nos llegó la infaustísima nueva de que el presbítero Jacobo Frohschammer, maestro de filosofía en esa Universidad de Múnich, emplea más que nadie semejante licencia de enseñar y escribir, y defiende en sus obras publicadas perniciosísimos errores. Así, pues, sin tardanza ninguna, mandamos a nuestra Congregación, encargada de la censura de los libros, que cuidadosamente y con la mayor diligencia examinara los principales volúmenes que corren bajo el nombre del mismo presbítero Frohschammer, y nos informara de todo. Estos volúmenes escritos en alemán llevan por título: Introducción a la filosofía, De la libertad de la ciencia, Athenaeum, de los cuales el primero salió a luz ahí en Munich el año 1858, el segundo el año 1861, el tercero en el curso del presente año de 1862. Así, pues, la misma Congregación... juzgó que el autor no siente rectamente en muchos puntos y que su doctrina se aparta de la verdad católica.
Y esto principalmente por doble motivo: primero porque el autor atribuye a la razón humana tales fuerzas, que en manera alguna competen a la misma razón; y segundo, porque concede a la misma razón tal libertad de opinar de todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente quedan suprimidos los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma.
Porque este autor enseña en primer lugar que la filosofía, si se tiene su verdadera noción, no sólo puede percibir y entender aquellos dogmas cristianos que la razón natural tiene comunes con la fe (es decir, como objeto común de percepción); sino aquellos también que de modo más particular y propio constituyen la religión y fe cristianas; es decir, que el mismo fin sobrenatural del hombre y todo lo que a este fin se refiere, y el sacratísimo misterio de la Encarnación del Señor pertenecen al dominio de la razón y de la filosofía, y que la razón, dado este objeto, puede llegar a ellos científicamente por sus propios principios. Y si bien es cierto que el autor introduce alguna distinción entre unos y otros dogmas y atribuye estos últimos con menor derecho a la razón; sin embargo, clara y abiertamente enseña que también éstos se contienen entre los que constituyen la verdadera y propia materia de la ciencia o de la filosofía. Por lo cual, de la sentencia del mismo autor pudiera y debiera absolutamente concluirse que la razón, aun propuesto el objeto de la revelación, puede por sí misma, no ya por el principio de la divina autoridad, sino por sus mismos principios y fuerzas naturales, llegar a la ciencia o certeza incluso en los más ocultos misterios de la divina sabiduría y bondad, más aún, hasta en los de su libre voluntad. Cuán falsa y errónea sea esta doctrina del autor, nadie hay que no lo vea inmediatamente y llanamente lo sienta, por muy ligeramente instruído que esté en los rudimentos de la doctrina cristiana.
Porque si estos cultivadores de la filosofía defendieran los verdaderos y solos principios y derechos de la razón y de la disciplina filosófica, habría que rendirles alabanzas ciertamente debidas. Puesto que la verdadera y sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a la misma filosofía incumbe inquirir diligentemente la verdad, cultivar recta y cuidadosamente e ilustrar a la razón humana, que, si bien oscurecida por la culpa del primer hombre, no quedó en modo alguno extinguida; percibir, entender bien y promover el objeto de su conocimiento y muchísimas verdades, y demostrar, vindicar y defender por argumentos tomados de sus propios principios muchas de las qué también la fe propone para creer, como la existencia de Dios, su naturaleza y atributos, preparando de este modo el camino para que estos dogmas sean más rectamente mantenidos por la fe, y aun para que de algún modo puedan ser entendidos por la razón aquellos otros dogmas más recónditos que sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos. Esto debe tratar, en esto debe ocuparse la severa y pulquérrima ciencia de la verdadera filosofía. Si en alcanzar esto se esfuerzan los doctos varones en las universidades de Alemania, siguiendo la singular propensión de aquella ínclita nación para el cultivo de las más severas y graves disciplinas, Nos aprobamos y recomendamos su empeño, como quiera que convertirán en provecho y utilidad de las cosas sagradas lo que ellos encontraren para sus usos.
Mas lo que en este asunto, a la verdad gravísimo, jamás podemos tolerar es que todo se mezcle temerariamente y que la razón ocupe y perturbe aun aquellas cosas que pertenecen a la fe, siendo así que son certísimos y a todos bien conocidos los límites, más allá de los cuales jamás pasó la razón por propio derecho, ni es posible que pase. Y a tales dogmas se refieren de modo particular y muy claro todas aquellas cosas que miran a la elevación sobrenatural del hombre y a su sobrenatural comunicación con Dios y cuanto se sabe que para este fin ha sido revelado. Y a la verdad, como quiera que estos dogmas están por encima de la naturaleza, de ahí que no puedan ser alcanzados por la razón natural y los naturales principios. Nunca, en efecto, puede la razón hacerse idónea por sus naturales principios para tratar científicamente estos dogmas. Y si esos filósofos se atreven a afirmarlo temerariamente, sepan ciertamente que se apartan no de la opinión de cualesquiera doctores, sino de la común y jamás cambiada doctrina de la Iglesia.
Porque consta por las Divinas Letras y por la tradición de los Santos Padres, que la existencia de Dios y muchas otras verdades son conocidas con la luz natural de la razón aun para aquellos que todavía no han recibido la fe; mas aquellos dogmas más ocultos, sólo Dios los ha manifestado, al querer dar a conocer el misterio que estuvo escondido desde los siglos y las generaciones [Col. 1, 26], y ello por cierto de modo que después de que antaño en ocasiones varias y de muchos modos habló a los padres por los profetas, últimamente nos ha hablado a nosotros por su Hijo... por quien hizo también los siglos [Hebr. 1, 1 s]... Porque a Dios, nadie le vio jamás: El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, El mismo nos lo contó [Ioh. 1, 18]. Por eso el Apóstol, que atestigua que las gentes conocieron a Dios por las cosas creadas, al tratar de la gracia y de la verdad que fue hecha por Jesucristo [Ioh. 1,17], hablamos —dice—de la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está oculta... y que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido... A nosotros, empero, nos lo reveló Dios por medio de su Espíritu: Porque el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe lo que es del hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él? Por la misma manera, tampoco lo que es de Dios lo conoce nadie, sino el Espíritu de Dios [1 Cor. 2, 7 ss].
Siguiendo estos y otros casi innumerables oráculos divinos, al enseñar la doctrina de la Iglesia, los Santos Padres tuvieron continuamente cuidado de distinguir el conocimiento de las cosas divinas, que por la fuerza de la inteligencia natural es a todos común, de aquel conocimiento de las cosas que se recibe por la fe por medio del Espíritu Santo, y constantemente enseñaron que por ésta se nos revelan en Cristo aquellos misterios que no sólo transcienden la filosofía humana, sino la misma inteligencia natural de los ángeles, y que, aun después de ser conocidos por la revelación divina y recibidos por la fe misma, siguen, sin embargo, cubiertos por el sagrado velo de la misma fe y envueltos en oscura tiniebla, mientras peregrinamos en esta vida mortal lejos del Señor.
De todo esto se sigue en forma patente, ser totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia Católica la sentencia por la que el mismo Frohschammer no duda en afirmar que todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto de la ciencia natural o filosofía y que la razón humana, con sólo que esté histórica mente cultivada, si se proponen estos dogmas como objeto a la razón misma, por sus fuerzas y principios naturales, puede llegar a verdadera ciencia sobre todos los dogmas, aun los más recónditos [v. 1709].
Además, en los citados escritos del mismo autor, domina otra sentencia que manifiestamente se opone a la doctrina y sentir de la Iglesia Católica. Porque atribuye a la filosofía tal libertad, que no debe ya ser llamada libertad de la ciencia, sino reprobable e intolerable licencia de la filosofía. En efecto, establecida cierta distinción entre el filósofo y la filosofía, al filósofo atribuye el derecho y el deber de someterse a la autoridad que haya reconocido por verdadera; pero uno y otro se lo niega a la filosofía, de tal suerte que, sin tener para nada en cuenta la doctrina revelada, afirma que la filosofía no debe ni puede jamás someterse a la autoridad. Lo cual debería tolerarse y acaso admitirse, si se dijera sólo del derecho que tiene la filosofía, como también las demás ciencias, de usar de sus principios o métodos y de sus conclusiones, y si su libertad consistiera en usar de este su derecho, de suerte que nada admita en sí misma que no haya sido adquirido por ella con sus propias condiciones o fuere ajeno a la misma. Pero esta justa libertad de la filosofía debe conocer y sentir sus propios límites. Porque jamás será licito, no sólo al filósofo, sino a la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la revelación divina y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda por la razón de que no lo entiende, o no aceptar el juicio que la autoridad de la Iglesia determina proferir sobre alguna conclusión de la filosofía que hasta entonces era libre.
Añádese a esto que el mismo autor tan enérgica y temerariamente propugna la libertad o, por decir mejor, la desenfrenada licencia de la filosofía, que no se recata en modo alguno de afirmar que la Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar los errores de la misma filosofía y dejar que ella misma se corrija [v. 1711]; de donde resulta que también los filósofos participan necesariamente de esta libertad de la filosofía y que también ellos se ven libres de toda ley. ¿Quién no ve con cuanta vehemencia haya de ser rechazada, reprobada y absolutamente condenada semejante sentencia y doctrina de Frohschammer? Porque la Iglesia, por su divina institución, debe custodiar diligentísimamente íntegro e inviolado el depósito de la fe y vigilar continuamente con todo empeño por la salvación de las almas, y con sumo cuidado ha de apartar y eliminar todo aquello que pueda oponerse a la fe o de cualquier modo pueda poner en peligro la salud de las almas.
Por lo tanto, la Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino encomendada, tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren la integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que quiera ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el deber de no decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y retractarse de aquello de que la Iglesia le avisare. La sentencia, empero, que enseña lo contrario, decretamos y declaramos que es totalmente errónea, y en sumo grado injuriosa a la fe misma, a la Iglesia y a la autoridad de ésta.
PIO IX 1846-1878

Del indiferentismo


[De la Encíclica Quanto conficiamur moerore, a los obispos de Italia, de 10 de agosto de 1863]
Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación [v. 1717]. I,o que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación.
Lejos, sin embargo, de los hijos de la Iglesia Católica ser jamás en modo alguno enemigos de los que no nos están unidos por los vínculos de la misma fe y caridad; al contrario, si aquéllos son pobres o están enfermos o afligidos por cualesquiera otras miserias, esfuércense más bien en cumplir con ellos todos los deberes de la caridad cristiana y en ayudarlos siempre y, ante todo, pongan empeño por sacarlos de las tinieblas del error en que míseramente yacen y reducirlos a la verdad católica y a la madre amantísima, la Iglesia, que no cesa nunca de tenderles sus manos maternas y llamarlos nuevamente a su seno, a fin de que, fundados y firmes en la fe, esperanza y caridad y fructificando en toda obra buena [Col. 1, 10], consigan la eterna salvación.
PIO IX 1846-1878

De los congresos de teólogos en Alemania


[De la carta Tuas libenter, al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863]
... Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la obediencia debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído para guardar la integridad de toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos católicos, míseramente engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y chillan contra los Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v. 1712], y se exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica, que fue constituída por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.
Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores [v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica según el método de los mismos doctores y según los principios sancionados por el común sentir de todas las escuelas católicas; sino que exaltó también muy frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo baluarte de la fe y arma formidable contra sus enemigos...
A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes, que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron con seguridad cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias. Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana, circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del entendimiento divino que maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana. Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios principios conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus cultivadores católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una estrella conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos por ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o menor grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por Dios.
De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709]. A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer en sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.
Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si sólo se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la Iglesia. Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe.
Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y constante sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra especie.

PIO XIX 1846-1878

De la unicidad de la Iglesia



[De la Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra, de 16 de septiembre de 1864]
Se ha comunicado a la Santa Sede que algunos católicos y hasta varones eclesiásticos han dado su nombre a la sociedad para procurar, como dicen, la unidad de la cristiandad —erigida en Londres el año 1857— y que se han publicado ya varios artículos de revistas, firmados por católicos que aplauden a dicha sociedad o que se dicen compuestos por varones eclesiásticos que la recomiendan. Y a la verdad, qué tal sea la índole de esta sociedad y a qué fin tienda, fácilmente se entiende no sólo por los artículos de la revista que lleva por título The Union Review, sino por la misma hoja en que se invita e inscribe a los socios. En efecto, formada y dirigida por protestantes, está animada por el espíritu que expresamente profesa, a saber, que las tres comuniones cristianas: la romano-católica, la greco-cismática y la anglicana, aunque separadas y divididas entre sí, con igual derecho reivindican para si el nombre católico. La entrada, pues, a ella está abierta para todos, en cualquier lugar que vivieren, ora católicos, ora greco cismáticos, ora anglicanos, pero con esta condición: que a nadie sea lícito promover cuestión alguna sobre los varios capítulos de doctrina en que difieren, y cada uno pueda seguir tranquilamente su propia confesión religiosa. Mas a los socios todos, ella misma manda recitar preces y a los sacerdotes celebrar sacrificios según su intención, a saber: que las tres mencionadas comuniones cristianas, puesto que, según se supone, todas juntas constituyen ya la Iglesia Católica, se reúnan por fin un día para formar un solo cuerpo...
El fundamento en que la misma se apoya es tal que trastorna de arriba abajo la constitución divina de la Iglesia. Toda ella, en efecto, consiste en suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo consta parte de la Iglesia Romana difundida y propagada por todo el orbe, parte del cisma de Focio y de la herejía anglicana, para las que, al igual que para la Iglesia Romana, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [cf. Eph. 4, 5]... Nada ciertamente puede ser de más precio para un católico que arrancar de raíz los cismas y disensiones entre los cristianos, y que los cristianos todos sean solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3]... Mas que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de ningún modo tolerarse. La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas, de tal modo está unida con las otras, que no puede ser separada de ellas; de ahí que la que verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por la prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión apostólica. Así, pues, la Iglesia Católica es una con unidad conspicua y perfecta del orbe de la tierra y de todas las naciones, con aquella unidad por cierto de la que es principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad y más excelente principalía” del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de sus sucesores en la cátedra romana. Y no hay otra Iglesia Católica, sino la que, edificada sobre el único Pedro, se levanta por la unidad de la fe y la caridad en un solo cuerpo conexo y compacto [Eph. 4, 16].
Otra razón por que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense es que quienes a ella se unen favorecen el indiferentismo y causan escándalo.
PIO XIX 1846-1878

Del naturalismo, comunismo y socialismo


    [De la Encíclica Quanta cura, de 8 de diciembre de 1864]
Pero si bien no hemos dejado de proscribir y reprobar muchas veces estos importantísimos errores; sin embargo, la causa de la Iglesia Católica y la salud de las almas a Nos divinamente encomendada y hasta el bien de la misma sociedad humana nos piden imperiosamente que nuevamente excitemos vuestra solicitud pastoral para combatir otras depravadas opiniones que brotan, como de sus fuentes, de los mismos errores.
Estas falsas y perversas opiniones son tanto más de detestar cuanto principalmente apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su divino Fundador, debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20], no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos, y a destruir aquella mutua unión y concordia de designios entre el sacerdocio y el imperio, “que fue siempre fausta y saludable lo mismo a la religión que al Estado”. Porque bien sabéis, Venerables Hermanos, que hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que “la óptima organización del estado y progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las falsas religiones”. Y contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que “la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se le reconoce al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública.”
Partiendo de esta idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen favorecer la errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, calificada de “delirio” por nuestro antecesor Gregorio XVI, de feliz memoria, de que “la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan manifestar y declarar a cara descubierta y públicamente cualesquiera conceptos suyos, de palabra o por escrito o de cualquier otra forma”. Mas al sentar esa temeraria afirmación, no piensan ni consideran que están proclamando una libertad de perdición, y que “si siempre fuera libre discutir de las humanas persuasiones, nunca podrán faltar quienes se atrevan a oponerse a la verdad y a confiar en la locuacidad de la sabiduría humana (v. 1.: mundana); mas cuánto haya de evitar la fe y sabiduría cristiana esta donosísima vanidad, entiéndalo por la institución misma de nuestro Señor Jesucristo”.
Y porque apenas se ha retirado de la sociedad civil la religión y repudiado la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y se pierde hasta la genuina noción de justicia y derecho humano, y en lugar de la verdadera justicia y del legítimo derecho se sustituye la fuerza material; de ahí se ve claro por qué algunos, despreciados totalmente y dados de lado los más ciertos principios de la sana razón, se atreven a gritar que “la voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de otro modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano, y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que han sido consumados, tienen fuerza de derecho.” Mas ¿quién no ve y siente manifiestamente que la sociedad humana, suelta de los vínculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro fin que adquirir y acumular riquezas, ni seguir otra ley en sus acciones, sino ]a indómita concupiscencia del alma de servir sus propios placeres e intereses?
Esta es la razón por que tales hombres persiguen con odio realmente encarnizado a las órdenes religiosas, no obstante sus méritos relevantes para con la sociedad cristiana y civil y las letras, y se desgañitan gritando que no tienen razón legitima alguna de existir, aplaudiendo así las invenciones de los herejes. Porque, como muy sabiamente enseñaba nuestro predecesor Pío VI de feliz memoria, “la abolición de las órdenes regulares ofende al estado que públicamente profesa los consejos evangélicos, ofende aquel modo de vivir que la Iglesia recomienda como conforme a la doctrina apostólica, ofende a los mismos insignes fundadores que veneramos sobre los altares y que sólo por inspiración de Dios, instituyeron esas sociedades”.
Impíamente proclaman también que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad “de legar públicamente limosnas por causa de caridad cristiana”, así como que debe quitarse la ley, “por la que en determinados días se prohiben los trabajos serviles a causa del culto de Dios”, pretextando con suma falacia que dicha facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con eliminar la religión de la sociedad pública, quieren también alejarla de las familias privadas.
Porque es así que enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y del socialismo, afirman que “la sociedad doméstica o familia toma toda su razón de existir únicamente del derecho civil y que, por ende, de la ley civil solamente dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y ante todo el derecho de procurar su instrucción y educación.”
Con estas impías opiniones y maquinaciones lo que principalmente pretenden estos hombres felicísimos es eliminar totalmente la saludable doctrina e influencia de la Iglesia Católica en la instrucción y educación de la juventud, e inficionar y depravar míseramente las tiernas y flexibles almas de los jóvenes con toda suerte de perniciosos errores y vicios. A la verdad, cuantos se han empeñado en perturbar lo mismo la religión que el estado, trastornar el recto orden de la sociedad y hacer tabla rasa de los derechos humanos y divinos, dirigieron siempre todos sus criminales planes, sus esfuerzos y trabajos, a engañar y depravar sobre todo a la imprudente juventud, como antes indicamos, y en la corrupción de la misma juventud pusieron toda su esperanza. Por eso no cesan nunca de vejar por cualesquiera modos nefandos a uno y otro clero, del que como espléndidamente atestiguan los monumentos más ciertos de la historia, tantas y tan grandes ventajas han redundado a la religión, al estado y a las letras; y proclaman que el mismo clero, “como enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y de la civilización, debe ser apartado de todo cuidado e incumbencia en la instrucción y educación de la juventud”.
Otros, renovando los delirios de los innovadores (protestantes), perversos y tantas veces condenados, se atreven con insigne impudor a someter al arbitrio de la autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, que le fué concedida por Cristo Señor, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Sede acerca de las cosas que pertenecen al orden externo.
Y es así que en manera alguna se avergüenzan de afirmar que: “las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, si no son promulgadas por el poder civil; que las actas y decretos de los Romanos Pontífices relativos a la religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del consentimiento de la potestad civil; que las constituciones apostólicas con que se condenan las sociedades clandestinas —ora se exija, ora no se exija en ellas juramento de guardar secreto—, y se marcan con anatema sus seguidores y favorecedores, no tienen ninguna fuerza en aquellos países en que tales asociaciones se toleran por parte del gobierno civil; que la excomunión pronunciada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los que invaden y usurpan los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en la confusión del orden espiritual y del orden civil y político con el solo fin de alcanzar un bien mundano; que la Iglesia no debe decretar nada que obligue las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que no compete a la Iglesia el derecho de castigar con penas temporales a los violadores de sus leyes; que está conforme con la sagrada teología y con los principios de derecho público afirmar y vindicar para el gobierno civil la propiedad de los bienes que son poseídos por la Iglesia, por las órdenes religiosas y por otros lugares piadosos.”
Tampoco tienen vergüenza de profesar a cara descubierta y públicamente el axioma y principio de los herejes, del que nacen tantas perversas sentencias y errores. No cesan, en efecto, de decir que “la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil y que no puede mantenerse tal distinción e independencia, sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia derechos esenciales de la potestad civil.” Tampoco podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que, por no poder sufrir la sana doctrina [2 Tim. 4, 3], pretenden que “puede negarse asentimiento y obediencia, sin pecado ni detrimento alguno de la profesión católica, a aquellos juicios y decretos de la Sede Apostólica, cuyo objeto se declara mirar al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal de que no se toquen los dogmas de fe y costumbres.” Lo cual, cuán contrario sea al dogma católico sobre la plena potestad divinamente conferida por Cristo Señor al Romano Pontífice de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, nadie hay que clara y abiertamente no lo vea y entienda.
En medio, pues, de tan grande perversidad de depravadas opiniones, Nos, bien penetrados de nuestro deber apostólico y sobremanera solícitos de nuestra religión santísima, de la sana doctrina de la salud de las almas —a Nos divinamente encomendadas— así como del bien de la misma sociedad humana, hemos creído que debíamos levantar otra vez nuestra voz apostólica. Así, pues
todas y cada una de las depravadas opiniones y doctrinas que en estas nuestras Letras están particularmente mencionadas, por nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos, y queremos y mandamos que por todos los hijos de la Iglesia Católica sean tenidas absolutamente como reprobadas, proscritas y condenadas.
PIO IX 1846-1878

“Silabo” o colección de los errores modernos




[

Sacado de varias Alocuciones, Encíclicas y Cartas de Pío IX y publicado, juntamente con la                     Bula arriba alegada, Quanta cura el 8 de diciembre de 1864]
A. Indice de las Actas de Pío IX, de que fué extractado el Sílabo
1. Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (de ella proceden las proposiciones 4-7, 16, 40 y 63).
2. Alocución Quisque vestrum, de 4 de octubre de 1847 (prop. 63).
 3. Alocución Ubi primum, de 17 de diciembre de 1847 (prop. 16).
4. Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (prop. 40, 64 y 7B).
5. Carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (proposiciones 18 y 63).
6. Alocución Si semper antea, de 20 de mayo de 1850 (prop. 76).
7. Alocución ln consistoriali, de 1.° de noviembre de 1850 (prop. 43-45).
8. Condenación Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (prop. 15, 21
9. Condenaci6n Ad apostolicae, de 22 de agosto de 1851 (prop. 24, 25 34-36, 38, 41, 42, 65-67 y 69-75).
10. Alocución Quibus luctuosissimis, de 5 de septiembre de 1851 (proposición 45)
11. Lettera al Re di Sardegna, de 9 de septiembre de 1852 (prop. 73).
12. Alocución Acerbissimum, de 87 de septiembre de 1852 (prop. 31, 51, 53
13. Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (pr. 8, 17 y 19).
14. Alocución Probe memineritis, de 22 de enero de 1855 (prop. 53)
15. Alocución Cum saepe, de 26 de julio de 1855 (prop. 53)
16. Alocución Nemo vestrum, de 26 de julio de 1855 (prop. 77)
17. Carta Encíclica Singulari quidem, de 17 de marzo de 1856 (prop. 4 y 16).
18. Alocución Nunquam fore, de 15 de diciembre de 1856 (prop. 26, 28, 29, 31, 46, 50, 52, 70).
19 Carta Eximiam tuam al arzobispo de Colonia, de 15 de iunio de 1857 (prop. 14 NB.).
30. Letras apostólicas Cum catholica Ecclesia, de 26 de marzo de 1860 (prop. 63 y 76 NB.).
21. Carta Dolore haud mediocri, al obispo de Breslau, de 30 de abril de 1860 (prop. 14 NB).
22. Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (prop. 19, 62 y 76 NB).
23. Alocución Multis gravibusque, de 17 de diciembre de 1860 (prop. 37, 43 y 73).
24. Alocución lamdudum cernimus, de 18 de marzo de 1861 (prop. 37, 61, 76 NB y 80).
25. Alocución Meminit unusquisque, de 30 de septiembre de 1861 (prop. 20).
26. Alocución Maxima quidem, de 9 de junio de 1862 (prop. 1-7, 15, 19, 27 39, 44, 49, 56-60 y 76 NB.).
27. Carta Gravissimas inter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de dlciembre de 1862 (prop. 9-11).
28. Carta Encíclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 prop. 17 y 58).
29. Carta Encíclica Incredibili, de 17 de septiembre de 1863 (prop. 26).
30. Carta Tuas libenter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863 (prop. 9, 10, 12-14 22 y 33)
31. Carta Cum non sine al arzobispo de Friburgo, de 14 de julio de 1864 (prop. 47 y 48).
82. Carta Singularis Nobisque al obispo de Monreale, de 29 de septiembre de 1864 (prop. 32).
B. Sílabo 1
Comprende los principales errores de nuestra edad, que son notados en las Alocuciones consistoriales,     en las Encíclicas y en otras Letras apostólicas de N. SS. S. el papa Pío XII
§ I. Panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto
1. No existe ser divino alguno, supremo, sapientísimo y providentisimo, distinto de esta universidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la naturaleza, y, por tanto, sujeto a cambios y, en realidad, Dios se está haciendo en el hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la mismísima sustancia de Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo y, por ende, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto (26).
2. Debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo (26).
3. La razón humana, sin tener por nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de si misma y por sus fuerzas naturales basta para procurar el bien de los hombres y de los pueblos (26).
4. Todas las verdades de la religión derivan de la fuerza nativa de la razón humana; de ahí que la razón es la norma principal, por la que el hombre puede y debe alcanzar el conocimiento de las verdades de cualquier género que sean (1, 17 y 26).
5. La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso continuo e indefinido, en consonancia con el progreso de la razón humana (1 [cf. 1636] y 26).
6. La fe de Cristo se opone a la razón humana; y la revelación divina no sólo no aprovecha para nada, sino que daña a la perfección del hombre (1 [cf. 1636] y 26).
7. Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras, son ficciones de poetas; y los misterios de la fe cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas; y en los libros de uno y otro Testamento se contienen invenciones míticas, y el mismo Jesucristo es una ficción mítica (1 y 26).
§ II. Racionalismo moderado
8. Como quiera que la razón humana se equipara a la religión misma, las ciencias teológicas han de tratarse lo mismo que las filosóficas (18 [v. 1642]).
9. Todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto del corlocimiento natural, o sea, de la filosoffa; y la razón humana, con sólo que esté históricamente cultivada, puede llegar por sus fuerzas y principios naturales a una verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más recónditos, con tal de que estos dogmas le fueren propuestos como objeto a la misma razón (27 [cf. 1682] y 30).
10. Como una cosa es el filósofo y otra la filosofía, aquél tiene el derecho y el deber de someterse a la autoridad que hubiere reconocido por verdadera; pero la filosofia ni puede ni debe someterse a autoridad alguna (27 [v. 1673 y 1674] y 30).
11. La Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a si misma (27 [v. 1675]).
12. Los Decretos de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la ciencia (30 [v. 1679]).
13. El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teologia, no convienen a las necesidades de nuestros tiempos y al progreso de las ciencias (30 [v. 1680]).
14. La filosofía ha de tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural (30).
NB. Al racionalismo están vinculados en su mayor parte los errores de Antonio Gunther, que se condenan en la carta al cardenal arzobispo de Colonia Eximiam tuam, de 15 de junio de 1875 (19 [cf. 1655]) y en la carta al obispo de Breelau Dolore huud mediocri, de 90 de abril de 1860 (21).
§ III. Indiferentismo, latitudinarismo
15. Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera (8 y 26).
16. Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación (1, 3 y 17).
17. Por lo menos deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo (13 [v. 1646] y 28 [1677]).
18. El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede agradar a Dios (5).
§ IV. Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clérico-liberales
Estas pestilenciales doctrinas han sido muchas veces condenadas y con las más graves palabras, en la carta Enciclica Qui pluribus, de 9 de diciembre de 1846 (1); en la Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (5); en la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (13); en la carta Enciclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 (28).
§ V. Errores sobre la Iglesia y sus derechos
19. La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los limites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos derechos (12, 23 y 26).
20. La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil (25).
21. La Iglesia no tiene potestad para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia Católica es la única religi6n verdadera (8).
22. La obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicos, se limita sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe que todos han de creer (30 [v. 1683]).
23. Los romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los límites de su potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron hasta en la definici6n de materias sobre fe y costumbres (8).
24. La Iglesia no tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal, directa o indirecta (9).
25. Además del poder inherente al episcopado, se le ha atribuido otra potestad temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere (9).
26. La Iglesia no tiene derecho nativo y legitimo de adquirir y poseer (18 y 29).
27. Los ministros sagrados de la Iglesia y el Romano Pontífice deben ser absolutamente excluidos de toda administración y dominio de las cosas temporales (26).
28. No es licito a los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun las mismas Letras apostólicas (18).
29. Las gracias concedidas por el Romano Pontífice han de considerarse como unas, a no ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno (18).
30. La inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su origen en el derecho civil (8).
31. El fuero eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, sean éstas civiles o criminales, ha de suprimirse totalmente, aun sin consultar la Sede Apostólica y no obstante sus reclamaciones (12 y 18).
32. Sin violación alguna del derecho natural ni de la equidad, puede derogarse la inmunidad personal, por la que los clérigos están exentos del servicio militar y esta derogación la exige el progreso civil, sobre todo en una sociedad constituida en régimen liberal (32).
33. No pertenece únicamente a la potestad eclesiástica de jurisdicción, por derecho propio y nativo, dirigir la enseñanza de la teología (30).
34. La doctrina de los que comparan al Romano Pontífice a un príncipe libre y que ejerce su acción sobre toda la Iglesia, es una doctrina que prevaleció en la Edad Media (9).
35. No hay inconveniente, alguno en que, ora por sentencia de un Concilio universal o por hecho de todos los pueblos, el Sumo Pontificado sea trasladado del obispo y de la ciudad de Roma a otro obispo y ciudad (9).
36. Una definición de un Concilio nacional no admite ulterior discusión y el poder civil puede atenerse a ella en sus actos (9).
37. Pueden establecerse iglesias nacionales sustraídas y totalmente separadas de la autoridad del Romano Pontífice (23 y 24).
38. Las demasiadas arbitrariedades de los Romanos Pontífices contribuyeron a la división de la Iglesia en oriental y occidental (9).
§ VI. Errores sobre la sociedad civil, considerada ya en sí misma, ya en sus relaciones con la Iglesia
39. El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno (26).
40. La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana (1 [v. 1634] y 4).
41. A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu (9).
42. En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil (9).
43. El poder laico tiene autoridad para rescindir, declarar y anular —sin el consentimiento de la Sede Apostólica y hasta contra sus reclamaciones— los solemnes convenios (Concordatos) celebrados con aquélla sobre el uso de los derechas relativos a la inmunidad eclesiástica (7 y 23).
44. La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos (7 y 26).
45. El régimen total de las escuelas públicas en que se educa la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuido a la autoridad civil y de tal modo debe atribuírsele que no se reconozca derecho alguno a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros (7 y 10).
46. Más aún, en los mismos seminarios de los clérigos el método de estudios que haya de seguirse, está sometido a la autoridad civil (18).
47. La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo (31).
48. Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de la vida social terrena (31).
49. La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontífice (26).
50. La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas (18).
51. Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos (8 y 12).
52. El gobierno puede por derecho propio cambiar la edad prescrita por la Iglesia para la profesión religiosa tanto de hombres como de mujeres y mandar a todas las órdenes religiosas que, sin su permiso, no admitan a nadie a emitir los votos solemnes (18).
53. Deben derogarse las leyes relativas a la defensa de las órdenes religiosas, de sus derechos y deberes; más aún, el gobierno civil puede prestar ayuda a todos aquellos que quieran abandonar el instituto de vida que abrazaron e infringir sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir absolutamente las mismas órdenes religiosas, así como las Iglesias colegiatas y los beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y someter y adjudicar sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la potestad civil (12, 14 y 15).
54. Los reyes y príncipes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción (8).
55. La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia (12).
§ VII. Errores sobre la ética natural y cristiana
56. Las leyes morales no necesitan de la sanción divina y en manera alguna es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o reciban de Dios la fuerza obligatoria (26).
57. La ciencia de la filósofa y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apartarse de la autoridad divina y eclesiástica (26).
58. No hay que reconocer otras fuerzas, sino las que residen en la materia, y toda la moral y honestidad ha de colocarse en acumular y aumentar, de cualquier modo, las riquezas y en satisfacer las pasiones (26 y 28).
59. El derecho consiste en el hecho material; todos los deberes de los hombres son un nombre vacio; todos los hechos humanos tienen fueria de derecho (26).
60. La autoridad no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas materiales (26).
61. La injusticia de un hecho afortunado no produce daño alguno a la santidad del derecho (24).
62. Hay que proclamar y observar el principio llamado de no intervención (22).
63. Es lícito negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta rebelarse contra ellos (1, 2, 5 y 20).
64. La violación de un juramento por santo que sea, o cualquier otra acción criminal y vergonzosa contra la ley sempiterna, no sólo no es reprobable, sino absolutamente lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando se realiza por amor a la patria (4).
§ VIII. Errores sobre el matrimonio cristiano
65. No puede demostrarse por razón alguna que Cristo elevara el matrimonio a la dignidad de sacramento (9)..
66. El sacramento del matrimonio no es más que un accesorio del contrato y separable de él, y el sacramento mismo consiste únicamente en la bendición nupcial (9).
67. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por derecho de la naturaleza, y en varios casos, la autoridad civil puede sancionar el divorcio propiamente dicho (2 y 9 [v. 1640]).
68. La Iglesia no tiene poder para establecer impedimentos dirimentes del matrimonio, sino que tal poder compete a la autoridad civil, que debe eliminar los impedimentos existentes (8).
69. La Iglesia empezó a introducir en siglos posteriores los impedimentos dirimentes, no por derecho propio, sino haciendo uso de aquel poder que la autoridad civil le prestó (9).
70. Los cánones del Tridentino que fulminan censura de anatema contra quienes se atrevan a negar a la Iglesia el poder de introducir impedimentos dirimentes [v. 973 s], o no son dogmáticos o hay que entenderlos de este poder prestado (9).
71. La forma del Tridentino no obliga bajo pena de nulidad [v. 990], cuando la ley civil establece otra forma y quiere que, dada esta nueva forma, el matrimonio sea válido (9).
72. Bonifacio VIII fué el primero que afirmó que el voto de castidad, emitido en la ordenación, anula el matrimonio (9).
73. Entre cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos es siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el sacramento (9, 11, 12 [v. 1640] y 23).
74. Las causas matrimoniales y los esponsales pertenecen, por su misma naturaleza, al fuero civil (9 y 12 [v. 1640]).
NB. Aquí pueden incluirse otros dos errores sobre la supresión del celibato de los clérigos y de la superioridad del estado de matrimonio sobre el de virginidad. El primero se condena en la Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (1) y el otro en las Letras apostólicas Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (8).
§ IX. Errores sobre el principado civil del Romano Pontífice
75. Los hijos de la Iglesia Cristiana y Católica disputan entre sí sobre la compatibilidad del reino temporal con el espiritual (9).
76. La derogación de la soberanía temporal de que goza la Sede Apostólica contribuiría de modo extraordinario a la libertad y prosperidad de la Iglesia (4 y 6).
NB. Aparte de estos errores, explícitamente señalados, se reprueban implícitamente muchos otros por la doctrina propuesta y afirmada, que todos los católicos deben mantener firmísimamente, sobre el poder temporal del Romano Pontífice Esta doctrina está claramente enseñada en la Alocución Quibus guantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la Alocución Si semper antea. de 20 de mayo de 1850 (6); en las Letras apostólicas Cum cathollca Ecclesia, de 20 de marzo de 1860 (20)- en la Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (22); en la Alocucion lamdudum cernimus de 18 de marzo de 1861 (24); en la Alocución Maxima quidem, de 9 dé junio de 1862 (26).
§ X. Errores relativos al liberalismo actual
77. En nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos (16).
78. De ahi que laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones católicas que los hombres que allá inmigran puedan públicamente ejercer su propio culto cualquiera que fuere (12).
79. Efectivamente, es falso que la libertad civil de cualquier culto, asi como la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo (18).
80. El Romano Pontifice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna (24).
PIO IX 1846-1878

Constitución dogmática sobre la fe católica

CONCILIO VATICANO, 1869-1870
XX ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)
SESION III
(24 de abril de 1870)

... Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos en el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad nuestra, apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después de proscribir y condenar —por la autoridad a Nos por Dios concedida— los errores contrarios.
Cap. 1. De Dios, creador de todas las cosas
[Sobre Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las cosas]. La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de Él mismo existe o puede ser concebido [Can. 1-4].
[Del acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del efecto de la creación]. Este solo verdadero Dios, por su bondad “y virtud omnipotente”, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, “juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituída de esplritu y cuerpo” [Conc. Later. IV, v. 428; Can 2 y 5].
[Consecuencia de la creación]. Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo está desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas.
Cap. 2. De la revelación
[Del hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La misma santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom., 1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño en muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros padres por los profetas, últimamente, en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr. 1, 1 s; Can. 1].
[De la necesidad de la revelación]. A esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana; pues a la verdad ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can. 2 y 3].
[De las fuentes de la revelación]. Ahora bien, esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento, “se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros” [Conc. Trid., v. 783]. Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4].
[De la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas como quiera que hay algunos que exponen depravadamente lo que el santo Concilio de Trento, para reprimir a los ingenios petulantes, saludablemente decretó sobre la interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo decreto, declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas; y, por tanto, a nadie es llcito interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres.
Cap. 3. De la fe
[De la definición de la fe]. Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad [Can. 1]. Ahora bien, esta fe que “es el principio de la humana salvación” [cf. 801], la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2]. Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas que se esperan, argumento de lo que no aparece [Hebr. 11, 1].
[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecias que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías ¡ y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y nuevamente está escrito: Tenemos palabra profética más firme, a la que hacéis bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr. 1, 19).
[La fe es en sí misma un don de Dios]. Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, “puede consentir a la predicación evangélica”, como es menester para conseguir la salvación, “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad” [Conc. de Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad [cf. Gal 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podría resistir [cf. 797 s ¡ Can. 5].
[Del objeto de la fe]. Ahora bien, deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio.
[De la necesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los hijos de Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna, si no perseverare en ella hasta el fin [Mt. 10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos cumplir el deber de abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente en ella, instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada.
[Del auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación.
[Del auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella misma, como una bandera levantada para las naciones [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los que todavía no han creído, sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo. A este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el benignísimo Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2, 4], y a los que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr. 2, 9], los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre que nos hizo dignos de entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz [Col. 1, 12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesús, mantengamos inflexible la confesión de nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].
Cap. 4  De la fe y la razón
[Del doble orden de conocimiento]. El perpetuo sentir de la Iglesia Católica sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino tan bien por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que Dios es conocido por los gentiles por medio de las cosas que han sido hechas [Rom. 1, 20]; sin embargo, cuando habla de la gracia y de la verdad que ha sido hecha por medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1, 17], manifiesta: Proclamamos la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado por medio de su Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba al Padre, porque escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las reveló a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.
[De la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.] Y, ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5, 6 s].
[De la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, “toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es absolutamente falsa” [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien, la Iglesia, que recibió juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de proscribir la ciencia de falso nombre [1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y la vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por eso, no sólo se prohíbe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad.
[De la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la ciencia]. Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de las ciencias [1 Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y método propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que pertenece a la fe.
[Del verdadero progreso de la ciencia natural y revelada]. Y, en efecto, la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can. 3]. “Crezca, pues, y mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia”.
CONCILIO VATICANO, 1869-1870

Archivo de Contenido de Nomo

Más visto

Ventananomo es el sitio en el cual Roberto Fonseca Murillo hará posible leer sobre los grandes Concilios y aportes de otros documentos ecleciásticos.

Vatican


¡Bendiciones....! Volver inicio

,

,
¡Bendiciones..! Gracias, salir.. del sitio,,