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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


Doctrina sobre la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos

Conclusión del Concilio de Trento
SESION XXI (16 de julio de 1562)
Proemio
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede Apostólica; como quiera que en diversos lugares corran por arte del demonio perversísimos monstruos de errores acerca del tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía, por los que en alguna provincia muchos parecen haberse apartado de la fe y obediencia de la Iglesia Católica; creyó que debía ser expuesto en este lugar lo que atañe a la comunión bajo las dos especies y a la de los párvulos. Por ello prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar de modo distinto a como por estos decretos queda explicado y definido.
Cap. 1. Que los laicos y los clérigos que no celebran, no están obligados por derecho divino a la comunión bajo las dos especies
Así, pues, el mismo santo Concilio, ensenado por el Espíritu Santo que es Espíritu de sabiduría y de entendimiento, Espíritu de consejo y de piedad [Is. 11, 2], y siguiendo el juicio y costumbre de la misma Iglesia, declara y enseña que por ningún precepto divino están obligados los laicos y los clérigos que no celebran a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, y en manera alguna puede dudarse, salva la fe, que no les baste para la salvación la comunión bajo una de las dos especies. Porque, si bien es cierto que Cristo Señor instituyó en la última cena este venerable sacramento y se lo dio a los Apóstoles bajo las especies de pan y de vino [cf. Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 s]; sin embargo, aquella institución y don no significa que todos los fieles de Cristo, por estatuto del Señor, estén obligados a recibir ambas especies [Can. 1 y 2]. Mas ni tampoco por el discurso del capítulo sexto de Juan se colige rectamente que la comunión bajo las dos especies fuera mandada por el Señor, como quiera que se entienda, según las varias interpretaciones de los santos Padres y Doctores. Porque el que dijo: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros [Ioh. 6, 54], dijo también: Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente [Ioh. 6, 5a]. Y el que dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna [Ioh. 6, 55], dijo también: El pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo [Ioh. 6, 52]; y, finalmente, el que dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él [Ioh, 6, 57], no menos dijo: El que come este pan, vivirá para siempre [Ioh. 6, 58].
Cap. 2. De la potestad de la Iglesia acerca de la administración del sacramento de la Eucaristía
Declara además el santo Concilio que perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir o mudar en la administración de los sacramentos, salva la sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de los mismos sacramentos. Y eso es lo que no oscuramente parece haber insinuado el Apóstol cuando dijo: Así nos considere el hombre, como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 4, 1]; y que él mismo hizo uso de esa potestad, bastantemente consta, ora en otros muchos casos, ora en este mismo sacramento, cuando ordenados algunos puntos acerca de su uso: Lo demás —dice— lo dispondré cuando viniere [1 Cor. 11, 34]. Por eso, reconociendo la santa Madre Iglesia esta autoridad suya en la administración de los sacramentos, si bien desde el principio de la religión cristiana no fue infrecuente el uso de las dos especies; mas amplísimamente cambiada aquella costumbre con el progreso del tiempo, llevada de graves y justas causas, aprobó esta otra de comulgar bajo una sola de las especies y decretó fuera tenida por ley, que no es lícito rechazar o a su arbitrio cambiar, sin la autoridad de la misma Iglesia.
Cap. 3. Bajo cualquiera de las especies se recibe a Cristo, todo e integro, y el verdadero sacramento
Además declara que, si bien, como antes fue dicho, nuestro Redentor, en la última cena, instituyó y dio a sus Apóstoles este sacramento en las dos especies; debe, sin embargo, confesarse que también bajo una sola de las dos se recibe a Cristo, todo y entero y el verdadero sacramento y que, por tanto, en lo que a su fruto atañe, de ninguna gracia necesaria para la salvación quedan defraudados aquellos que reciben una sola especie [Can. 3].
Cap. 4. Los párvulos no están obligados a la comunión sacramental
Finalmente, el mismo santo Concilio enseña que los niños que carecen del uso de la razón, por ninguna necesidad están obligados a la comunión sacramental de la Eucaristía [Can. 4], como quiera que regenerados por el lavatorio del bautismo [Tit. 8, 5] e incorporados a Cristo, no pueden en aquella edad perder la gracia ya recibida de hijos de Dios. Pero no debe por esto ser condenada la antigüedad, si alguna vez en algunos lugares guardó aquella costumbre. Porque, así como aquellos santísimos Padres tuvieron causa aprobable de su hecho según razón de aquel tiempo; así ciertamente hay que creer sin controversia que no lo hicieron por necesidad alguna de la salvación.
Cánones acerca de la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Can. 1. Si alguno dijere que, por mandato de Dios o por necesidad de la salvación, todos y cada uno de los fieles de Cristo deben recibir ambas especies del santísimo sacramento de la Eucaristía, sea anatema [cf. 930].
Can. 2. Si alguno dijere que la santa Iglesia Católica no fue movida por justas causas y razones para comulgar bajo la sola especie del pan a los laicos y a los clérigos que no celebran, o que en eso ha errado, sea anatema [cf. 931].
Can. 3. Si alguno negare que bajo la sola especie de pan se recibe a todo e integro Cristo, fuente y autor de todas las gracias, porque, como falsamente afirman algunos, no se recibe bajo las dos especies, conforme a la institución del mismo Cristo, sea anatema [cf. 930 y 932].
Can. 4. Si alguno dijere que la comunión de la Eucaristía es necesaria a los párvulos antes de que lleguen a los años de la discreción, sea anatema [cf. 933].
Pío IV, 1559-1565

Doctrina... acerca del santísimo sacrificio de la Misa


SESION XXII (17 de septiembre de 1562)
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados de la Sede Apostólica, a fin de que la antigua, absoluta y de todo punto perfecta fe y doctrina acerca del grande misterio de la Eucaristía, se mantenga en la santa Iglesia Católica y, rechazados los errores y herejías, se conserve en su pureza; enseñado por la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y manda que sea predicado a los pueblos acerca de aquélla, en cuanto es verdadero y singular sacrificio, lo que sigue:
Cap. 1. [De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa]
Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del Apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec [Gen. 14, 18; Ps. 109, 4; Hebr. 7, 11], nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados [Hebr. 10, 14]. Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos [v. l.: allí] la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte [Hebr. 7, 24 y 27], en la última Cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres [Can. 1], por el que se representara aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos [1 Cor. 11, 23 ss], y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituído para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec [Ps. 109, 4], ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía, etc. [Lc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24] que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia [Can. 2]. Porque celebrada la antigua Pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto [Ex. 12, 1 ss], instituyó una Pascua nueva, que era Él mismo, que había de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió por el derramamiento de su sangre, y nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino [Col. 1, 13].
Y esta es ciertamente aquella oblación pura, que no puede mancharse por indignidad o malicia alguna de los oferentes, que el Señor predijo por Malaquías [1, 11] había de ofrecerse en todo lugar, pura, a su nombre, que había de ser grande entre las naciones, y a la que no oscuramente alude el Apóstol Pablo escribiendo a los corintios, cuando dice, que no es posible que aquellos que están manchados por la participación de la mesa de los demonios, entren a la parte en la mesa del Señor [1 Cor. 10, 21], entendiendo en ambos pasos por mesa el altar. Esta es, en fin, aquella que estaba figurada por las varias semejanzas de los sacrificios, en el tiempo de la naturaleza y de la ley [Gen. 4, 4; 8, 20; 12, 8; 22; Ex. passim], pues abraza los bienes todos por aquéllos significados, como la consumación y perfección de todos.
Cap. 2. [El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos]
Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr. 9, 27]; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hebr. 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Can. 4]. Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Can. 3].
Cap. 3. [De las Misas en honor de los Santos]
Y si bien es cierto que la Iglesia a veces acostumbra celebrar algunas Misas en honor y memoria de los Santos; sin embargo, no enseña que a ellos se ofrezca el sacrificio, sino a Dios solo que los ha coronado [Can. 5]. De ahí que “tampoco el sacerdote suele decir: Te ofrezco a ti el sacrificio, Pedro y Pablo”, sino que, dando gracias a Dios por las victorias de ellos, implora su patrocinio, para que aquellos se dignen interceder por nosotros en el cielo, cuya memoria celebramos en la tierra [Misal].
Cap. 4. [Del Canon de la Misa]
Y puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas. y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error [Can. 6], que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices.
Cap. 5. [De las ceremonias solemnes del sacrificio de la Misa]
Y como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la Misa en voz baja [Can 9], y otros en voz algo más elevada; e igualmente empleó ceremonias [Can. 7], como misteriosas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas.
Cap. 6. [De la misa en que sólo comulga el sacerdote]
Desearía ciertamente el sacrosanto Concilio que en cada una de las Misas comulgaran los fieles asistentes, no sólo por espiritual afecto, sino también por la recepción sacramental de la Eucaristía, a fin de que llegara más abundante a ellos el fruto de este sacrificio; sin embargo, si no siempre eso sucede, tampoco condena como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente [Can. 8], sino que las aprueba y hasta las recomienda, como quiera que también esas Misas deben ser consideradas como verdaderamente públicas, parte porque en ellas comulga el pueblo espiritualmente, y parte porque se celebran por público ministro de la Iglesia, no sólo para sí, sino para todos los fieles que pertenecen al Cuerpo de Cristo.
Cap. 7. [Del agua que ha de mezclarse al vino en el cáliz que debe ser ofrecido]
Avisa seguidamente el santo Concilio que la Iglesia ha preceptuado a sus sacerdotes que mezclen agua en el vino en el cáliz que debe ser ofrecido [Can. 9], ora porque así se cree haberlo hecho Cristo Señor, ora también porque de su costado salió agua juntamente con sangre [Ioh. 19, 34], misterio que se recuerda con esta mixtión. Y como en el Apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos son llamados aguas [Apoc. 17, 1 y 15], [así] se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.
Cap. 8. [Que de ordinario no debe celebrarse la Misa en lengua vulgar y que sus misterios han de explicarse al pueblo]
Aun cuando la Misa contiene una grande instrucción del pueblo fiel; no ha parecido, sin embargo, a los Padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar [Can. 9]. Por eso, mantenido en todas partes el rito antiguo de cada Iglesia y aprobado por la Santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las Iglesias, a fin de que las ovejas de Cristo no sufran hambre ni los pequeñuelos pidan pan y no haya quien se lo parta [cf. Thr. 4, 4], manda el santo Concilio a los pastores y a cada uno de los que tienen cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de las Misas, por si o por otro, expongan algo de lo que en la Misa se lee, y entre otras cosas, declaren algún misterio de este santísimo sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos.
Cap. 9. [Prolegómeno de los cánones siguientes]
Mas, porque contra esta antigua fe, fundada en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la doctrina de los Santos Padres, se han diseminado en este tiempo muchos errores, y muchas cosas por muchos se enseñan y disputan, el sacrosanto Concilio, después de muchas y graves deliberaciones habidas maduramente sobre estas materias, por unánime consentimiento de todos los Padres, determinó condenar y eliminar de la santa Iglesia, por medio de los cánones que siguen, cuanto se opone a esta fe purísima y sagrada doctrina.
Pío IV, 1559-1565

Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa


Can. 1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema [cf. 938].
Can. 2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía [Lc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24], Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema [cf. 938].
Can. 3. Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema [cf. 940].
Can. 4. Si alguno dijere que por el sacrificio de la Misa se infiere una blasfemia al santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo por aquél, sea anatema [cf. 940].
Can. 5. Si alguno dijere ser una impostura que las Misas se celebren en honor de los santos y para obtener su intervención delante de Dios, como es intención de la Iglesia, sea anatema [cf. 941].
Can. 6. Si alguno dijere que el canon de la Misa contiene error y que, por tanto, debe ser abrogado, sea anatema [cf. 942].
Can. 7. Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de piedad, sea anatema [cf. 943].
Can. 8. Si alguno dijere que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben ser abolidas, sea anatema [cf. 944].
Can. 9. Si alguno dijere que el rito de la Iglesia Romana por el que parte del canon y las palabras de la consagración se pronuncian en voz baja, debe ser condenado; o que sólo debe celebrarse la Misa en lengua vulgar, o que no debe mezclarse agua con el vino en el cáliz que ha de ofrecerse, por razón de ser contra la institución de Cristo, sea anatema [cf. 943 y 945 s].
Pío IV, 1559-1565

SESION XXIII (15 de julio de 1563)

Doctrina sobre el sacramento del orden

Doctrina católica y verdadera acerca del sacramento del orden, para condenar los errores de nuestro tiempo, decretada y publicada por el santo Concilio de Trento en la sesión séptima [bajo Pío IV].
Cap. 1. [De la institución del sacerdocio de la Nueva Ley]
El sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios que en toda ley han existido ambos. Habiendo, pues, en el Nuevo Testamento, recibido la Iglesia Católica por institución del Señor el santo sacrificio visible de la Eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible y externo [Can. 1], en el que fue trasladado el antiguo [Hebr. 7, 12 ss]. Ahora bien, que fue aquél instituído por el mismo Señor Salvador nuestro [Can. 3], y que a los Apóstoles y sucesores suyos en el sacerdocio les fue dado el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor, así como el de perdonar o retener los pecados, cosa es que las Sagradas Letras manifiestan y la tradición de la Iglesia Católica enseñó siempre [Can. 1].
Cap. 2. [De las siete órdenes]
Mas como sea cosa divina el ministerio de tan santo sacerdocio, fue conveniente para que más dignamente y con mayor veneración pudiera ejercerse, que hubiera en la ordenadísima disposición de la Iglesia, varios y diversos órdenes de ministros [Mt. 16, 19; Lc 22, 19; Ioh. 20, 22 s] que sirvieran de oficio al sacerdocio, de tal manera distribuídos que, quienes ya están distinguidos por la tonsura clerical, por las órdenes menores subieran a las mayores [Can. 2]. Porque no sólo de los sacerdotes, sino también de los diáconos, hacen clara mención las Sagradas Letras [Act. 6, 5; 1 Tim. 3, 8 ss; Phil. 1, 1] y con gravísimas palabras enseñan lo que señaladamente debe atenderse en su ordenación; y desde el comienzo de la Iglesia se sabe que estuvieron en uso, aunque no en el mismo grado, los nombres de las siguientes órdenes y los ministerios propios de cada una de ellas, a saber: del subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario. Porque el subdiaconado es referido a las órdenes mayores por los Padres y sagrados Concilios, en que muy frecuentemente leemos también acerca de las otras órdenes inferiores.
Cap. 3. [Que el orden es verdadero sacramento]
Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, que por la sagrada ordenación que se realiza por palabras y signos externos, se confiere la gracia; nadie debe dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la santa Iglesia [Can. 31. Dice en efecto el Apóstol: Te amonesto a que hagas revivir la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad [2 Tim. 1, 6 s; cf. 1 Tim. 4, 14].
Cap. 4. [De la jerarquía eclesiástica y de la ordenación]
Mas porque en el sacramento del orden, como también en el bautismo y la confirmación, se imprime carácter [Can. 4], que no puede ni borrarse ni quitarse, con razón el santo Concilio condena la sentencia de aquellos que afirman que los sacerdotes del Nuevo Testamento solamente tienen potestad temporal y que, una vez debidamente ordenados, nuevamente pueden convertirse en laicos, si no ejercen el ministerio de la palabra de Dios [Can. 1]. Y si alguno afirma que todos los cristianos indistintamente son sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí, ninguna otra cosa parece hacer sino confundir la jerarquía eclesiástica que es como un ejército en orden de batalla [cf. Cant. 6, 3; Can. 6], como si, contra la doctrina del bienaventurado Pablo, todos fueran apóstoles, todos profetas, todos evangelistas, todos pastores, todos doctores [cf. 1 Cor. 12, 29; Eph. 4, 11]. Por ende, declara el santo Concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos, los obispos que han sucedido en el lugar de los Apóstoles, pertenecen principalmente a este orden jerárquico y están puestos, como dice el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios [Act. 20, 28], son superiores a los presbíteros y confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden inferior [Can. 7]. Enseña además el santo Concilio que en la ordenación de los obispos, de los sacerdotes y demás órdenes no se requiere el consentimiento, vocación o autoridad ni del pueblo ni de potestad y magistratura secular alguna, de suerte que sin ella la ordenación sea inválida; antes bien, decreta que aquellos que ascienden a ejercer estos ministerios llamados e instituídos solamente por el pueblo o por la potestad o magistratura secular y los que por propia temeridad se los arrogan, todos ellos deben ser tenidos no por ministros de la Iglesia, sino por ladrones y salteadores que no han entrado por la puerta [Ioh. 10, 1; Can. 8]. Estos son los puntos, que de modo general ha parecido al sagrado Concilio enseñar a los fieles de Cristo acerca del sacramento del orden. Y determinó condenar lo que a ellos se opone con ciertos y propios cánones al modo que sigue, a fin de que todos, usando, con la ayuda de Cristo, de la regla de la fe, entre tantas tinieblas de errores, puedan más fácilmente conocer y mantener la verdad católica.
Pío IV, 1559-1565

Cánones sobre el sacramento del orden



Can. 1. Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visible y externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino sólo el deber y mero ministerio de predicar el Evangelio, y que aquellos que no lo predican no son en manera alguna sacerdotes, sea anatema [cf. 957 y 960].
Can. 2. Si alguno dijere que, fuera del sacerdocio, no hay en la Iglesia Católica otros órdenes, mayores y menores, por los que, como por grados, se tiende al sacerdocio, sea anatema [cf. 958].
Can. 3. Si alguno dijere que el orden, o sea, la sagrada ordenación no es verdadera y propiamente sacramento, instituido por Cristo Señor, o que es una invención humana, excogitada por hombres ignorantes de las cosas eclesiásticas, o que es sólo un rito para elegir a los ministros de la palabra de Dios y de los sacramentos, sea anatema [cf. 957 y 959].
Can. 4. Si alguno dijere que por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo, y que por lo tanto en vano dicen los obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que por ella no se imprime carácter; o que aquel que una vez fue sacerdote puede nuevamente convertirse en laico, sea anatema [cf. 852].
Can. 5. Si alguno dijere que la sagrada unción de que usa la Iglesia en la ordenación, no sólo no se requiere, sino que es despreciable y perniciosa, e igualmente las demás ceremonias, sea anatema [cf. 856].
Can. 6. Si alguno dijere que en la Iglesia Católica no existe una jerarquía, instituída por ordenación divina, que consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema [cf. 960].
Can. 7. Si alguno dijere que los obispos no son superiores a los presbíteros, o que no tienen potestad de confirmar y ordenar, o que la que tienen les es común con los presbíteros, o que las órdenes por ellos conferidas sin el consentimiento o vocación del pueblo o de la potestad secular, son inválidas, o que aquellos que no han sido legítimamente ordenados y enviados por la potestad eclesiástica y canónica, sino que proceden de otra parte, son legítimos ministros de la palabra y de los sacramentos, sea anatema [cf. 960].
Can. 8. Si alguno dijere que los obispos que son designados por autoridad del Romano Pontífice no son legítimos y verdaderos obispos, sino una creación humana, sea anatema [cf. 960].
SESION XXIV (11 de noviembre de 1563)
Pío IV, 1559-1565

Doctrina [sobre el sacramento del matrimonio]


El perpetuo e indisoluble lazo del matrimonio, proclamólo por inspiración del Espíritu divino el primer padre del género humano cuando dijo: Esto si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por lo cual, abandonará el hombre a su padre y a su madre y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne [Gen. 2, 28 s; cf. Eph. 5, 31].
Que con este vínculo sólo dos se unen y se juntan, enseñólo más abiertamente Cristo Señor, cuando refiriendo, como pronunciadas por Dios, las últimas palabras, dijo: Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne [Mt. 19, 6], e inmediatamente la firmeza de este lazo, con tanta anterioridad proclamada por Adán, confirmóla Él con estas palabras: Así, pues, lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6; Mc. 10, 9]. Ahora bien, la gracia que perfeccionara aquel amor natural y confirmara la unidad indisoluble y santificara a los cónyuges, nos la mereció por su pasión el mismo Cristo, instituidor y realizador de los venerables sacramentos. Lo cual insinúa el Apóstol Pablo cuando dice: Varones, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella [Eph. 5, 25], añadiendo seguidamente: Este sacramento, grande es; pero yo digo, en Cristo y en la Iglesia [Eph. 5, 32].
Como quiera, pues, que el matrimonio en la ley del Evangelio aventaja por la gracia de Cristo a las antiguas nupcias, con razón nuestros santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre que debía ser contado entre los sacramentos de la Nueva Ley. Furiosos contra esta tradición, los hombres impíos de este siglo, no sólo sintieron equivocadamente de este venerable sacramento, sino que, introduciendo, según su costumbre, con pretexto del Evangelio, la libertad de la carne, han afirmado de palabra o por escrito muchas cosas ajenas al sentir de la Iglesia Católica y a la costumbre aprobada desde los tiempos de los Apóstoles, no sin grande quebranto de los fieles de Cristo. Deseando el santo y universal Concilio salir al paso de su temeridad, creyó que debían ser exterminadas las más notables herejías y errores de los predichos cismáticos, a fin de que el pernicioso contagio no arrastre a otros consigo, decretando contra esos mismos herejes y sus errores los siguientes anatematismos.
Pío IV, 1559-1565

Cánones sobre el matrimonio

1 Can. 1. Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituído por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema [cf. 969 s].
2 Can. 2. Si alguno dijere que es lícito a los cristianos tener a la vez varias mujeres y que esto no está prohibido por ninguna ley divina [Mt. 19, 4 s - 9], sea anatema [cf. 969].
3 Can. 3. Si alguno dijere que sólo los grados de consanguinidad y afinidad que están expuestos en el Levítico [18, 6 ss] pueden impedir contraer matrimonio y dirimir el contraído; y que la Iglesia no puede dispensar en algunos de ellos o estatuir que sean más los que impidan y diriman, sea anatema [cf. 1550 s].
Can. 4. Si alguno dijere que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes del matrimonio [cf. Mt. 16, 19], o que erró al establecerlos, sea anatema.
Can. 5. Si alguno dijere que, a causa de herejía o por cohabitación molesta o por culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema.
Can. 6. Si alguno dijere que el matrimonio rato, pero no consumado, no se dirime por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges, sea anatema.
Can. 7. Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles [Mc. 10; 1 Cor. 7], no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema.
Can. 8. Si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando decreta que puede darse por muchas causas la separación entre los cónyuges en cuanto al lecho o en cuanto a la cohabitación, por tiempo determinado o indeterminado, sea anatema.
Can. 9. Si alguno dijere que los clérigos constituídos en órdenes sagradas o los regulares que han profesado solemne castidad, pueden contraer matrimonio y que el contraido es válido, no obstante la ley eclesiástica o el voto, y que lo contrario no es otra cosa que condenar el matrimonio; y que pueden contraer matrimonio todos los que, aun cuando hubieren hecho voto de castidad, no sienten tener el don de ella, sea anatema, como quiera que Dios no lo niega a quienes rectamente se lo piden y no consiente que seamos tentados más allá de aquello que podemos [1 Cor. 10, 13].
Can. 10. Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio [cf. Mt. 19, 11 s; 1 Cor. 7, 25 s, 38 y 40], sea anatema.
Can. 11. Si alguno dijere que la prohibición de las solemnidades de las nupcias en ciertos tiempos del año es una superstición tiránica que procede de la superstición de los gentiles; o condenare las bendiciones y demás ceremonias que la Iglesia usa en ellas, sea anatema.
Can. 12. Si alguno dijere que las causas matrimoniales no tocan a los jueces eclesiásticos, sea anatema [cf. 1500 a y 1559 s].
SESION XXV (3 y 4 de diciembre de 1563)
Pío IV, 1559-1565

Decreto sobre el purgatorio Pio iv

Puesto que la Iglesia Católica, ilustrada por el Espíritu Santo apoyada en las Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres ha enseñado en los sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico Concilio que existe el purgatorio [v. 840] y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles y particularmente por el aceptable sacrificio del altar [v. 940 y 950]; manda el santo Concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos Padres y sagrados Concilios sea creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante, empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación [cf. 1 Tim. 1, 4] y de las que la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de piedad. Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad.
Aquellas, empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles...
Pio iv

De la invocación, veneración y reliquias de los Santos, y sobre las sagradas imágenes


Manda el santo Concilio a todos los obispos y a los demás que tienen cargo y cuidado de enseñar que, de acuerdo con el uso de la Iglesia Católica y Apostólica, recibido desde los primitivos tiempos de la religión cristiana, de acuerdo con el sentir de los santos Padres y los decretos de los sagrados Concilios: que instruyan diligentemente a los fieles en primer lugar acerca de la intercesión de los Santos, su invocación, el culto de sus reliquias y el uso legítimo de sus imágenes, enseñándoles que los Santos que reinan juntamente con Cristo ofrecen sus oraciones a Dios en favor de los hombres; que es bueno y provechoso invocarlos con nuestras súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para impetrar beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador; y que impíamente sienten aquellos que niegan deban ser invocados los Santos que gozan en el cielo de la eterna felicidad, o los que afirman que o no oran ellos por los hombres o que invocarlos para que oren por nosotros, aun para cada uno, es idolatría o contradice la palabra de Dios y se opone a la honra del único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo [cf. 1 Tim. 2, 5], o que es necedad suplicar con la voz o mentalmente a los que reinan en el cielo.
Enseñen también que deben ser venerados por los fieles los sagrados cuerpos de los Santos y mártires y de los otros que viven con Cristo, pues fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo [cf. 1 Cor. 3, 16; 6, 19; 2 Cor. 6, 16], que por Él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna, y por los cuales hace Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que los que afirman que a las reliquias de los Santos no se les debe veneración y honor, o que ellas y otros sagrados monumentos son honrados inútilmente por los fieles y que en vano se reitera el recuerdo de ellos con objeto de impetrar su ayuda [quienes tales cosas afirman] deben absolutamente ser condenados, como ya antaño se los condenó y ahora también los condena la Iglesia.
Igualmente, que deben tenerse y conservarse, señaladamente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de los otros Santos y tributárseles el debido honor y veneración, no porque se crea hay en ellas alguna divinidad o virtud, por la que haya de dárseles culto, o que haya de pedírseles algo a ellas, o que haya de ponerse la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos [cf. Ps. 184, 15 ss]; sino porque el honor que se les tributa, se refiere a los originales que ellas representan; de manera que por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo y veneramos a los Santos, cuya semejanza ostentan aquéllas. Cosa que fue sancionada por los decretos de los Concilios, y particularmente por los del segundo Concilio Niceno, contra los opugnadores de las imágenes [v. 302 ss].
Enseñen también diligentemente los obispos que por medio de las historias de los misterios de nuestra redención, representadas en pinturas u otras reproducciones, se instruye y confirma el pueblo en el recuerdo y culto constante de los artículos de la fe; aparte de que de todas las sagradas imágenes se percibe grande fruto, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que le han sido concedidos por Cristo, sino también porque se ponen ante los ojos de los fieles los milagros que obra Dios por los Santos y sus saludables ejemplos, a fin de que den gracias a Dios por ellos, compongan su vida y costumbres a imitación de los Santos y se exciten a adorar y amar a Dios y a cultivar la piedad. Ahora bien, si alguno enseñare o sintiere de modo contrario a estos decretos, sea anatema.
Mas si en estas santas y saludables prácticas, se hubieren deslizado algunos abusos; el santo Concilio desea que sean totalmente abolidos, de suerte que no se exponga imagen alguna de falso dogma y que dé a los rudos ocasión de peligroso error. Y si alguna vez sucede, por convenir a la plebe indocta, representar y figurar las historias y narraciones de la Sagrada Escritura, enséñese al pueblo que no por eso se da figura a la divinidad, como si pudiera verse con los ojos del cuerpo o ser representada con colores o figuras...
Pío IV, 1559-1565

Decreto sobre las indulgencias y la clandestinidad que invalida el matrimonio


Como la potestad de conferir indulgencias fue concedida por Cristo a su Iglesia y ella ha usado ya desde los más antiguos tiempos de ese poder que le fue divinamente otorgado [cf. Mt. 16, 19; 18, 18], el sacrosanto Concilio enseña y manda que debe mantenerse en la Iglesia el uso de las indulgencias, sobremanera saludable al pueblo cristiano y aprobado por la autoridad de los sagrados Concilios, y condena con anatema a quienes afirman que son inútiles o niegan que exista en la Iglesia potestad de concederlas...
De la clandestinidad que invalida el matrimonio
[De la Sesión XXIV, Cap. (I) “Tametsi, sobre la reforma del matrimonio]
Aun cuando no debe dudarse que los matrimonios clandestinos, realizados por libre consentimiento de los contrayentes, son ratos y verdaderos matrimonios, mientras la Iglesia no los invalidó, y, por ende, con razón deben ser condenados, como el santo Concilio por anatema los condena, aquellos que niegan que sean verdaderos y ratos matrimonios, así como los que afirman falsamente que son nulos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres y que los padres pueden hacer válidos o inválidos; sin embargo, por justísimas causas, siempre los detestó y prohibió la Iglesia de Dios. Mas, advirtiendo el santo Concilio que, por la inobediencia de los hombres, ya no aprovechan aquellas prohibiciones, y considerando los graves pecados que de tales uniones clandestinas se originan, de aquellos señaladamente que, repudiada la primera mujer con la que contrajeron clandestinamente, contraen públicamente con otra, y con ésta viven en perpetuo adulterio; y como a este mal no puede poner remedio la Iglesia, que no juzga de lo oculto, si no se emplea algún remedio más eficaz; por esto, siguiendo las huellas del Concilio [IV] de Letrán, celebrado bajo Inocencio III, manda que en adelante, antes de contraer el matrimonio, se anuncie por tres veces públicamente en la Iglesia durante la celebración de la Misa por el propio párroco de los contrayentes en tres días de fiesta seguidos, entre quiénes va a celebrarse matrimonio; hechas esas amonestaciones si ningún impedimento se opone, procédase a la celebración del matrimonio en la faz de la Iglesia, en que el párroco, después de interrogados el varón y la mujer y entendido su mutuo consentimiento, diga: Yo os uno en matrimonio en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, o use de otras palabras, según el rito recibido en cada región.
Y si alguna vez hubiere sospecha probable de que pueda impedirse maliciosamente el matrimonio, si preceden tantas amonestaciones; entonces, o hágase sólo una amonestación o, por lo menos, se celebre el matrimonio delante del párroco y de dos o tres testigos. Luego, antes de consumado, háganse las amonestaciones en la Iglesia, a fin de que, si existiere algún impedimento, más fácilmente se descubra, a no ser que el ordinario mismo juzgue conveniente que se omitan las predichas amonestaciones, cosa que el santo Concilio deja a su prudencia y a su juicio.
Los que intentaren contraer matrimonio de otro modo que en presencia del párroco o de otro sacerdote con licencia del párroco mismo o del Ordinario, y de dos o tres testigos; el santo Concilio los inhabilita totalmente para contraer de esta forma y decreta que tales contratos son inválidos y nulos, como por el presente decreto los invalida y anula.
Pío IV, 1559-1565

De la Trinidad y Encarnación (contra los unitarios)

[De la Constitución de Paulo IV Cum quorundam, de 7 de agosto de 1555]
Como quiera que la perversidad e iniquidad de ciertos hombres ha llegado a punto tal en nuestros tiempos que de entre aquellos que se desvían y desertan de la fe católica, muchísimos se atreven no sólo a profesar diversas herejías, sino también a negar los fundamentos de la misma fe y con su ejemplo arrastran a muchos a la perdición de sus almas; Nos —deseando, conforme a nuestro pastoral deber y caridad, apartar a tales hombres, en cuanto con la ayuda de Dios podemos, de tan grave y pestilencial error, y advertir a los demás con paternal severidad que no resbalen hacia tal impiedad—, a todos y cada uno de los que hasta ahora han afirmado, dogmatizado o creído que Dios omnipotente no es trino en personas y de no compuesta ni dividida absolutamente unidad de sustancia, y uno por una sola sencilla esencia de su divinidad; o que nuestro Señor no es Dios verdadero de la misma sustancia en todo que el Padre y el Espíritu Santo; o que el mismo no fue concebido según la carne en el vientre de la beatísima y siempre Virgen María por obra del Espíritu Santo, sino, como los demás hombres, del semen de José; o que el mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo no sufrió la muerte acerbísima de la cruz, para redimirnos de los pecados y de la muerte eterna, y reconciliarnos con el Padre para la vida eterna; o que la misma beatísima Virgen María no es verdadera madre de Dios ni permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto; de parte de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con autoridad apostólica requerimos y avisamos...
Pío IV, 1559-1565

Profesión tridentina de fe. Pío IV


[De la Bula de Pío IV Iniunctum nobis, de 13 de noviembre de 1564]
Yo, N. N., con fe firme, creo y profeso todas y cada una de las cosas que se contienen en el Símbolo de la fe usado por la Santa Iglesia Romana, a saber: Creo en un solo Dios Padre Omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios unigénito, y nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial con el Padre; por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre; fue crucificado también por nosotros bajo Poncio Pilatos, padeció y fue sepultado; y resucitó el tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, está sentado a la diestra del Padre, y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin; y en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que del Padre y del Hijo procede; que con el Padre y el Hijo conjuntamente es adorado y conglorificado; que habló por los profetas; y en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Confieso un solo bautismo para la remisión de los pecados, y espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Amén.
Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones de los Apóstoles y de la Iglesia y las restantes observancias y constituciones de la misma Iglesia. Admito igualmente la Sagrada Escritura conforme al sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien compete juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras, ni jamás la tomaré e interpretaré sino conforme al sentir unánime de los Padres.
Profeso también que hay siete verdaderos y propios sacramentos de la Nueva Ley, instituídos por Jesucristo Señor Nuestro y necesarios, aunque no todos para cada uno, para la salvación del género humano, a saber: bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio; que confieren gracia y que de ellos, el bautismo, confirmación y orden no pueden sin sacrilegio reiterarse. Recibo y admito también los ritos de la Iglesia Católica recibidos y aprobados en la administración solemne de todos los sobredichos sacramentos. Abrazo y recibo todas y cada una de las cosas que han sido definidas y declaradas en el sacrosanto Concilio de Trento acerca del pecado original y de la justificación.
Profeso igualmente que en la Misa se ofrece a Dios un sacrificio verdadero, propio y propiciatorio por los vivos y por los difuntos, y que en el santísimo sacramento de la Eucaristía está verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo, y que se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo, y de toda la sustancia del vino en su sangre; conversión que la Iglesia Católica llama transustanciación. Confieso también que bajo una sola de las especies se recibe a Cristo, todo e íntegro, y un verdadero sacramento.
Sostengo constantemente que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles; igualmente, que los Santos que reinan con Cristo deben ser venerados e invocados, y que ellos ofrecen sus oraciones a Dios por nosotros, y que sus reliquias deben ser veneradas. Firmemente afirmo que las imágenes de Cristo y de la siempre Virgen Madre de Dios, así como las de los otros Santos, deben tenerse y conservarse y tributárseles el debido honor y veneración; afirmo que la potestad de las indulgencias fue dejada por Cristo en la Iglesia, y que el uso de ellas es sobremanera saludable al pueblo cristiano.
Reconozco a la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana como madre y maestra de todas las Iglesias, y prometo y juro verdadera obediencia al Romano Pontífice, sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles y vicario de Jesucristo.
Igualmente recibo y profeso indubitablemente todas las demás cosas que han sido enseñadas, definidas y declaradas por los sagrados cánones y Concilios ecuménicos, principalmente por el sacrosanto Concilio de Trento (y por el Concilio ecuménico Vaticano, señaladamente acerca del primado e infalibilidad del Romano Pontífice); y, al mismo tiempo, todas las cosas contrarias y cualesquiera herejías condenadas, rechazadas y anatematizadas por la Iglesia, yo las condeno, rechazo y anatematizo igualmente. Esta verdadera fe católica, fuera de la cual nadie puede salvarse, y que al presente espontáneamente profeso y verazmente mantengo, yo el mismo N. N. prometo, voto y juro que igualmente la he de conservar y confesar íntegra e inmaculada con la ayuda de Dios hasta el último suspiro de vida, con la mayor constancia, y que cuidaré, en cuanto de mí dependa, que por mis subordinados o por aquellos cuyo cuidado por mi cargo me incumbiere, sea mantenida, enseñada y predicada: Así Dios me ayude y estos santos Evangelios.

Errores de Miguel du Bay (Bayo), San Pio V.


[Condenados en la Bula Ex omnibus afflictionibus, de 1º de octubre de 1667]
1. Ni los méritos del ángel ni los del primer hombre aún íntegro, se llaman rectamente gracia.2. Como una obra mala es por su naturaleza merecedora de la muerte eterna, así una obra buena es por su naturaleza merecedora de la vida eterna.
3. Tanto para los ángeles buenos como para el hombre, si hubiera perseverado en aquel estado hasta el fin de su vida, la felicidad hubiera sido retribución, no gracia.
4. La vida eterna fue prometida al hombre integro y al ángel en consideración de las buenas obras; y por ley de naturaleza, las buenas obras bastan por sí mismas para conseguirla.
5. En la promesa hecha tanto al ángel como al primer hombre, se contiene la constitución de la justicia natural, en la cual, por las buenas obras, sin otra consideración, se promete a los justos la vida eterna.
6. Por ley natural fue establecido para el hombre que, si perseverara en la obediencia, pasaría a aquella vida en que no podía morir.
7. Los méritos del primer hombre íntegro fueron los dones de la primera creación; pero según el modo de hablar de la Sagrada Escritura, no se llaman rectamente gracia; con lo que resulta que sólo deben denominarse méritos, y no también gracia.
8. En los redimidos por la gracia de Cristo no puede hallarse ningún buen merecimiento, que no sea gratuitamente concedido a un indigno.
9. Los dones concedidos al hombre íntegro y al ángel, tal vez pueden llamarse gracia por razón no reprobable, mas como quiera que, según el uso de la Sagrada Escritura, por el nombre de gracia sólo se entienden aquellos dones que se confieren por medio de Cristo a los que desmerecen y son indignos; por tanto, ni los méritos ni su remuneración deben llamarse gracia.
10. La paga de la pena temporal, que permanece a menudo después de perdonado el pecado, y la resurrección del cuerpo propiamente no deben atribuirse sino a los méritos de Cristo.
11. El que después de habernos portado en esta vida mortal piadosa y justamente hasta el fin de la vida consigamos la vida eterna, eso debe atribuirse no propiamente a la gracia de Dios, sino a la ordenación natural, establecida por justo juicio de Dios inmediatamente al principio de la creación; y en esta retribución de los buenos, no se mira al mérito de Cristo, sino sólo a la primera institución del género humano, en la cual, por ley natural se constituyó, por justo juicio de Dios, se dé la vida eterna a la obediencia de los mandamientos.
12. Es sentencia de Pelagio: Una obra buena, hecha fuera de la gracia de adopción, no es merecedora del reino celeste.
13. Las obras buenas, hechas por los hijos de adopción, no reciben su razón de mérito por el hecho de que se practican por el espíritu de adopción, que habita en el corazón de los hijos de Dios, sino solamente por el hecho de que son conformes a la ley y que por ellas se presta obediencia a la ley.
14. Las buenas obras de los justos, en el día del juicio final, no reciben mayor premio del que por justo juicio de Dios merecen recibir.
15. La razón del mérito no consiste en que quien obra bien tiene la gracia y el Espíritu Santo que habita en él, sino solamente en que obedece a la ley divina.
16. No es verdadera obediencia a la ley la que se hace sin la caridad.
17. Sienten con Pelagio los que dicen que, con relación al mérito, es necesario que el hombre sea sublimado por la gracia de la adopción al estado deífico.
18. Las obras de los catecúmenos, así como la fe y la penitencia hecha antes de la remisión de los pecados, son merecimientos para la vida eterna; vida que ellos no conseguirán, si primero no se quitan los impedimentos de las culpas precedentes.
19. Las obras de justicia y templanza que hizo Cristo, no adquirieron mayor valor por la dignidad de la persona operante.
20 Ningún pecado es venial por su naturaleza, sino que todo pecado merece castigo eterno.
21. La sublimación y exaltación de la humana naturaleza al consorcio de la naturaleza divina, fue debida a la integridad de la primera condición y, por ende, debe llamarse natural y no sobrenatural.
22. Con Pelagio sienten los que entienden el texto del Apóstol ad Rom. II: Las gentes que no tienen ley, naturalmente hacen lo que es de ley [Rom. 2, 14], de las gentes que no tienen la gracia de la fe.
23. Absurda es la sentencia de aquellos que dicen que el hombre, desde el principio, fue exaltado por cierto don sobrenatural y gratuito, sobre la condición de su propia naturaleza, a fin de que por la fe, esperanza y caridad diera culto a Dios sobrenaturalmente.
24. Hombres vanos y ociosos, siguiendo la necedad de los filósofos, excogitaron la sentencia, que hay que imputar al pelagianismo, de que el hombre fue de tal suerte constituído desde el principio que por dones sobreañadidos a su naturaleza fue sublimado por largueza del Creador y adoptado por hijo de Dios.
25. Todas las obras de los infieles son pecados, y las virtudes de los filósofos son vicios.
26. La integridad de la primera creación no fue exaltación indebida de la naturaleza humana, sino condición natural suya.
27. El libre albedrío, sin la ayuda de la gracia de Dios, no vale sino para pecar.
28. Es error pelagiano decir que el libre albedrío tiene fuerza para evitar pecado alguno.
29. No son ladrones y salteadores solamente aquellos que niegan a Cristo, camino y puerta de la verdad y la vida, sino también cuantos enseñan que puede subirse al camino de la justicia (esto es, a alguna justicia) por otra parte que por el mismo Cristo [cf. Ioh. 10, 1].
30. O que sin el auxilio de su gracia puede el hombre resistir a tentación alguna, de modo que no sea llevado a ella y no sea por ella vencido.
31. La caridad sincera y perfecta que procede de corazón puro y conciencia buena y fe no fingida [1 Tim. 1, 5], tanto en los catecúmenos como en los penitentes, puede darse sin la remisión de los pecados.
32. Aquella caridad, que es la plenitud de la ley, no está siempre unida con la remisión de los pecados.
33. El catecúmeno vive justa, recta y santamente y observa los mandamientos de Dios y cumple la ley por la caridad, antes de obtener la remisión de los pecados que finalmente se recibe en el baño del bautismo.
34. La distinción del doble amor, a saber, natural, por el que se ama a Dios como autor de la naturaleza; y gratuito, por el que se ama a Dios como santificador, es vana y fantástica y excogitada para burlar las Sagradas Letras y muchísimos testimonios de los antiguos.
35. Todo lo que hace el pecador o siervo del pecado, es pecado.
36. El amor natural que nace de las fuerzas de la naturaleza, por sola la filosofía con exaltación de la presunción humana, es defendido por algunos doctores con injuria de la cruz de Cristo
37. Siente con Pelagio el que reconoce algún bien natural, esto es, que tenga su origen en las solas fuerzas de la naturaleza.
38. Todo amor de la criatura racional o es concupiscencia viciosa por la que se ama al mundo y es por Juan prohibida, o es aquella laudable caridad, difundida por el Espíritu Santo en el corazón, con la que es amado Dios [cf. Rom. 5, 5].
39. Lo que se hace voluntariamente, aunque se haga por necesidad; se hace, sin embargo, libremente.
40. En todos sus actos sirve el pecador a la concupiscencia dominante.
41. El modo de libertad, que es libertad de necesidad, no se encuentra en la Escritura bajo el nombre de libertad, sino sólo el nombre de libertad de pecado.
42. La justicia con que se justifica el impío por la fe, consiste formalmente en la obediencia a los mandamientos, que es la justicia de las obras; pero no en gracia [habitual] alguna, infundida al alma, por la que el hombre es adoptado por hijo de Dios y se renueva según el hombre interior y se hace partícipe de la divina naturaleza, de suerte que, así renovado por medio del Espíritu Santo, pueda en adelante vivir bien y obedecer a los mandamientos de Dios.
43. En los hombres penitentes antes del sacramento de la absolución, y en los catecúmenos antes del bautismo, hay verdadera justificación; separada, sin embargo, de la remisión de los pecados.
44. En la mayor parte de las obras, que los fieles practican solamente para cumplir los mandamientos de Dios, como son obedecer a los padres, devolver el depósito, abstenerse del homicidio, hurto o fornicación, se justifican ciertamente los hombres, porque son obediencia a la ley y verdadera justicia de la ley; pero no obtienen con ellas acrecentamiento de las virtudes.
45. El sacrificio de la Misa no por otra razón es sacrificio, que por la general con que lo es “toda obra que se hace para unirse el hombre con Dios en santa sociedad”.
46. Lo voluntario no pertenece a la esencia y definición del pecado y no se trata de definición, sino de causa y origen, a saber: si todo pecado debe ser voluntario.
47. De ahí que el pecado de origen tiene verdaderamente naturaleza de pecado, sin relación ni respecto alguno a la voluntad, de la que tuvo origen.
48. El pecado de origen es voluntario por voluntad habitual del niño y habitualmente domina al niño, por razón de no ejercer éste el albedrío contrario de la voluntad.
49. De la voluntad habitual dominante resulta que el niño que muere sin el sacramento de la regeneración, cuando adquiere el uso de la razón, odia a Dios actualmente, blasfema de Dios y repugna a la ley de Dios.
50. Los malos deseos, a los que la razón no consiente y que el hombre padece contra su voluntad, están prohibidos por el mandamiento: No codiciarás [cf. Ex. 20, 17].
51. La concupiscencia o ley de la carne, y sus malos deseos, que los hombres sienten a pesar suyo, son verdadera inobediencia a la ley.
52. Todo crimen es de tal condición que puede inficionar a su autor y a todos sus descendientes, del mismo modo que los inficionó la primera transgresión.
53. En cuanto a la fuerza de la transgresión, tanto demérito contraen de quien los engendra los que nacen con vicios menores, como los que nacen con mayores.
54. La sentencia definitiva de que Dios no ha mandado al hombre nada imposible, falsamente se atribuye a Agustín, siendo de Pelagio.
55. Dios no hubiera podido crear al hombre desde un principio, tal como ahora nace.
56. Dos cosas hay en el pecado: el acto y el reato; mas, pasado el acto, nada queda sino el reato, o sea la obligación a la pena.
57. De ahí que en el sacramento del bautismo, o por la absolución del sacerdote, solamente se quita el reato del pecado, y el ministerio de los sacerdotes sólo libra del reato.
58. El pecador penitente no es vivificado por el ministerio del sacerdote que le absuelve, sino por Dios solo, que al sugerirle e inspirarle la penitencia, le vivifica y resucita; mas por el ministerio del sacerdote sólo se quita el reato.
59. Cuando, por medio de limosnas y otras obras de penitencia, satisfacemos a Dios por las penas temporales, no ofrecemos a Dios un precio digno por nuestros pecados, como imaginan algunos erróneamente (pues en otro caso seriamos, en parte al menos, redentores), sino que hacemos algo, por cuyo miramiento se nos aplica y comunica la satisfacción de Cristo.
60. Por los sufrimientos de los Santos, comunicados en las indulgencias, propiamente no se redimen nuestras culpas; sino que, por la comunión de la caridad, se nos distribuyen los sufrimientos de aquéllos, a fin de ser dignos de que, por el precio de la sangre de Cristo, nos libremos de las penas debidas a los pecados.
61. La famosa distinción de los doctores, según la cual, de dos modos se cumplen los mandamientos de la ley divina, uno sólo en cuanto a la sustancia de las obras mandadas, otro en cuanto a determinado modo, a saber, en cuanto pueden conducir al que obra al reino eterno (esto es, por modo meritorio), es imaginaria y debe ser reprobada.
62. También ha de ser rechazada la distinción por la que una obra se dice de dos modos buena, o porque es recta y buena por su objeto y todas sus circunstancias (la que suele llamarse moralmente buena), o porque es meritoria del reino eterno, por proceder de un miembro vivo de Cristo por el Espíritu de la caridad.
63. Pero recházase igualmente la otra distinción de la doble justicia, una que se cumple por medio del Espíritu inhabitante de la caridad en el alma; otra que se cumple ciertamente por inspiración del Espíritu Santo que excita el corazón a penitencia, pero que no inhabita aún el corazón ni derrama en él la caridad por la que se puede cumplir la justificación de la ley divina.
64. También, la distinción de la doble vivificación; una en que es vivificado el pecador, al serle inspirado por la gracia de Dios el propósito e incoación de la penitencia y de la vida nueva; otra, por la que se vivifica el que verdaderamente es justificado y se convierte en sarmiento vivo en la vid que es Cristo, es igualmente imaginaria y en manera alguna conviene con las Escrituras.
65. Sólo por error pelagiano puede admitirse algún uso bueno del libre albedrío, o sea, no malo, y el que así siente y enseña hace injuria a la gracia de Cristo.
66. Sólo la violencia repugna a la libertad natural del hombre.
67. El hombre peca, y aun de modo condenable, en aquello que hace por necesidad.
68. La infidelidad puramente negativa en aquellos entre quienes Cristo no ha sido predicado, es pecado.
69. La justificación del impío se realiza formalmente por la obediencia a la ley y no por oculta comunicación e inspiración de la gracia que, por ella, haga a los justificados cumplir la ley.
70. El hombre que se halla en pecado mortal, o sea, en reato de eterna condenación, puede tener verdadera caridad; y la caridad, aun la perfecta, puede ser compatible con el reato de la eterna condenación.
71. Por la contrición, aun unida a la caridad perfecta y al deseo de recibir el sacramento, sin la actual recepción del sacramento, no se remite el pecado, fuera del caso de necesidad o de martirio.
72. Las aflicciones de los justos son todas absolutamente venganza de sus pecados; de aquí que lo que sufrieron Job y los mártires, a causa de sus pecados lo sufrieron.
73. Nadie, fuera de Cristo, está sin pecado original; de ahí que la Bienaventurada Virgen María murió a causa del pecado contraido de Adán, y todas sus aflicciones en esta vida, como las de los otros justos, fueron castigos del pecado actual u original.
74. La concupiscencia en los renacidos que han recaído en pecado mortal, en los que ya domina, es pecado, así como también los demás hábitos malos.
75. Los movimientos malos de la concupiscencia están, según el estado del hombre viciado, prohibidos por el mandamiento: No codiciarás [Ex. 20, 17]; de ahí que el hombre que los siente y no los consiente, traspasa el mandamiento: No codiciarás, aun cuando la transgresión no se le impute a pecado.
76. Mientras en el que ama, aún hay algo de concupiscencia carnal, no cumple el mandamiento: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón [Dt. 6, 5; Mt. 22, 37].
77. Las satisfacciones trabajosas de los justificados no tienen fuerza para expiar de condigno la pena temporal que queda después de perdonado el pecado.
78. La inmortalidad del primer hombre no era beneficio de la gracia, sino condición natural.
79. Es falsa la sentencia de los doctores de que el primer hombre podía haber sido creado e instituído por Dios, sin la justicia natural
Estas sentencias, ponderadas con riguroso examen delante de Nos, aunque algunas pudieran sostenerse en alguna manera, en su rigor y en el sentido por los asertores intentado las condenamos respectivamente como heréticas, erróneas, sospechosas, temerarias, escandalosas y como ofensivas a los piadosos oídos.
Sobre los cambios (esto es, permutaciones de dinero, documentos de crédito)
[De la constitución In eam pro nostro, de 28 de enero de 1671]
En primer lugar, pues, condenamos todos aquellos cambios que se llaman fingidos, que se efectúan de este modo: los contratantes simulan efectuar cambios para determinadas ferias, o sea para otros lugares; los que reciben el dinero entregan, en verdad, sus letras de cambio con destino a aquellos lugares, pero no son enviadas o son enviadas de modo que, pasado el tiempo, se devuelven nulas al punto de procedencia o también, sin entregar letra alguna de esta clase, se reclama finalmente el dinero con interés allí donde se había celebrado el contrato; porque entre los que daban y recibían así se había convenido desde el principio, o ciertamente tal era su intención, y nadie hay que en las ferias o en los lugares antedichos efectúe el pago de las letras recibidas. A este mal es semejante el de entregar dinero a título de depósito o de cambio fingido, para ser luego restituido en el mismo lugar o en otro con intereses.
Mas también en los cambios que se llaman reales, a veces, según se nos informa, los cambistas difieren el término establecido de pago, percibido o solamente prometido lucro por tácito o expreso convenio. Todo lo cual Nos declaramos ser usurario y prohibimos con todo rigor que se haga.
SAN PIO V, 1566-1572

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