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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la ley natural


[De la Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]

Es cosa de todo punto averiguada que la fuente primera y más profunda de los males que afligen a la moderna sociedad, tiene su hontanar en el hecho de negarse y rechazarse la norma universal de moralidad, ya en la vida privada de los individuos, ya en el mismo Estado y en las mutuas relaciones que ligan a los pueblos y naciones; es decir, que se niega y echa en olvido la misma ley natural. Esta ley natural estriba, como en su fundamento, en Dios, omnipotente, creador y padre de todos, y juntamente supremo y perfectísimo legislador y juez sapientísimo y justísimo de las acciones humanas. Cuando temerariamente se reniega de la eterna Divinidad, al punto cae vacilante el principio de toda honestidad, al punto calla la voz de la naturaleza o se debilita poco a poco; aquella voz que enseña aun a los indoctos y a las mismas tribus salvajes qué es bueno y qué es malo, qué licito y qué ilícito, y les avisa que un día habrán de dar cuenta ante el Supremo Juez del bien y del mal que hubieren hecho.

PIO XII


Del derecho de gentes


[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]

Aquella concepción, Venerables Hermanos, que atribuye al Estado un poder casi infinito, resulta un error pernicioso no sólo para la vida interna de las naciones y para su próspero desenvolvimiento, sino que daña también a las mutuas relaciones entre los pueblos, como quiera que rompe aquella unidad con que es menester que todos los Estados estén entre sí enlazados, despoja al derecho de gentes de su fuerza y su firmeza y, abriendo el camino a la violación de los derechos ajenos, hace en extremo difícil la pacífica y tranquila convivencia.

Porque es así que, si bien el género humano, por ley de orden natural establecida por Dios, se divide en clases de ciudadanos y también en naciones y Estados que, en lo que atañe a la organización de su régimen interno, son independientes unos de otros; todavía está ligado por mutuos vínculos en materia jurídica y moral, y viene a unirse en una universal y grande comunidad de pueblos que se destina a conseguir el bien de todas las naciones y se rige por las normas peculiares que protegen la unidad y promueven su prosperidad.

Ahora bien, no hay quien no vea que estos supuestos derechos del Estado absolutísimos, y que a nadie absolutamente han de sujetarse, están en abierta contradicción con esta ley inmanente y natural, y fundamentalmente la destruyen; y no es menos evidente que aquel poder Absoluto deja al arbitrio de los gobernantes los legítimos pactos con que las naciones se unen entre sí, e impide la concordia de todos los ánimos y la entrega mutua a una eficaz colaboración. Esto ciertamente exigen, Venerables Hermanos, las armónicas y duraderas relaciones de los Estados, exígelo los vínculos de la amistad, de los que sólo bienes han de nacer, que los pueblos reconozcan debidamente y debidamente obedezcan a los principios y normas del derecho natural, que ha de regir las relaciones entre las naciones. Por manera semejante, esos mismos principios mandan que a cada uno se le respete su libertad y a todos se les concedan aquellos derechos por los que han de vivir y llegar, por el camino del progreso civil, a una prosperidad cada día mayor; y mandan, finalmente, que los pactos estipulados y sancionados conforme al derecho de gentes, se guarden íntegra e inviolablemente.

No hay duda alguna que sólo podrán convivir pacíficamente las naciones, sólo podrán regirse por relaciones públicas y jurídicamente estatuidas, cuando exista mutua confianza, cuando todos estén persuadidos de que por una y otra parte se ha de guardar incólume la fe dada, cuando todos tengan por axioma que es mejor la sabiduría que las armas bélicas [cf. Eccl. 9, 18]; y además, cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren dilaciones, controversias, dificultades y cambios, todo lo cual puede originarse no solamente de mala voluntad, sino de un cambio de circunstancias y de un conflicto real de intereses.

Por otra parte, separar el derecho de gentes del derecho divino para que estribe como único fundamento en el arbitrio de los rectores del Estado, no otra cosa significa que derrocar al mismo derecho del trono de su honor y de su firmeza, y entregarlo al excesivo y apasionado afán del interés privado y público, únicamente preocupado de hacer valer los propios derechos, desconociendo los ajenos.

Cierto que en el decurso del tiempo, por un cambio sustancial de las circunstancias que al firmar el pacto no se preveían y quizá ni podían preverse, puede un pacto integro o algunas de sus cláusulas resultar o parecer injusto para una de las partes estipulantes o, por lo menos, serle demasiado gravosas o no poderse, en fin, llevar a la práctica. Si esto sucede, no hay duda que debe oportunamente acudirse a una leal y honrada discusión para modificar oportunamente el pacto o sustituirlo por otro. Mas tenerlos por cosas transitorias y caducas y atribuirse tácitamente el poder de rescindirlos siempre que así parezca exigirlo el propio interés, por propia cuenta, sin consultar y hasta despreciando al otro pactante, es procedimiento que destruye infaliblemente la debida fe mutua entre los Estados y, por tanto, se trastorna fundamentalmente el orden de la naturaleza, y pueblos y naciones se separan entre sí por abismos enormes, imposibles de llenar.

PIO XII

Del Espíritu Santo como alma de la Iglesia


[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Y si atentamente consideramos este divino principio de vida y eficacia, dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, fácilmente entenderemos no ser otro que el Espíritu Paráclito que procede del Padre y del Hijo y que de modo peculiar es llamado “Espíritu de Cristo” o “Espíritu del Hijo” [Rom. 8, 9; 2 Cor. 3, 17; Gal. 4, 6]. Porque con este Espíritu de gracia y de verdad adornó su alma el Hijo de Dios en el mismo seno incontaminado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su templo amadísimo; este Espíritu nos mereció Cristo con su sangre derramada en la cruz; éste, finalmente, alentando sobre los Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados [cf. Ioh. 20, 22]; y mientras solamente Cristo recibió este Espíritu sin medida [cf. Ioh. 3, 34], a los miembros de su Cuerpo místico se les reparte la plenitud de Cristo mismo sólo en la medida de la donación de Cristo [cf. Eph. 1, 8; 4, 7]. Y después que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con ubérrima efusión, a fin de que ella cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios [Rom. 8, 14-17; Gal. 4, 6-7], para que contemplando algún día todos nosotros la gloria del Señor a cara descubierta, nos transformemos en su misma imagen, de claridad en claridad [2 Cor. 3, 18].

Ahora bien, a este Espíritu de Cristo, como principio invisible, hay que atribuir también que todas las partes del Cuerpo estén íntimamente unidas tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, como quiera que Él está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de sus miembros, en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras, según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. Él, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y realmente saludable en todas las partes del cuerpo. Él es el que, aunque por sí mismo se halle presente en todos los miembros y en ellos obre por su divino influjo, en los inferiores, sin embargo, obra también por el ministerio de los superiores. Él es, finalmente, quien a par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Esta presencia y acción del Espíritu de Jesucristo, la significó breve y concisamente nuestro sapientísimo predecesor León XIII, de inmortal memoria, en su Carta Encíclica Divinum lllud con estas palabras: “Baste afirmar que mientras Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma”.

PIO XII

Del parentesco entre la Bienaventurada Virgen María y la Iglesia


[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

Ella [la Virgen Madre de Dios] fue la que, libre de toda mancha personal u original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán, manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era madre corporalmente de nuestra Cabeza, fuera hecha espiritualmente por un nuevo titulo de dolor y de gloria, madre de todos sus miembros. Ella fue la que por sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del divino Redentor que ya habla sido dado en la cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés, Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles cumplió lo que falta a los padecimientos de Cristo... por su Cuerpo, que es la Iglesia [Col. 1, 24], y prodigó al Cuerpo místico de Cristo, nacido del corazón abierto de nuestro Salvador, el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.

Ella, pues, Madre Santísima de todos los miembros de Cristo, a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente a todos los hombres, y que ahora brilla en el cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma y reina juntamente con su Hijo, obtenga de Él con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción copiosos raudales de gracias sobre todos los miembros de su místico Cuerpo.

PIO XII

De la autenticidad de la Vulgata


[De la Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

En cuanto al hecho de que el Concilio de Trento quiso que la Vulgata fuera la versión latina, “que todos usasen como auténtica”, ello a la verdad, como todos saben, sólo se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la Escritura, y, sin género de duda, no disminuye en modo alguno la autoridad y valor de los textos originales. Porque no se trataba en aquella ocasión de textos originales, sino de las versiones latinas que en aquella época corrían, entre las cuales el mismo Concilio decretó con razón que debía ser preferida aquella que “ha sido aprobada en la Iglesia misma por el largo uso de tantos siglos”.

Así, pues, esta privilegiada autoridad o, como dicen, autenticidad de la Vulgata, no fue establecida por el Concilio por razones principalmente críticas, sino más bien por su uso legítimo en las Iglesias, durante el decurso de tantos siglos; uso a la verdad, que demuestra que la Vulgata, tal como la entendió y entiende la Iglesia, está totalmente inmune de todo error en materias de fe y costumbres; de suerte que, por testimonio y confirmación de la misma Iglesia, se puede citar con seguridad y sin peligro de errar en las disputas, lecciones y predicaciones; y, por tanto, este género de autenticidad no se llama con nombre primario crítica, sino más bien jurídica. Por lo cual, esta autoridad de la Vulgata en materias de doctrina no veda en modo alguno —antes, por lo contrario, hoy más bien exige— que esta misma doctrina se compruebe y confirme también por los textos primitivos; ni tampoco que corrientemente se invoque el auxilio de esos mismos textos, con los que dondequiera y cada día más se patentice y exponga el recto sentido de las Sagradas Letras. Y ni siquiera prohíbe el decreto del Concilio de Trento que, para uso y provecho de los fieles y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en las lenguas vulgares, y eso aun tomándolas de los textos originales, como sabemos haberse hecho laudablemente en muchas partes, con aprobación de la autoridad de la Iglesia.

PIO XII

Del sentido literal y místico de la Sagrada Escritura



[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

Armado egregiamente con el conocimiento de las lenguas antiguas y con los recursos de la crítica, pase el exegeta católico a aquella tarea que es la suprema que se le impone, a saber: hablar y exponer el genuino sentido de los Sagrados Libros. Al llevar a cabo esta obra, tengan presente los intérpretes que su máximo cuidado ha de dirigirse a ver y determinar con claridad cuál es el sentido de las palabras bíblicas que se llama literal. Este sentido literal han de averiguar con toda diligencia por medio del conocimiento de las lenguas, con ayuda del contexto y de la comparación con pasajes semejantes; a todo lo cual suele también apelarse en la interpretación de los escritores profanos, a fin de que aparezca patente y claro el pensamiento del autor. Sólo que los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose que aquí se trata de una palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación fue por Dios mismo confiada a la Iglesia, no han de tener menos diligentemente en cuenta las explicaciones y declaraciones del magisterio de la Iglesia, así como la interpretación dada por los Santos Padres y la “analogía de la fe”, como sapientísimamente advierte León XIII en su Carta Encíclica Providentissimus Deus. Traten también con singular empeño de no exponer solamente —cosa que con dolor vemos se hace en algunos comentarios— las cosas que atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo; sino que, sin dejar de alegarlas oportunamente, en cuanto pueden contribuir a la exégesis, muestren sobre todo cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros o textos sobre la fe y las costumbres, de suerte que esta su exposición no sólo sirva a los maestros de teología para proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que ayude también a los sacerdotes para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, en fin, a todos los fieles, para llevar una vida santa y digna del hombre cristiano.

Como den tal interpretación, ante todo, como hemos dicho, teológica, eficazmente reducirán a silencio a quienes, afirmando que en los comentarios bíblicos apenas hallan nada que eleve la mente a Dios, nutra el espíritu y promueva la vida interior, andan repitiendo que hay que acudir a no sabemos qué interpretación espiritual que ellos llaman mística. Cuán poco acertado sea su sentir, enséñalo la misma experiencia de muchos que, meditando y considerando una y otra vez la palabra de Dios, han perfeccionado su espíritu y se han sentido movidos de vehemente amor a Dios, y lo mismo ponen de manifiesto la constante instrucción de la Iglesia y los avisos de los más grandes Doctores.

A la verdad, no se excluye de la Sagrada Escritura todo sentido espiritual. Porque las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento, de tal manera fueron sapientísimamente dispuestas y ordenadas por Dios, que las pasadas significaran de manera espiritual anticipadamente las que estaban por venir en la Nueva Alianza de la gracia. Por ello, el exegeta, así como debe hallar y exponer el que llaman sentido literal de las palabras, cual el hagiógrafo lo intentara y expresara, así también ha de hacer con el espiritual, con tal que debidamente conste que éste fue dado por Dios. Puesto que solamente Dios pudo conocer y revelarnos este sentido espiritual. Ahora bien, en los Santos Evangelios nos indica y enseña este sentido el mismo Salvador divino lo profesan también los Apóstoles de palabra y por escrito, imitando el ejemplo de su Maestro; lo demuestra la doctrina perpetuamente enseñada por la Iglesia, y nos lo declara, finalmente, el uso antiquísimo de la Liturgia, dondequiera que pueda debidamente aplicarse el conocido axioma: “La ley de orar es la ley de creen”. Así, pues, este sentido espiritual intentado y ordenado por el mismo Dios, descúbranlo y propónganlo los exegetas católicos con aquella diligencia que la dignidad de la palabra divina reclama; pero guarden religiosa cautela de no proponer, como genuino sentido de la Sagrada Escritura, otros sentidos traslaticios.

De los géneros literarios en la Sagrada Escritura

[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]

Así, pues, el intérprete, con todo empeño y sin descuidar luz alguna que hayan aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál fue el carácter y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de decir empleó. Porque así podrá conocer más plenamente quién haya sido el hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir. Porque a nadie se le oculta que la norma suprema de la interpretación es aquella por la que se averigua y define qué es lo que el escritor intentó decir, como egregiamente lo advierte San Atanasio: “Aquí, como conviene hacerlo en todos los otros pasajes de la Sagrada Escritura, hay que observar con qué ocasión habló el Apóstol; hay que atender cuidadosa y fielmente cuál es la persona y cuál el asunto que le movió a escribir, no sea que ignorándolo o entendiendo otra cosa distinta, nos descaminemos de su verdadero sentir”.

Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no está muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales, como en los escritores de nuestra época. Y efectivamente, qué quisieron ellos dar a entender con sus palabras, no se determina solamente por las leyes de la gramática y de la filología, ni sólo por el contexto del discurso; sino que es de todo punto necesario que el intérprete se traslade, como si dijéramos, mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente a fin de que, debidamente ayudado por los recursos de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y claramente vea qué géneros literarios, como dicen, quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad. Porque los antiguos orientales no siempre empleaban, para expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino más bien aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exegeta no lo puede establecer como de antemano, sino solamente por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente. Ahora bien, esta investigación, llevada a cabo en estos últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que antes, ha manifestado con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos, ora en la descripción poética de las cosas, ora en el establecimiento de las normas y leyes de la vida, ora, en fin, en la narración de los hechos y acontecimientos. Esta misma investigación ha probado lúcidamente que el pueblo israelítico se aventajó singularmente entre las demás naciones de Oriente a escribir bien la historia tanto por su antigüedad, como por la fiel relación de los hechos, lo cual, a la verdad, se deduce del carisma de la divina inspiración y del fin peculiar de la historia bíblica que pertenece a la religión. Sin embargo, que también en los escritores sagrados, como en los demás antiguos, se hallan artes determinadas de exponer y de narrar, idiotismos especiales, propios particularmente de las lenguas semíticas, las que se llaman aproximaciones, determinadas hipérboles de lenguaje, y hasta a veces también paradojas con que las cosas se imprimen mejor en la mente, cosa es que no puede ciertamente sorprender a quienquiera sienta rectamente de la inspiración bíblica. Porque ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los antiguos, y señaladamente entre los orientales, se valía el lenguaje humano para expresar el pensamiento, es ajena a los Libros Sagrados, con la condición, sin embargo, que el genero de decir empleado no repugne en modo alguno a la santidad ni a la verdad de Dios, como lo advierte con su peculiar sagacidad el mismo Angélico Doctor con estas palabras: “En la Escritura las cosas divinas se nos dan al modo como suelen usar los hombres”. Porque a la manera como el Verbo sustancial de Dios, se hizo semejante a los hombres en todo “excepto el pecado” [Hebr. 4, 15], así las palabras de Dios expresadas por lenguas humanas, se han hecho en todo semejantes al humano lenguaje, excepto en el error; y esto fue lo que ya San Juan Crisóstomo exaltó con suma alabanza como una ~rVyK~I, d/3a.o'~S O condescendencia de Dios providente, y afirmó que se da una y muchas veces en los Libros Sagrados.

Por esto, para satisfacer debidamente a las necesidades actuales de la ciencia bíblica en la exposición de la Sagrada Escritura y en la demostración y comprobación de su inmunidad de todo error, válgase también prudentemente el exegeta católico del subsidio de averiguar hasta qué punto la forma de decir o género literario empleado por el hagiógrafo, pueda contribuir a su verdadera y genuina interpretación; y persuádase que no puede descuidar esta parte de su oficio sin gran menoscabo de la exégesis católica. Porque no raras veces —para no tocar más que este punto— cuando algunos en son de reproche cacarean que los autores sagrados se descarriaron de la fidelidad histórica o que contaron las cosas con menos exactitud, se averigua no tratarse de otra cosa que de los acostumbrados y originales modos de hablar y narrar que corrientemente solían emplearse en el mutuo trato humano y que de hecho se empleaban por lícita y general costumbre. Conocidas, pues, y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar de los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad históricas de las Divinas Letras, y no menos aptamente conducirá tal estudio a un más pleno y luminoso conocimiento de la mente del Autor sagrado.

PIO XII

La presencia de Cristo en los misterios de la Iglesia


[De la Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

En toda acción litúrgica Juntamente con la Iglesia está presente su divino Fundador; presente está Cristo en el augusto Sacrificio del altar, ora en la persona de sus ministros, ora sobre todo bajo las especies eucarísticas; presente está en los sacramentos por su virtud, la cual trasfunde en ellos, como instrumentos para producir. la santidad; presente está finalmente en las alabanzas y súplicas elevadas a Dios, según su palabra: Dondequiera hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos [Mt. 18, 20]...

Por eso el año litúrgico, al que alimenta y acompaña la piedad de la Iglesia, no es fría e inerte representación de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni mero y desnudo recuerdo de una edad anterior. Sino que es más bien Cristo mismo que sigue en su Iglesia y continúa aquel camino de su inmensa misericordia que Él mismo inició en esta vida mortal, cuando pasaba haciendo bien, con el piadosísimo designio de que las almas de los hombres se pusiesen en contacto con sus misterios, y por ellos, en cierto modo, vivieran. Los cuales misterios, por cierto, están constantemente presentes y obran a la manera no indeterminada y medio oscura de que hablan neciamente algunos escritores modernos, sino de la manera que nos enseña la doctrina católica; pues, según sentir de los Doctores de la Iglesia, son no solamente ejemplos eximios de cristiana perfección, sino fuentes también de la divina gracia, por los méritos y oraciones de Cristo, y por su efecto perduran en nosotros, como quiera que cada uno, según su índole, es a su modo causa de nuestra salvación.

PIO XII

Entre la vida ascética y la piedad de la Liturgia

[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

Consiguientemente, en la vida espiritual, no puede darse discrepancia ni oposición alguna entre la acción divina que infunde la gracia en las almas para perpetuar nuestra redención y la simultánea y laboriosa cooperación del hombre, que no ha de hacer vano el don de Dios [cf. 2 Cor. 6, l]; tampoco entre la eficacia del rito externo de los sacramentos que proviene ex opere operato y el acto meritorio de aquellos que los administran o reciben, acto que llamamos opus operantis, y por modo semejante, entre las súplicas públicas y las oraciones privadas; entre la recta manera de obrar y la contemplación de las cosas de arriba; entre la vida ascética y la piedad de la Liturgia, ni, finalmente, entre la jurisdicción y legítimo magisterio de la jerarquía eclesiástica y aquella potestad que propiamente se llama sacerdotal y que se ejerce en el sagrado ministerio.

Por graves motivos, la Iglesia prescribe a los que por cargo oficial sirven al altar y a los que han abrazado la vida religiosa que en determinados tiempos se den a la piadosa meditación, al diligente examen y enmienda de su conciencia y demás espirituales ejercicios, pues ellos de modo peculiar están destinados a desempeñar las funciones litúrgicas del sacrificio y de la alianza divina. Indudablemente, la oración litúrgica, por ser la pública plegaria de la ínclita esposa de Jesucristo, aventaja en excelencia a las oraciones privadas. Pero esta superior excelencia no significa en modo alguno que haya discrepancia o repugnancia entre estas dos especies de oración. En efecto, como uno solo y mismo sentimiento anima a las dos, juntamente confluyen y se concilian conforme a la palabra: Todo y en todas las cosas Cristo [Col. 3, 11]; y a un mismo fin se enderezan. a que Cristo se forme en nosotros [Gal. 4,

PIO XII

Participación de los fieles en el sacerdocio de Cristo


[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]

Conviene... que todos los fieles se den cuenta de que su deber supremo, a par que su suprema dignidad, es participar del sacrificio eucarístico...

Sin embargo, del hecho de que los fieles participan del sacrificio eucarístico, no se sigue que gocen también de dignidad sacerdotal. Esto es de todo punto necesario que lo pongáis bien claro ante los ojos de vuestra grey.

Porque hay en la actualidad quienes volviendo a errores ya de antiguo condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento solamente se entiende por sacerdocio lo que atañe a todos los que han sido purificados por las aguas del bautismo y que el mandato de Jesús a los Apóstoles de que hicieran lo mismo que Él había hecho, pertenece directamente a toda la comunidad de los fieles y, consiguientemente, que sólo posteriormente se constituyó el sacerdocio jerárquico. De ahí que opinan que el pueblo goza de verdadera potestad sacerdotal y que el sacerdote solamente obra por función delegada de la comunidad. Por eso tienen el sacrificio eucarístico por verdadera concelebración y opinan que vale más que los sacerdotes “concelebren” juntamente con el pueblo presente que no que ofrezca el sacrificio sin la presencia del pueblo.

Es ocioso explicar cuánto contradicen estos capciosos errores a las verdades que ya antes hemos dejado asentadas al tratar del grado de que goza el sacerdote en el cuerpo místico de Cristo. Una cosa, sin embargo, creemos oportuno recordar y es que el sacerdote solamente representa al pueblo porque representa la persona de Nuestro Señor Jesucristo en cuanto es Cabeza de todos los miembros y por ellos se ofrece a sí mismo, y que se acerca, por ende al altar como ministro de Cristo, inferior ciertamente a Cristo, pero superior al pueblo. El pueblo, en cambio, puesto que por ningún concepto representa la persona del divino Redentor ni es mediador entre si mismo y Dios, de ningún modo puede gozar de derecho sacerdotal. Todo esto consta por certeza de fe; sin embargo, fuera de eso, hay que afirmar que también los fieles ofrecen la divina víctima, aunque de diverso modo.

Así lo declararon ya luminosamente algunos de nuestros antecesores y doctores de la Iglesia. “No sólo —dice Inocencio III, de inmortal memoria— ofrecen los sacerdotes, sino todos los fieles: porque lo que especialmente se cumple por ministerio de los sacerdotes, se hace universalmente por deseo de los fieles”. Y nos place aducir uno siquiera de los muchos dichos de San Roberto Belarmino a este propósito: “El sacrificio —dice— se ofrece principalmente en la persona de Cristo; así, pues, esta oblación que sigue a la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha por Cristo y de que juntamente con Él la ofrece”. No menos claramente indican y manifiestan también los ritos y oraciones del sacrificio eucarístico que la oblación de la victima es hecha por los sacerdotes juntamente con el pueblo...

Ni es de maravillar que los fieles sean elevados a semejante dignidad. Porque por el lavatorio del bautismo, son hechos los cristianos por título general, en el Cuerpo místico, miembros de Cristo sacerdote y en virtud del carácter que queda como esculpido en su alma, son diputados para el culto divino y, consiguientemente, participan, según su condición, del sacerdocio de Cristo...

Pero hay también una razón íntima para que pueda decirse que también los fieles, mayormente los que asisten al altar, ofrecen el Sacrificio.

Para que en materia tan grave no se deslice un pernicioso error, es preciso circunscribir la voz “ofrecer” dentro de los límites de su propia significación. Efectivamente, aquella incruenta inmolación, por la que, pronunciadas las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, se realiza por solo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto representa a los fieles. Mas por el hecho de que el sacerdote pone sobre el altar la victima divina, preséntala como oblación a Dios Padre para gloria de la Santísima Trinidad y en bien de toda la Iglesia. Ahora bien, en esta oblación, estrictamente dicha, los fieles participan a su modo y por doble razón: porque no sólo por manos del sacerdote, sino con él en cierto modo ofrecen también el sacrificio: por esta participación, también la oblación del pueblo forma parte del culto litúrgico mismo.

Ahora, que los fieles ofrecen el sacrificio por manos del sacerdote es evidente por el hecho de que el ministro del altar representa la persona de Cristo, y como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; de donde resulta que con razón se dice que toda la Iglesia presenta por medio de Cristo la oblación de la victima. Mas que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote, no se establece por razón de que los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, cosa que atañe sólo al ministro divinamente diputado para ello; sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias con los votos o intención de la mente del sacerdote y hasta del mismo Sumo Sacerdote, con el fin de que sean presentados a Dios Padre en la misma oblación de la victima, aun por el rito externo del sacerdote. En efecto, es menester que el rito externo del sacrificio, por su misma naturaleza, manifieste el culto interno; y el sacrificio de la nueva Ley significa aquel supremo acatamiento con que el mismo principal oferente que es Cristo, y por Él todos sus miembros místicos, honran y veneran a Dios con el debido honor.

PIO XII

De la materia y forma del sacramento


[Constitución Apostólica Sacramentum ordinis, de 30 de noviembre de 1947]

1. La fe católica profesa que el sacramento del orden instituida por Cristo Señor, y por el que se da el poder espiritual y se confiere gracia para desempeñar debidamente los deberes eclesiásticos, es uno y el mismo para toda la Iglesia... Ni tampoco en el decurso de los siglos sustituyó o pudo la Iglesia sustituir con otros sacramentos los instituidos por Cristo Señor, como quiera que, según la doctrina del Concilio de Trento, los siete sacramentos de la nueva Ley han sido todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor y ningún poder compete a la iglesia sobre “la sustancia de los sacramentos”, es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental...

3. Ahora bien, es sentir constante de todos que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son sensibles y eficientes de la gracia invisible, no sólo deben significar la gracia que producen, sino producir la que significan. Ahora bien, los efectos que deben producirse y, por ende, significarse, por la sagrada ordenación del diaconado, del presbiterado y del episcopado, que son la potestad y la gracia, en todos los ritos de la Iglesia universal de todos los tiempos y regiones se ve que están suficientemente significados por la imposición de manos y las palabras que la determinan. Y además, nadie hay que ignore que la Iglesia Romana tuvo siempre por válidas las órdenes conferidas por el rito griego sin la entrega de los instrumentos, de suerte que en el mismo Concilio de Florencia en que se hizo la unión de los griegos con la Iglesia Romana, en modo alguno se impuso a los griegos que cambiaran el rito de la ordenación o le añadieran la entrega de los instrumentos; es más, la Iglesia quiso que en la misma Urbe los griegos se ordenaran según su propio rito. De donde se colige que ni siquiera, según la mente del Concilio de Florencia, se requiere por voluntad del mismo Señor nuestro Jesucristo la entrega de los instrumentos para la validez y sustancia de este sacramento. Y si alguna vez por voluntad y prescripción de la Iglesia aquélla ha sido también necesaria para la validez, todos saben que la Iglesia tiene poder para cambiar y derogar lo que ella ha estatuido.

4. Siendo esto así, después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica y a ciencia cierta, declaramos y, en cuanto preciso sea, decretamos y disponemos: Que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales —es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo— y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales. De aquí se sigue que declaremos, como, para cerrar el camino a toda controversia y ansiedad de conciencia, con nuestra autoridad apostólica realmente declaramos y, si alguna vez legítimamente se hubiere dispuesto otra cosa, estatuimos que, por lo menos en adelante, la entrega de los instrumentos no es necesaria para la validez de las sagradas órdenes de diaconado, presbiterado y episcopado.

5. En cuanto a la materia y forma en la colación de cada una de las órdenes, por nuestra misma suprema autoridad apostólica decretamos y constituimos lo que sigue: En la ordenación diaconal, la materia es la imposición de manos del obispo que en el rito de esta ordenación sólo ocurre una sola vez. La forma consta de las palabras “del Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez las siguientes: “Envía sobre él, te rogamos, Señor, al Espíritu Santo por el que sea robustecido con el don de tu gracia septiforme para cumplir fielmente la obra de tu ministerio”. En la ordenación presbiteral, la materia es la primera imposición de manos del obispo que se hace en silencio, pero no la continuación de la misma imposición por medio de la extensión de la mano derecha, ni la última a que se añaden las palabras: “Recibe el Espíritu Santo: a quien perdonares los pecados, etc.”. La forma consta de las palabras del “Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez, las siguientes: “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo la dignidad del Presbiterio; renueva en sus entrañas el espíritu de santidad para que alcance recibido de ti, oh Dios, el cargo del segundo mérito y muestre con el ejemplo de su conducta la severidad de las costumbres”. Finalmente, en la ordenación o consagración episcopal, la materia es la imposición de las manos que se hace por el Obispo consagrante. La forma consta de las palabras del “Prefacio” de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez, las siguientes: “Completa en tu Sacerdote la suma de tu ministerio y, provisto de los ornamentos de toda glorificación, santifícalo con el rocío del ungüento celeste...

6. Y para que no se dé lugar a dudas, mandamos que en la colación de cualquier orden, se haga la imposición de manos tocando físicamente la cabeza del ordenando, si bien el contacto moral basta para conferir válidamente el sacramento... Las disposiciones de esta nuestra constitución no tienen fuerza retroactiva...

PIO XII

Documentos del Pentateuco y del genero literario

Del tiempo de los documentos del Pentateuco y del genero literario de los once primeros capítulos del Génesis

[Carta del Secretario de la Comisión Bíblica al Cardenal Suhard, arzobispo de París, fecha a 16 de enero de 1948]

El Padre Santo se ha dignado confiar al examen de la Pontificia Comisión Bíblica, dos cuestiones que fueron recientemente sometidas a Su Santidad acerca de las fuentes del Pentateuco y de la historicidad de los once primeros capítulos del Génesis. Estas dos cuestiones, con sus considerandos y votos, han sido objeto del más atento estudio por parte de los Rvmos. Consultores y de los Eminentísimos Cardenales, miembros de dicha Comisión. Como resultado de sus deliberaciones, Su Santidad se ha dignado aprobar la respuesta siguiente en la audiencia concedida al que suscribe con fecha de 16 de enero de 1948.

La Pontificia Comisión Bíblica se complace en rendir homenaje al sentimiento de filial confianza que ha inspirado este paso y desea corresponder a él por un esfuerzo sincero de promover los estudios bíblicos, asegurándoles, dentro de los limites de la enseñanza tradicional de la Iglesia, la más completa libertad. Esta libertad ha sido explícitamente afirmada por la Encíclica Divino afflante Spiritu del soberano Pontífice gloriosamente reinante en estos términos: “El exegeta católico, llevado de activo y fuerte amor de su propia ciencia, y sinceramente adicto a la Santa Madre Iglesia, por nada ha de cejar en su empeño de acometer una y otra vez las cuestiones difíciles que hasta el presente no han sido resueltas, no sólo para rechazar las objeciones de los adversarios, sino para tratar de hallar una sólida explicación que, por una parte, esté fielmente de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, señaladamente con lo que enseña sobre la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y, por otra, satisfaga del modo debido a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas.

Ahora bien, recuerden todos los demás hijos de la Iglesia que los esfuerzos de estos denodados obreros de la viña del Señor, han de ser juzgados no sólo con ánimo de justicia y equidad, sino con suma caridad; y apártense de aquel afán nada prudente por el que se cree que todo lo nuevo, por el hecho de ser nuevo, ha de ser condenado o tenido por sospechoso”.

Si a la luz de esta recomendación del soberano Pontífice se entienden e interpretan las tres respuestas oficiales dadas antaño por la Comisión Bíblica a propósito de las antes mentadas cuestiones; a saber, el 23 de junio de 1905 sobre los relatos que sólo tendrían apariencia histórica en los libros históricos de la Sagrada Escritura (EB 154), el 27 de junio de 1906 sobre la autenticidad musaica del Pentateuco (EB 174-177), y el 30 de junio de 1939 sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis (EB 332-339), se concederá que estas respuestas no se oponen en modo alguno a un examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años. En consecuencia, la Comisión Bíblica no cree que haya lugar a promulgar, por lo menos de momento, nuevos decretos a propósito de estas cuestiones.

En lo que a la composición del Pentateuco se refiere, la Comisión Bíblica reconocía ya en el mentado Decreto de 27 de junio de 1906 que se podía afirmar que Moisés “para componer su obra se sirvió de documentos escritos o de tradiciones orales” y admitir también modificaciones y adiciones posteriores a Moisés (EB 176-177). Hoy no hay nadie que ponga en duda la existencia de estas fuentes y no admita un acrecimiento progresivo de las leyes mosaicos, debido a las condiciones sociales y religiosas de los tiempos posteriores, progresión que se manifiesta también en los relatos históricos.

Sin embargo, aun en el campo de los exegetas no católicos, se profesan hoy día opiniones muy divergentes respecto a la naturaleza y el número de tales documentos, su denominación y su fecha. Ni siquiera faltan en diferentes países, autores que, por razones puramente críticas e históricas, y sin intención alguna apologética, rechazan resueltamente las teorías más en boga hasta ahora, y buscan la explicación de ciertas particularidades redaccionales del Pentateuco, no tanto en la diversidad de los supuestos documentos, cuanto en la psicología especial, en los procedimientos particulares, mejor conocidos hoy día, del pensamiento y de la expresión de los orientales, o también en el diferente género literario postulado por la diversidad de materias. Por eso, invitamos a los sabios católicos a estudiar estos problemas sin prejuicio alguno, a la luz de una sana crítica y de los resultados de las otras ciencias interesadas en estas materias, y este estudio establecerá sin duda la gran parte y la profunda influencia de Moisés como autor y como legislador.

La cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a todos los problemas que plantea... Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido...

De la fecundación artificial

[De la alocución de Pío XII, de 29 de septiembre de 1949, ante el Cuarto Congreso Internacional de Médicos Católicos]

1. La práctica de esta fecundación artificial desde el momento que se trata del hombre, no puede ser considerada ni exclusiva ni principalmente desde el punto de vista biológico y médico, dejando a un lado el de la moral y del derecho.

2. La fecundación artificial fuera del matrimonio debe condenarse pura y simplemente como inmoral.

Tal es, en efecto, la ley natural y la ley divina positiva, que la procreación de una nueva vida no puede ser fruto más que del matrimonio. El matrimonio solo salvaguarda la dignidad de los esposos (de la mujer principalmente en el caso presente) y su bien personal. De suyo, sólo él provee al bien y a la educación del infante. Por consiguiente, sobre la condenación de una fecundación artificial fuera de la unión conyugal, no es posible entre católicos divergencia alguna de opiniones. El hijo, concebido en estas condiciones, sería, por el mero hecho, ilegitimo.

3. La fecundación artificial dentro del matrimonio, pero hecha con elemento activo de un tercero, es igualmente inmoral y, como tal, ha de reprobarse sin distingo.

Sólo los esposos tienen derecho reciproco sobre sus cuerpos para engendrar una nueva vida, derecho exclusivo, intransferible e inajenable. Y esto ha de ser también en consideración del hijo. A quienquiera da la vida a un niñito, la naturaleza le impone, en virtud misma de este lazo, la obligación de su conservación y educación. Mas entre el esposo legitimo y el niño, fruto del elemento activo de un tercero (aun con consentimiento del esposo), no existe lazo alguno de origen, ningún lazo moral y jurídico de procreación conyugal.

4. En cuanto a la licitud de la fecundación artificial dentro del matrimonio bástenos recordar de momento estos principios de derecho natural: el simple hecho de que el resultado que se intenta es conseguido por este medio, no justifica el empleo del medio mismo; ni basta el deseo, en si muy legítimo, de los esposos de tener un hijo, para probar la legitimidad del recurso a la fecundación artificial, que realizaría este deseo.

Sería falso pensar que la posibilidad de recurrir a este medio podría hacer válido el matrimonio, entre personas inaptas para contraerlo por razón del impedimentum impotentiae.

Por otra parte, superfluo es observar que el elemento activo no puede jamás ser procurado lícitamente por actos antinaturales.

Si bien es cierto que no pueden a priori rechazarse nuevos métodos por el sólo hecho de su novedad; sin embargo, por lo que a la fecundación artificial se refiere, no solamente hay que ser por extremo reservado, sino que debe ser absolutamente rechazada. Al hablar así, no se proscribe necesariamente el empleo de ciertos medios artificiales destinados únicamente ora a facilitar el acto natural, ora a hacer alcanzar su fin al acto natural normalmente cumplido.

No ha de olvidarse que sólo la procreación de una nueva vida según la voluntad y designio del Creador, lleva consigo, en grado sorprendente de perfección, la realización de los fines perseguidos. Ella es a par conforme a la naturaleza corporal y espiritual y a la dignidad de los esposos, así como al normal y feliz desenvolvimiento del niño,

PIO XII

Opiniones que amenazan destruir los fundamentos de la doctrina católica

[De la Encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950]

La discordia y extravío, fuera de la verdad, del género humano en las cosas religiosas y morales fueron siempre fuente y causa de muy vehemente dolor para todos los buenos y principalmente para los fieles y sinceros hijos de la Iglesia, y lo son hoy señaladamente, cuando vemos de todas partes combatidos los principios mismos de la cultura cristiana.

No es de maravillar ciertamente que tal discordia y extravío se haya dado siempre fuera del redil de Cristo. Porque si bien es cierto que la razón humana, sencillamente hablando, puede realmente con solas sus fuerzas y luz natural alcanzar conocimiento verdadero y cierto de un solo Dios personal, que con su providencia conserva y gobierna al mundo, así como de la ley natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, muchos son los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de esta su nativa facultad. En efecto, las verdades que a Dios se refieren y atañen a las relaciones que median entre Dios y el hombre, trascienden totalmente el orden de las cosas sensibles y, cuando se llevan a la práctica de la vida e informan a ésta, exigen la entrega y abnegación de si mismo. Ahora bien, el entendimiento humano halla dificultad en la adquisición de tales verdades, ora por el impulso de los sentidos y de la imaginación, ora por las desordenadas concupiscencias nacidas del pecado original. De lo que resulta que los hombres se persuaden con gusto ser falso o, por lo menos, dudoso lo que no quisieran fuera verdadero.

Por eso hay que decir que la “revelación” divina es moralmente necesaria para que, aun en el estado actual del género humano, todos puedan conocer con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno, aquellas verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón.

Más aún, la mente humana puede a veces sufrir dificultades hasta para formar un juicio cierto sobre la “credibilidad” de la fe católica, no obstante ser tantos y tan maravillosos los signos externos divinamente dispuestos, por los que, aun con la sola luz natural de la razón, puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. El hombre, en efecto, ora llevado de sus prejuicios, ora instigado de sus pasiones y mala voluntad, no sólo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas.

A quienquiera mire en torno suyo a los que se hallan fuera del redil de Cristo, fácilmente se le descubrirán las principales direcciones que han emprendido los hombres doctos. Hay, efectivamente, quienes, admitido sin prudencia y discreción el sistema que llaman de la evolución, que todavía no está probado de modo indiscutible en el campo mismo de las ciencias naturales, pretenden extenderlo al origen de todas las cosas, y audazmente sostienen la opinión monística y panteística de un universo sujeto a continua evolución; opinión que los fautores del comunismo aceptan con fruición, para defender y propagar más eficazmente su “materialismo dialéctico”, arrancando de las almas toda noción teística.

Los delirios de semejante evolución por los que se repudia todo lo que es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a la nueva filosofía aberrante que, en concurrencia con el “idealismo”, “inmanentismo” y “pragmatismo”, ha recibido el nombre de “existencialismo”, como quiera que, desdeñadas las esencias de las cosas, sólo se preocupa de la existencia de cada una singularmente.

Añádase un falso “historicismo”, que ateniéndose sólo a los acontecimientos de la vida humana, socava los fundamentos de toda verdad y ley absoluta, lo mismo en el terreno de la filosofía que en el de los dogmas cristianos.

En medio de tan grande confusión de ideas, algún consuelo nos trae contemplar a los que, abandonando las doctrinas del “racionalismo” en que antaño se formaran, no es hoy raro el caso que desean volver a los manantiales de la verdad divinamente revelada y reconocer y profesar la palabra de Dios conservada en la Sagrada Escritura, como fundamento de las enseñanzas sagradas. Pero juntamente es de lamentar que no pocos de éstos, cuanto más firmemente se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la razón humana, y cuanto con más entusiasmo enaltecen la autoridad de Dios relevante, tanto más ásperamente desprecian el magisterio de la Iglesia, instituida por Cristo Señor para custodiar e interpretar las verdades divinamente reveladas; conducta que no solamente está en abierta contradicción con las Sagradas Letras, sino que la experiencia misma demuestra ser falsa. Con frecuencia, en efecto, los mismos disidentes de la verdadera Iglesia, públicamente se quejan de la discordia dogmática que reina entre ellos, de suerte que, contra su voluntad, confiesan la necesidad de un magisterio vivo.

Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad, y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas.

Ahora bien, si nuestros teólogos y filósofos se esforzaran en sacar sólo ese fruto de estas doctrinas estudiadas con cautela, no habría razón alguna de intervenir por parte del magisterio de la Iglesia. Pero, si bien sabemos que los doctores católicos evitan en general esos errores, nos consta, sin embargo, que no faltan hoy día, lo mismo que en los tiempos apostólicos, quienes aficionados más de lo justo a las novedades, o temiendo también sentar plaza de ignorantes de los progresos de la ciencia, tratan de sustraerse a la dirección del sagrado magisterio, y se hallan consiguientemente en peligro de irse insensiblemente desviando de la misma verdad divinamente revelada y de arrastrar a otros consigo hacia el error.

Todavía se observa otro peligro, y éste tanto más grave cuanto más cubierto se presenta so capa de virtud. Hay, en efecto, muchos que, deplorando la discordia del género humano y la confusión de las inteligencias, llevados de imprudente celo de las almas, se sienten movidos de una especie de ímpetu e inflamados de vehemente deseo de romper las barreras por las que están separados los hombres buenos y honrados, y abrazan un “eretismo” tal que, dando de mano a las cuestiones que separan a los hombres, no sólo intentan rechazar con fuerzas unidas el arrollador ateísmo, sino que tratan de conciliar las oposiciones aun en materias dogmáticas. Y a la manera que hubo antaño quienes preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no constituiría más bien un obstáculo que una ayuda para ganar las almas para Cristo, así no faltan hoy tampoco quienes se atreven a plantear en serio la cuestión de si la teología y sus métodos, tal como con aprobación de la autoridad de la Iglesia se dan en las escuelas, no sólo hayan de perfeccionarse, sino ser de todo en todo reformados, a fin de que el reino de Cristo se propague con más eficacia por todos los lugares de la tierra, entre los hombres de cualquier cultura y de cualesquiera ideas religiosas.

Ahora bien, si estos hombres no intentaran otra cosa que adaptar mejor la ciencia eclesiástica y su método a las actuales condiciones y necesidades, con la introducción de algún nuevo procedimiento, apenas habría razón alguna de temer; pero es el caso que algunos, arrebatados de un imprudente “eretismo” parecen considerar como óbices para la restauración de la unidad fraterna lo que se funda en las leyes y principios mismos dados por Cristo y en las instituciones por Él fundadas, o constituye la defensa o sostén de la fe, cayendo lo cual, todo seguramente se uniría, pero solamente para la ruina...

Por lo que a la teología se refiere, es intento de algunos atenuar lo más posible la significación de los dogmas y librar al dogma mismo de la terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las nociones filosóficas vigentes entre los doctores católicos, para volver en la exposición de la doctrina católica al modo de hablar de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. Ellos abrigan la esperanza de que despojado el dogma de los elementos que dicen ser extraños a la divina revelación podrá fructuosamente compararse con las ideas dogmáticas de los que están separados de la unidad de la Iglesia y que por este camino vengan paulatinamente a equilibrarse el dogma católico y las opiniones de los disidentes.

Además, reducida la doctrina católica a esta condición, piensan que queda así abierto el camino por el que satisfaciendo a las exigencias actuales pueda expresarse también el dogma por las nociones de la filosofía moderna, ya del inmanentismo, ya del idealismo, ya del existencialismo, ya de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que ello puede y debe hacerse, porque, según ellos, los misterios de la fe jamás pueden significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones “aproximativas”, como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por las cuales, efectivamente, la verdad se indica, en cierto modo, pero forzosamente también se deforma. De ahí que no tienen por absurdo, sino por absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las varias filosofías de que en el decurso de los tiempos se vale como de instrumento, vaya sustituyendo las antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos diversos y hasta en algún modo opuestos, pero, según ellos, equivalentes, traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas. Añaden en fin que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que la verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas que han aparecido en el decurso de los siglos.

Pero es evidente, por lo que llevamos dicho, que tales conatos no sólo conducen al llamado “relativismo” dogmático, sino que ya en si mismos lo contienen, y, por cierto, más que sobradamente lo favorece el desprecio de la doctrina comúnmente enseñada y de los términos con que se expresa. Nadie hay ciertamente que no vea que los términos empleados tanto en las escuelas como por el magisterio de la Iglesia para expresar tales conceptos, pueden ser perfeccionados y aquilatados, y es también notorio que la Iglesia no ha sido siempre constante en el empleo de las mismas voces. Evidente es además que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico; los conceptos y términos que en el decurso de muchos siglos fueron elaborados con unánime consentimiento por los doctores católicos, indudablemente no se fundan en tan deleznable fundamento. Fúndanse, efectivamente, en los principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso, no hay que maravillarse de que algunos de esos conceptos hayan sido no sólo empleados, sino sancionados por los Concilios ecuménicos, de suerte que no sea lícito separarse de ellos.

Por eso, descuidar, rechazar o privar de su valor a tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de talento y santidad no comunes, con esfuerzo multisecular, bajo la vigilancia del sagrado magisterio y no sin la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado para expresar cada día con mayor exactitud las verdades de la fe, a fin de sustituirlas por nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de una nueva filosofía, las cuales, como la flor del campo, hoy son y mañana caerán, no sólo es imprudencia suma, sino que convierte al dogma mismo en caña agitada por el viento. Y el desprecio de los términos y conceptos que suelen emplear los teólogos escolásticos, lleva naturalmente a enervar la llamada teología especulativa, la cual, por fundarse en la razón teológica, opinan que carece de verdadera certeza.

Por desgracia, estos amadores de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolástica a descuidar y hasta despreciar también el magisterio mismo de la Iglesia, que en tan alto grado aprueba con su autoridad aquella teología. Y es que este magisterio es por ellos presentado como rémora del progreso y obstáculo de la ciencia y ya por muchos acatólicos es considerado como un injusto freno que impide a algunos teólogos más cultos la renovación de su ciencia. Y aunque este sagrado magisterio ha de ser para cualquier teólogo en materias de fe y costumbres la norma próxima y universal de la verdad, como quiera que a él encomendó Cristo Señor el depósito entero de la fe, es decir, la Sagrada Escritura y la “Tradición” divina, para custodiarlo, defenderlo o interpretarlo; sin embargo, el deber que tienen todos los fieles de evitar también aquellos errores que más o menos se aproximan a la herejía y, por ende, “de guardar también las constituciones y decretos con que esas erróneas opiniones han sido prohibidas y proscritas por la Santa Sede”; ese deber, decimos, de tal modo es a veces ignorado, como si no existiera. Hay quienes expresamente suelen dar de mano a cuanto en las Encíclicas de los Pontífices Romanos se expone sobre la naturaleza y constitución de la Iglesia, a fin de que prevalezca un concepto vago que afirman haber ellos sacado de los antiguos Padres, particularmente griegos. Porque los Sumos Pontífices, como ellos andan diciendo, no quieren juzgar de las cuestiones que se disputan entre los teólogos y hay que volver, por ende, a las fuentes primitivas, y explicar por los escritos de los antiguos las constituciones y decretos modernos del magisterio.

Esto, si bien parece estar dicho con conocimiento de causa, no carece sin embargo de falacia. Porque es cierto que generalmente los Pontífices dejan libertad a los teólogos en las cuestiones que se discuten con diversidad de pareceres entre los doctores de mejor nota, pero la historia enseña que muchas cosas que antes estuvieron dejadas a la libre discusión, luego no pueden admitir discusión de ninguna especie.

Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas cosas se enseñan por el magisterio ordinario, al que también se aplica lo de quien a vosotros oye, a mí me oye [Lc. 10, 16], y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos.

También es verdad que los teólogos han de volver constantemente a las fuentes de la divina revelación, pues a ellos toca indicar de qué modo se halle en las Sagradas Letras y en la “tradición“, explicita o implícitamente, lo que por el magisterio vivo es enseñado. Añádase a esto que ambas fuentes de la doctrina divinamente revelada contienen tantos y tan grandes tesoros de verdad, que realmente jamás se agotan. De ahí que, con el estudio de las sagradas fuentes, las ciencias sagradas se rejuvenecen constantemente; mientras por experiencia sabemos que la especulación que descuida la ulterior investigación del depósito sagrado, se hace estéril. Mas no por esto puede la teología, ni la que llaman positiva, equipararse a una ciencia puramente histórica. Porque juntamente con estas fuentes, Dios dio a su Iglesia el magisterio vivo, aun para ilustrar y declarar lo que en el depósito de la fe se contiene sólo oscura e implícitamente. El divino Redentor no encomendó la auténtica interpretación de ese depósito a cada uno de los fieles ni a los mismos teólogos, sino sólo al magisterio de la Iglesia. Ahora bien, si la Iglesia ejerce esta función suya, como en el decurso de los siglos lo ha hecho muchas veces, ora por el ejercicio ordinario, ora por el extraordinario de la misma, es de todo punto evidente ser método falso el que trata de explicar lo claro por lo oscuro, y es preciso que todos sigan justamente el contrario. De ahí que enseñando nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, que el oficio nobilísimo de la teología es manifestar como la doctrina definida por la Iglesia está contenida en las fuentes de la revelación, no sin grave causa añadió estas palabras: “en el mismo sentido en que ha sido definida”.

Volviendo a las nuevas teorías que hemos tocado antes, muchas cosas proponen o insinúan algunos en detrimento de la divina autoridad de la Sagrada Escritura. Efectivamente, empiezan por tergiversar audazmente el sentido de la definición del Concilio Vaticano sobre Dios autor de la Sagrada Escritura y renuevan la sentencia ya muchas veces reprobada, según la cual la inmunidad de error en las Sagradas Letras sólo se extiende a aquellas cosas que se enseñan sobre Dios y materias de moral y religión.

Es más, erróneamente hablan de un sentido humano de los Sagrados Libros, bajo el cual se ocultaría su sentido divino que es el único que declaran infalible. En las interpretaciones de la Sagrada Escritura no quieren que se tenga cuenta alguna de la analogía de la fe ni de la “tradición” de la Iglesia; de suerte que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado magisterio debe pasarse, por así decir, por el rasero de la Sagrada Escritura, explicada por los exegetas de modo puramente humano, más bien que exponer la misma Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Cristo Señor guardiana e intérprete de todo el depósito de la verdad divinamente revelada.

Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición, elaborada por tantos y tan eximios exegetas bajo la vigilancia de la Iglesia, debe ceder, según sus fantásticas opiniones, a la nueva exégesis que llaman simbólica y espiritual, y por la que los Sagrados Libros del Antiguo Testamento, que estarían hoy ocultos en la Iglesia, como una fuente sellada, se abrirían por fin a todos. De este modo —afirman— se desvanecen todas las dificultades que solamente son traba para quienes se pegan al sentido literal de las Escrituras.

Nadie hay que no vea cuán ajeno es todo esto a los principios y normas hermenéuticas debidamente estatuidos por nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII, en su Encíclica Providentissimus Deus, Benedicto XV, en su Encíclica Spiritus Paraclitus, e igualmente por Nos mismo, en la Encíclica Divino afflante Spiritu.

Y no es de maravillar que tales novedades hayan ya dado sus venenosos frutos casi en todas las partes de la teología. Se pone en duda que la razón humana, sin el auxilio de la revelación y de la gracia divina, pueda demostrar la existencia de un Dios personal por argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio y se pretende que la creación del mundo es necesaria, como quiera que procede de la liberalidad necesaria del amor divino; niégase igualmente a Dios la eterna e infalible presciencia de las acciones libres de los hombres; todo lo cual es contrario a las declaraciones del Concilio Vaticano.

Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son criaturas personales y si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros desvirtúan el concepto de “gratuidad” del orden sobrenatural, como quiera que opinen que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatifica. Y no es eso solo, porque se pervierte el concepto de pecado original, sin atención alguna a las definiciones tridentinas, y lo mismo el de pecado en general, en cuanto es ofensa de Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros. Tampoco faltan quienes pretenden que la doctrina de la transustanciación, como apoyada que está en una noción filosófica de sustancia ya anticuada, ha de ser corregida en el sentido de que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía se reduzca a una especie de simbolismo, en cuanto las especies consagradas sólo son signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su intima unión con los fieles miembros de su Cuerpo místico.

Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la cual el Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna. Otros finalmente atacan el carácter racional de la “credibilidad” de la fe cristiana...

Es cosa sabida cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, para probar invenciblemente, por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe cristiana, igualmente que para expresar de manera conveniente la ley que el Creador grabó en las almas de los hombres y, finalmente, para alcanzar algún conocimiento de los misterios y, por cierto, muy provechoso. Mas la razón sólo podrá desempeñar este servicio de modo apto y seguro si ha sido debidamente cultivada; es decir, cuando estuviere imbuida de aquella sana filosofía, que es ya, de tiempo atrás, como un patrimonio legado por las generaciones cristianas de pasadas edades y que, por ende, goza de una autoridad de orden superior, puesto que el magisterio mismo de la Iglesia ha pesado con el fiel de la revelación los principios y principales asertos de aquél, lentamente esclarecidos y definidos por hombres de grande inteligencia. Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, no sólo defiende el verdadero y auténtico valor del conocimiento humano, sino también los principios metafísicos inconcusos —a saber, los de razón suficiente, de causalidad y finalidad— y, finalmente, la consecución de la verdad cierta e inmutable.

En esta filosofía se exponen ciertamente muchas cosas que ni: directamente ni indirectamente tocan las materias de fe y costumbres, y que, por tanto, la Iglesia deja a la libre discusión de los entendidos; pero no rige la misma libertad en muchas otras cosas, señaladamente acerca de los principios y asertos principales que arriba hemos recordado. Aun en estas cuestiones esenciales, se puede vestir a la filosofía con más propias y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos arreos menos aptos, propios de las escuelas, y enriquecerla también cautamente con ciertos elementos de la especulación humana en sus avances; pero nunca es lícito derribarla o contaminarla con falsos principios o considerarla, en verdad, como un gran monumento, pero ya envejecido. Porque ni la verdad ni toda exposición filosófica de ella pueden estar cambiando cada día, sobre todo cuando se trata de los principios por sí evidentes para la mente humana o de aquellas doctrinas que se apoyan ora en la sabiduría de los siglos, ora en la conformidad y apoyo de la divina “revelación”. Toda verdad que la mente humana, investigando sinceramente, puede encontrar, no puede ciertamente oponerse a la verdad ya adquirida, puesto que Dios, Verdad Suma, creó y rige el entendimiento humano, no para que diariamente oponga a lo debidamente adquirido contrarias novedades, sino para que, eliminados los errores que hubieran podido deslizarse, construya la verdad sobre la verdad con aquel orden y trabazón con que aparece constituida la naturaleza misma de donde la verdad se extrae. De ahí que el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no ha de abrazar de prisa y ligeramente cualquier novedad que de día en día se excogitare, sino que ha de sopesarla con toda diligencia y ponerla sobre la balanza exacta, no sea que pierda la verdad ya alcanzada, o la corrompa, con peligro o daño ciertamente grave de la misma fe.

Considerando bien todo lo dicho, se verá patente la razón por que la Iglesia exige que los futuros sacerdotes se formen en las disciplinas filosóficas “según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico”, pues sabe ella muy bien por la experiencia de muchos siglos que el método y sistema del Aquilate descuella con singular excelencia tanto para la instrucción de los principiantes, como para la investigación de las más recónditas verdades; que su doctrina resuena como al unísono con la revelación divina y es eficacísima para asegurar los fundamentos de la fe y recoger con provecho y seguridad los frutos de un sano progreso.

Por eso, es altamente lamentable que una filosofía recibida y reconocida en la Iglesia, sea hoy despreciada por algunos y motejada impudentemente de anticuada en su forma y racionalista, como ellos dicen, en sus procedimientos. Van diciendo, en efecto, que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la opinión de que puede existir una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos por lo contrario afirman que las cosas, señaladamente las trascendentes, no pueden expresarse con mayor propiedad que por medio de doctrinas dispares, que mutuamente se completen, aun cuando en cierto modo se opongan unas a otras. Por eso conceden que la filosofía que se enseña en nuestras escuelas con su lúcida exposición y solución de las cuestiones, con su exacta precisión de conceptos y sus claras distinciones, puede ciertamente ser útil como propedéutica de la teología escolástica, maravillosamente acomodada a las inteligencias de los hombres de la Edad Media; pero que no presenta un estilo filosófico que responda a nuestra actual cultura y exigencias. Objetan además que la filosofía perenne es solamente una filosofía de las esencias inmutables, mientras la mente actual tiene que considerar la “existencia” de cada cosa y la vida en su perenne fluencia. Ahora bien, mientras desprecian esta filosofía, exaltan otras, antiguas o modernas, de Oriente u Occidente, con lo que parecen insinuar que cualquier filosofía o doctrina, con algunas añadiduras o correcciones, si fuere menester, puede compaginarse con el dogma católico. No hay católico que pueda poner en duda que ello es absolutamente falso, sobre todo tratándose de engendros como los que llaman inmanentismo, idealismo o materialismo, histórico éste o dialéctico, no menos que del existencialismo, ora profese el ateísmo, ora por lo menos se oponga al valor del raciocinio metafísico.

Achacan, finalmente, a la filosofía enseñada en nuestras escuelas que en el proceso del conocimiento atiende solamente al entendimiento, descuidando la función de la voluntad y de los sentimientos. Lo que ciertamente no es verdad. Nunca, en efecto, negó la filosofía cristiana la utilidad y eficacia de las buenas disposiciones del alma entera para conocer y abrazar plenamente las verdades religiosas y morales; más bien enseñó siempre que el defecto de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, dominado por la concupiscencia y mala voluntad, de tal modo quede oscurecido, que no vea rectamente. Y hasta piensa el Doctor Común que el entendimiento puede de algún modo percibir los bienes más altos que pertenecen al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto experimenta en el alma cierta “con naturalidad” afectiva, con los mismos bienes, ya natural, ya añadida por don de la gracia; y es evidente de cuán grande auxilio pueda ser aún este mismo semioscuro conocimiento para las investigaciones de la razón. Sin embargo, una cosa es reconocer su fuerza a la disposición afectiva de la voluntad para ayudar a la razón a un conocimiento más cierto y firme de las verdades morales, y otra lo que pretenden estos innovadores: a saber, atribuir a las facultades volitiva y afectiva cierta fuerza de intuición y que el hombre, cuando por el discurso de la razón no pueda determinar qué es lo que deba abrazar como verdadero, se incline a la voluntad, por la que decidiendo libremente elija entre opiniones opuestas, en una confusa mezcla de conocimiento y acto de voluntad.

No es de de maravillar que con estas nuevas ideas se ponga en peligro a dos disciplinas filosóficas que por su naturaleza están estrechamente unidas con la doctrina de la fe, cuales son la teodicea y la ética. Su oficio —opinan éstos— no es demostrar nada cierto de Dios ni de ningún otro ente trascendente, sino mostrar más bien que lo que la fe enseña de un Dios personal y de sus mandamientos, está en perfecto acuerdo con las exigencias de la vida y debe, por ende, abrazarse por todos, para evitar la desesperación y obtener la salvación.

Todo esto no sólo se opone abiertamente a los documentos de nuestros predecesores León XIII y Pío X, sino que no puede conciliarse con los decretos del Concilio Vaticano. No tendríamos que lamentar estas desviaciones de la verdad, si aun en las materias filosóficas atendieran todos con la reverencia que conviene al magisterio de la Iglesia, a quien incumbe, por divina institución, no sólo custodiar e interpretar el depósito de la verdad divinamente revelada, sino también vigilar sobre las mismas disciplinas filosóficas, a fin de que los dogmas católicos no sufran daño alguno por las ideas no rectas.

Réstanos decir algo de algunas cuestiones que si bien se refieren a las ciencias que llaman ordinariamente “positivas”, se relacionan más o menos con las verdades de la fe. No pocos piden insistentemente que la religión católica tenga lo más posible en cuenta tales ciencias; cosa ciertamente digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero que ha de recibirse con cautela cuando es más bien cuestión de “hipótesis”, aunque de algún modo fundadas en la ciencia humana, por las que se roza la doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la “tradición”. Y si tales hipotéticas opiniones se oponen directa o indirectamente a la doctrina por Dios revelada, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo alguno.

Por eso el magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del “evolucionismo”, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente —pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios—; pero de manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución, y con tal de que todos estén dispuestos a obedecer al juicio de la Iglesia, a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe. Algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia máxima moderación y cautela.

Más cuando se trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad. Porque los fieles no pueden abrazar la sentencia de los que afirman o que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer padre de todos por generación natural, o que Adán significa una especie de muchedumbre de primeros padres. No se ve por modo alguno cómo puede esta sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio a cada uno.

Y lo mismo que en las ciencias biológicas y antropológicas, así hay también quienes en las históricas traspasan audazmente los límites y cautelas establecidas por la Iglesia. Y de modo particular hay que deplorar cierto método demasiado libre de interpretar los libros históricos del Antiguo Testamento, cuyos secuaces en defensa de su causa, alegan sin razón la carta no ha mucho escrita por la Pontificia Comisión Bíblica al arzobispo de París. Esta carta, en efecto, abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de nuestro tiempo; sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exegetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido. Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos, de las narraciones populares (lo que puede ciertamente concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacia inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos documentos.

Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor a la verdad y sencillez que tanto brilla aun en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos.

PIO XII

la Asunción de la Bienaventurada Virgen María

[De la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, de 1º de noviembre de 1950]

Todos estos argumentos y razones de los Santos Padres y teólogos se apoyan, como en su fundamento último; en las Sagradas Letras, las cuales, ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte. Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le dio a luz, le alimentó con su leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó contra su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, si al menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Luego, pudiendo adornarla de tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que realmente lo hizo.

Pues debe sobre todo recordarse que, ya desde el siglo II, la Virgen María es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, aunque sujeta, estrechísimamente unida al nuevo Adán en aquella lucha contra el enemigo infernal; lucha que, como de antemano se significa en el protoevangelio [Gen. 3, 15], había de terminar en la más absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, que van siempre asociados entre sí en los escritos del Apóstol de las gentes [Rom. 5 y 6; 1 Cor. 15, 21-26; 54, 57].

Por eso, a la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; pues, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal se revistiere de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fue escrita: absorbida fue la muerte en la victoria [1. Cor. 15, 54].

Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, “por un solo y mismo decreto” de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos [1 Tim. 1, 17].

En consecuencia, como quiera que la Iglesia universal, en la que muestra su fuerza el Espíritu de verdad, que la dirige infaliblemente a la consecución del conocimiento de las verdades reveladas, ha puesto de manifiesto de múltiples maneras su fe en el decurso de los siglos, y puesto que todos los obispos de la redondez de la tierra piden con casi unánime consentimiento que sea definida como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la Beatísima Virgen María a los cielos —verdad que se funda en las Sagradas Letras, está grabada profundamente en las almas de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde los tiempos más antiguos, acorde en grado sumo con las demás verdades reveladas y espléndidamente explicada y declarada por el estudio, ciencia y sabiduría de los teólogos—, creemos que ha llegado ya el momento preestablecido por el consejo de Dios providente en que solemnemente proclamemos este singular privilegio de la misma Virgen María...

Por eso, después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios omnipotente que otorgó su particular benevolencia a la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se ha apartado totalmente de la fe divina y católica.

PIO XII

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