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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


Opiniones que amenazan destruir los fundamentos de la doctrina católica

[De la Encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950]

La discordia y extravío, fuera de la verdad, del género humano en las cosas religiosas y morales fueron siempre fuente y causa de muy vehemente dolor para todos los buenos y principalmente para los fieles y sinceros hijos de la Iglesia, y lo son hoy señaladamente, cuando vemos de todas partes combatidos los principios mismos de la cultura cristiana.

No es de maravillar ciertamente que tal discordia y extravío se haya dado siempre fuera del redil de Cristo. Porque si bien es cierto que la razón humana, sencillamente hablando, puede realmente con solas sus fuerzas y luz natural alcanzar conocimiento verdadero y cierto de un solo Dios personal, que con su providencia conserva y gobierna al mundo, así como de la ley natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, muchos son los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de esta su nativa facultad. En efecto, las verdades que a Dios se refieren y atañen a las relaciones que median entre Dios y el hombre, trascienden totalmente el orden de las cosas sensibles y, cuando se llevan a la práctica de la vida e informan a ésta, exigen la entrega y abnegación de si mismo. Ahora bien, el entendimiento humano halla dificultad en la adquisición de tales verdades, ora por el impulso de los sentidos y de la imaginación, ora por las desordenadas concupiscencias nacidas del pecado original. De lo que resulta que los hombres se persuaden con gusto ser falso o, por lo menos, dudoso lo que no quisieran fuera verdadero.

Por eso hay que decir que la “revelación” divina es moralmente necesaria para que, aun en el estado actual del género humano, todos puedan conocer con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno, aquellas verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón.

Más aún, la mente humana puede a veces sufrir dificultades hasta para formar un juicio cierto sobre la “credibilidad” de la fe católica, no obstante ser tantos y tan maravillosos los signos externos divinamente dispuestos, por los que, aun con la sola luz natural de la razón, puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. El hombre, en efecto, ora llevado de sus prejuicios, ora instigado de sus pasiones y mala voluntad, no sólo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas.

A quienquiera mire en torno suyo a los que se hallan fuera del redil de Cristo, fácilmente se le descubrirán las principales direcciones que han emprendido los hombres doctos. Hay, efectivamente, quienes, admitido sin prudencia y discreción el sistema que llaman de la evolución, que todavía no está probado de modo indiscutible en el campo mismo de las ciencias naturales, pretenden extenderlo al origen de todas las cosas, y audazmente sostienen la opinión monística y panteística de un universo sujeto a continua evolución; opinión que los fautores del comunismo aceptan con fruición, para defender y propagar más eficazmente su “materialismo dialéctico”, arrancando de las almas toda noción teística.

Los delirios de semejante evolución por los que se repudia todo lo que es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a la nueva filosofía aberrante que, en concurrencia con el “idealismo”, “inmanentismo” y “pragmatismo”, ha recibido el nombre de “existencialismo”, como quiera que, desdeñadas las esencias de las cosas, sólo se preocupa de la existencia de cada una singularmente.

Añádase un falso “historicismo”, que ateniéndose sólo a los acontecimientos de la vida humana, socava los fundamentos de toda verdad y ley absoluta, lo mismo en el terreno de la filosofía que en el de los dogmas cristianos.

En medio de tan grande confusión de ideas, algún consuelo nos trae contemplar a los que, abandonando las doctrinas del “racionalismo” en que antaño se formaran, no es hoy raro el caso que desean volver a los manantiales de la verdad divinamente revelada y reconocer y profesar la palabra de Dios conservada en la Sagrada Escritura, como fundamento de las enseñanzas sagradas. Pero juntamente es de lamentar que no pocos de éstos, cuanto más firmemente se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la razón humana, y cuanto con más entusiasmo enaltecen la autoridad de Dios relevante, tanto más ásperamente desprecian el magisterio de la Iglesia, instituida por Cristo Señor para custodiar e interpretar las verdades divinamente reveladas; conducta que no solamente está en abierta contradicción con las Sagradas Letras, sino que la experiencia misma demuestra ser falsa. Con frecuencia, en efecto, los mismos disidentes de la verdadera Iglesia, públicamente se quejan de la discordia dogmática que reina entre ellos, de suerte que, contra su voluntad, confiesan la necesidad de un magisterio vivo.

Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad, y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas.

Ahora bien, si nuestros teólogos y filósofos se esforzaran en sacar sólo ese fruto de estas doctrinas estudiadas con cautela, no habría razón alguna de intervenir por parte del magisterio de la Iglesia. Pero, si bien sabemos que los doctores católicos evitan en general esos errores, nos consta, sin embargo, que no faltan hoy día, lo mismo que en los tiempos apostólicos, quienes aficionados más de lo justo a las novedades, o temiendo también sentar plaza de ignorantes de los progresos de la ciencia, tratan de sustraerse a la dirección del sagrado magisterio, y se hallan consiguientemente en peligro de irse insensiblemente desviando de la misma verdad divinamente revelada y de arrastrar a otros consigo hacia el error.

Todavía se observa otro peligro, y éste tanto más grave cuanto más cubierto se presenta so capa de virtud. Hay, en efecto, muchos que, deplorando la discordia del género humano y la confusión de las inteligencias, llevados de imprudente celo de las almas, se sienten movidos de una especie de ímpetu e inflamados de vehemente deseo de romper las barreras por las que están separados los hombres buenos y honrados, y abrazan un “eretismo” tal que, dando de mano a las cuestiones que separan a los hombres, no sólo intentan rechazar con fuerzas unidas el arrollador ateísmo, sino que tratan de conciliar las oposiciones aun en materias dogmáticas. Y a la manera que hubo antaño quienes preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no constituiría más bien un obstáculo que una ayuda para ganar las almas para Cristo, así no faltan hoy tampoco quienes se atreven a plantear en serio la cuestión de si la teología y sus métodos, tal como con aprobación de la autoridad de la Iglesia se dan en las escuelas, no sólo hayan de perfeccionarse, sino ser de todo en todo reformados, a fin de que el reino de Cristo se propague con más eficacia por todos los lugares de la tierra, entre los hombres de cualquier cultura y de cualesquiera ideas religiosas.

Ahora bien, si estos hombres no intentaran otra cosa que adaptar mejor la ciencia eclesiástica y su método a las actuales condiciones y necesidades, con la introducción de algún nuevo procedimiento, apenas habría razón alguna de temer; pero es el caso que algunos, arrebatados de un imprudente “eretismo” parecen considerar como óbices para la restauración de la unidad fraterna lo que se funda en las leyes y principios mismos dados por Cristo y en las instituciones por Él fundadas, o constituye la defensa o sostén de la fe, cayendo lo cual, todo seguramente se uniría, pero solamente para la ruina...

Por lo que a la teología se refiere, es intento de algunos atenuar lo más posible la significación de los dogmas y librar al dogma mismo de la terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las nociones filosóficas vigentes entre los doctores católicos, para volver en la exposición de la doctrina católica al modo de hablar de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. Ellos abrigan la esperanza de que despojado el dogma de los elementos que dicen ser extraños a la divina revelación podrá fructuosamente compararse con las ideas dogmáticas de los que están separados de la unidad de la Iglesia y que por este camino vengan paulatinamente a equilibrarse el dogma católico y las opiniones de los disidentes.

Además, reducida la doctrina católica a esta condición, piensan que queda así abierto el camino por el que satisfaciendo a las exigencias actuales pueda expresarse también el dogma por las nociones de la filosofía moderna, ya del inmanentismo, ya del idealismo, ya del existencialismo, ya de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que ello puede y debe hacerse, porque, según ellos, los misterios de la fe jamás pueden significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones “aproximativas”, como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por las cuales, efectivamente, la verdad se indica, en cierto modo, pero forzosamente también se deforma. De ahí que no tienen por absurdo, sino por absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las varias filosofías de que en el decurso de los tiempos se vale como de instrumento, vaya sustituyendo las antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos diversos y hasta en algún modo opuestos, pero, según ellos, equivalentes, traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas. Añaden en fin que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que la verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas que han aparecido en el decurso de los siglos.

Pero es evidente, por lo que llevamos dicho, que tales conatos no sólo conducen al llamado “relativismo” dogmático, sino que ya en si mismos lo contienen, y, por cierto, más que sobradamente lo favorece el desprecio de la doctrina comúnmente enseñada y de los términos con que se expresa. Nadie hay ciertamente que no vea que los términos empleados tanto en las escuelas como por el magisterio de la Iglesia para expresar tales conceptos, pueden ser perfeccionados y aquilatados, y es también notorio que la Iglesia no ha sido siempre constante en el empleo de las mismas voces. Evidente es además que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico; los conceptos y términos que en el decurso de muchos siglos fueron elaborados con unánime consentimiento por los doctores católicos, indudablemente no se fundan en tan deleznable fundamento. Fúndanse, efectivamente, en los principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso, no hay que maravillarse de que algunos de esos conceptos hayan sido no sólo empleados, sino sancionados por los Concilios ecuménicos, de suerte que no sea lícito separarse de ellos.

Por eso, descuidar, rechazar o privar de su valor a tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de talento y santidad no comunes, con esfuerzo multisecular, bajo la vigilancia del sagrado magisterio y no sin la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado para expresar cada día con mayor exactitud las verdades de la fe, a fin de sustituirlas por nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de una nueva filosofía, las cuales, como la flor del campo, hoy son y mañana caerán, no sólo es imprudencia suma, sino que convierte al dogma mismo en caña agitada por el viento. Y el desprecio de los términos y conceptos que suelen emplear los teólogos escolásticos, lleva naturalmente a enervar la llamada teología especulativa, la cual, por fundarse en la razón teológica, opinan que carece de verdadera certeza.

Por desgracia, estos amadores de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolástica a descuidar y hasta despreciar también el magisterio mismo de la Iglesia, que en tan alto grado aprueba con su autoridad aquella teología. Y es que este magisterio es por ellos presentado como rémora del progreso y obstáculo de la ciencia y ya por muchos acatólicos es considerado como un injusto freno que impide a algunos teólogos más cultos la renovación de su ciencia. Y aunque este sagrado magisterio ha de ser para cualquier teólogo en materias de fe y costumbres la norma próxima y universal de la verdad, como quiera que a él encomendó Cristo Señor el depósito entero de la fe, es decir, la Sagrada Escritura y la “Tradición” divina, para custodiarlo, defenderlo o interpretarlo; sin embargo, el deber que tienen todos los fieles de evitar también aquellos errores que más o menos se aproximan a la herejía y, por ende, “de guardar también las constituciones y decretos con que esas erróneas opiniones han sido prohibidas y proscritas por la Santa Sede”; ese deber, decimos, de tal modo es a veces ignorado, como si no existiera. Hay quienes expresamente suelen dar de mano a cuanto en las Encíclicas de los Pontífices Romanos se expone sobre la naturaleza y constitución de la Iglesia, a fin de que prevalezca un concepto vago que afirman haber ellos sacado de los antiguos Padres, particularmente griegos. Porque los Sumos Pontífices, como ellos andan diciendo, no quieren juzgar de las cuestiones que se disputan entre los teólogos y hay que volver, por ende, a las fuentes primitivas, y explicar por los escritos de los antiguos las constituciones y decretos modernos del magisterio.

Esto, si bien parece estar dicho con conocimiento de causa, no carece sin embargo de falacia. Porque es cierto que generalmente los Pontífices dejan libertad a los teólogos en las cuestiones que se discuten con diversidad de pareceres entre los doctores de mejor nota, pero la historia enseña que muchas cosas que antes estuvieron dejadas a la libre discusión, luego no pueden admitir discusión de ninguna especie.

Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas cosas se enseñan por el magisterio ordinario, al que también se aplica lo de quien a vosotros oye, a mí me oye [Lc. 10, 16], y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos.

También es verdad que los teólogos han de volver constantemente a las fuentes de la divina revelación, pues a ellos toca indicar de qué modo se halle en las Sagradas Letras y en la “tradición“, explicita o implícitamente, lo que por el magisterio vivo es enseñado. Añádase a esto que ambas fuentes de la doctrina divinamente revelada contienen tantos y tan grandes tesoros de verdad, que realmente jamás se agotan. De ahí que, con el estudio de las sagradas fuentes, las ciencias sagradas se rejuvenecen constantemente; mientras por experiencia sabemos que la especulación que descuida la ulterior investigación del depósito sagrado, se hace estéril. Mas no por esto puede la teología, ni la que llaman positiva, equipararse a una ciencia puramente histórica. Porque juntamente con estas fuentes, Dios dio a su Iglesia el magisterio vivo, aun para ilustrar y declarar lo que en el depósito de la fe se contiene sólo oscura e implícitamente. El divino Redentor no encomendó la auténtica interpretación de ese depósito a cada uno de los fieles ni a los mismos teólogos, sino sólo al magisterio de la Iglesia. Ahora bien, si la Iglesia ejerce esta función suya, como en el decurso de los siglos lo ha hecho muchas veces, ora por el ejercicio ordinario, ora por el extraordinario de la misma, es de todo punto evidente ser método falso el que trata de explicar lo claro por lo oscuro, y es preciso que todos sigan justamente el contrario. De ahí que enseñando nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, que el oficio nobilísimo de la teología es manifestar como la doctrina definida por la Iglesia está contenida en las fuentes de la revelación, no sin grave causa añadió estas palabras: “en el mismo sentido en que ha sido definida”.

Volviendo a las nuevas teorías que hemos tocado antes, muchas cosas proponen o insinúan algunos en detrimento de la divina autoridad de la Sagrada Escritura. Efectivamente, empiezan por tergiversar audazmente el sentido de la definición del Concilio Vaticano sobre Dios autor de la Sagrada Escritura y renuevan la sentencia ya muchas veces reprobada, según la cual la inmunidad de error en las Sagradas Letras sólo se extiende a aquellas cosas que se enseñan sobre Dios y materias de moral y religión.

Es más, erróneamente hablan de un sentido humano de los Sagrados Libros, bajo el cual se ocultaría su sentido divino que es el único que declaran infalible. En las interpretaciones de la Sagrada Escritura no quieren que se tenga cuenta alguna de la analogía de la fe ni de la “tradición” de la Iglesia; de suerte que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado magisterio debe pasarse, por así decir, por el rasero de la Sagrada Escritura, explicada por los exegetas de modo puramente humano, más bien que exponer la misma Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Cristo Señor guardiana e intérprete de todo el depósito de la verdad divinamente revelada.

Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición, elaborada por tantos y tan eximios exegetas bajo la vigilancia de la Iglesia, debe ceder, según sus fantásticas opiniones, a la nueva exégesis que llaman simbólica y espiritual, y por la que los Sagrados Libros del Antiguo Testamento, que estarían hoy ocultos en la Iglesia, como una fuente sellada, se abrirían por fin a todos. De este modo —afirman— se desvanecen todas las dificultades que solamente son traba para quienes se pegan al sentido literal de las Escrituras.

Nadie hay que no vea cuán ajeno es todo esto a los principios y normas hermenéuticas debidamente estatuidos por nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII, en su Encíclica Providentissimus Deus, Benedicto XV, en su Encíclica Spiritus Paraclitus, e igualmente por Nos mismo, en la Encíclica Divino afflante Spiritu.

Y no es de maravillar que tales novedades hayan ya dado sus venenosos frutos casi en todas las partes de la teología. Se pone en duda que la razón humana, sin el auxilio de la revelación y de la gracia divina, pueda demostrar la existencia de un Dios personal por argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio y se pretende que la creación del mundo es necesaria, como quiera que procede de la liberalidad necesaria del amor divino; niégase igualmente a Dios la eterna e infalible presciencia de las acciones libres de los hombres; todo lo cual es contrario a las declaraciones del Concilio Vaticano.

Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son criaturas personales y si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros desvirtúan el concepto de “gratuidad” del orden sobrenatural, como quiera que opinen que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatifica. Y no es eso solo, porque se pervierte el concepto de pecado original, sin atención alguna a las definiciones tridentinas, y lo mismo el de pecado en general, en cuanto es ofensa de Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros. Tampoco faltan quienes pretenden que la doctrina de la transustanciación, como apoyada que está en una noción filosófica de sustancia ya anticuada, ha de ser corregida en el sentido de que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía se reduzca a una especie de simbolismo, en cuanto las especies consagradas sólo son signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su intima unión con los fieles miembros de su Cuerpo místico.

Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la cual el Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna. Otros finalmente atacan el carácter racional de la “credibilidad” de la fe cristiana...

Es cosa sabida cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, para probar invenciblemente, por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe cristiana, igualmente que para expresar de manera conveniente la ley que el Creador grabó en las almas de los hombres y, finalmente, para alcanzar algún conocimiento de los misterios y, por cierto, muy provechoso. Mas la razón sólo podrá desempeñar este servicio de modo apto y seguro si ha sido debidamente cultivada; es decir, cuando estuviere imbuida de aquella sana filosofía, que es ya, de tiempo atrás, como un patrimonio legado por las generaciones cristianas de pasadas edades y que, por ende, goza de una autoridad de orden superior, puesto que el magisterio mismo de la Iglesia ha pesado con el fiel de la revelación los principios y principales asertos de aquél, lentamente esclarecidos y definidos por hombres de grande inteligencia. Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, no sólo defiende el verdadero y auténtico valor del conocimiento humano, sino también los principios metafísicos inconcusos —a saber, los de razón suficiente, de causalidad y finalidad— y, finalmente, la consecución de la verdad cierta e inmutable.

En esta filosofía se exponen ciertamente muchas cosas que ni: directamente ni indirectamente tocan las materias de fe y costumbres, y que, por tanto, la Iglesia deja a la libre discusión de los entendidos; pero no rige la misma libertad en muchas otras cosas, señaladamente acerca de los principios y asertos principales que arriba hemos recordado. Aun en estas cuestiones esenciales, se puede vestir a la filosofía con más propias y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos arreos menos aptos, propios de las escuelas, y enriquecerla también cautamente con ciertos elementos de la especulación humana en sus avances; pero nunca es lícito derribarla o contaminarla con falsos principios o considerarla, en verdad, como un gran monumento, pero ya envejecido. Porque ni la verdad ni toda exposición filosófica de ella pueden estar cambiando cada día, sobre todo cuando se trata de los principios por sí evidentes para la mente humana o de aquellas doctrinas que se apoyan ora en la sabiduría de los siglos, ora en la conformidad y apoyo de la divina “revelación”. Toda verdad que la mente humana, investigando sinceramente, puede encontrar, no puede ciertamente oponerse a la verdad ya adquirida, puesto que Dios, Verdad Suma, creó y rige el entendimiento humano, no para que diariamente oponga a lo debidamente adquirido contrarias novedades, sino para que, eliminados los errores que hubieran podido deslizarse, construya la verdad sobre la verdad con aquel orden y trabazón con que aparece constituida la naturaleza misma de donde la verdad se extrae. De ahí que el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no ha de abrazar de prisa y ligeramente cualquier novedad que de día en día se excogitare, sino que ha de sopesarla con toda diligencia y ponerla sobre la balanza exacta, no sea que pierda la verdad ya alcanzada, o la corrompa, con peligro o daño ciertamente grave de la misma fe.

Considerando bien todo lo dicho, se verá patente la razón por que la Iglesia exige que los futuros sacerdotes se formen en las disciplinas filosóficas “según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico”, pues sabe ella muy bien por la experiencia de muchos siglos que el método y sistema del Aquilate descuella con singular excelencia tanto para la instrucción de los principiantes, como para la investigación de las más recónditas verdades; que su doctrina resuena como al unísono con la revelación divina y es eficacísima para asegurar los fundamentos de la fe y recoger con provecho y seguridad los frutos de un sano progreso.

Por eso, es altamente lamentable que una filosofía recibida y reconocida en la Iglesia, sea hoy despreciada por algunos y motejada impudentemente de anticuada en su forma y racionalista, como ellos dicen, en sus procedimientos. Van diciendo, en efecto, que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la opinión de que puede existir una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos por lo contrario afirman que las cosas, señaladamente las trascendentes, no pueden expresarse con mayor propiedad que por medio de doctrinas dispares, que mutuamente se completen, aun cuando en cierto modo se opongan unas a otras. Por eso conceden que la filosofía que se enseña en nuestras escuelas con su lúcida exposición y solución de las cuestiones, con su exacta precisión de conceptos y sus claras distinciones, puede ciertamente ser útil como propedéutica de la teología escolástica, maravillosamente acomodada a las inteligencias de los hombres de la Edad Media; pero que no presenta un estilo filosófico que responda a nuestra actual cultura y exigencias. Objetan además que la filosofía perenne es solamente una filosofía de las esencias inmutables, mientras la mente actual tiene que considerar la “existencia” de cada cosa y la vida en su perenne fluencia. Ahora bien, mientras desprecian esta filosofía, exaltan otras, antiguas o modernas, de Oriente u Occidente, con lo que parecen insinuar que cualquier filosofía o doctrina, con algunas añadiduras o correcciones, si fuere menester, puede compaginarse con el dogma católico. No hay católico que pueda poner en duda que ello es absolutamente falso, sobre todo tratándose de engendros como los que llaman inmanentismo, idealismo o materialismo, histórico éste o dialéctico, no menos que del existencialismo, ora profese el ateísmo, ora por lo menos se oponga al valor del raciocinio metafísico.

Achacan, finalmente, a la filosofía enseñada en nuestras escuelas que en el proceso del conocimiento atiende solamente al entendimiento, descuidando la función de la voluntad y de los sentimientos. Lo que ciertamente no es verdad. Nunca, en efecto, negó la filosofía cristiana la utilidad y eficacia de las buenas disposiciones del alma entera para conocer y abrazar plenamente las verdades religiosas y morales; más bien enseñó siempre que el defecto de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, dominado por la concupiscencia y mala voluntad, de tal modo quede oscurecido, que no vea rectamente. Y hasta piensa el Doctor Común que el entendimiento puede de algún modo percibir los bienes más altos que pertenecen al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto experimenta en el alma cierta “con naturalidad” afectiva, con los mismos bienes, ya natural, ya añadida por don de la gracia; y es evidente de cuán grande auxilio pueda ser aún este mismo semioscuro conocimiento para las investigaciones de la razón. Sin embargo, una cosa es reconocer su fuerza a la disposición afectiva de la voluntad para ayudar a la razón a un conocimiento más cierto y firme de las verdades morales, y otra lo que pretenden estos innovadores: a saber, atribuir a las facultades volitiva y afectiva cierta fuerza de intuición y que el hombre, cuando por el discurso de la razón no pueda determinar qué es lo que deba abrazar como verdadero, se incline a la voluntad, por la que decidiendo libremente elija entre opiniones opuestas, en una confusa mezcla de conocimiento y acto de voluntad.

No es de de maravillar que con estas nuevas ideas se ponga en peligro a dos disciplinas filosóficas que por su naturaleza están estrechamente unidas con la doctrina de la fe, cuales son la teodicea y la ética. Su oficio —opinan éstos— no es demostrar nada cierto de Dios ni de ningún otro ente trascendente, sino mostrar más bien que lo que la fe enseña de un Dios personal y de sus mandamientos, está en perfecto acuerdo con las exigencias de la vida y debe, por ende, abrazarse por todos, para evitar la desesperación y obtener la salvación.

Todo esto no sólo se opone abiertamente a los documentos de nuestros predecesores León XIII y Pío X, sino que no puede conciliarse con los decretos del Concilio Vaticano. No tendríamos que lamentar estas desviaciones de la verdad, si aun en las materias filosóficas atendieran todos con la reverencia que conviene al magisterio de la Iglesia, a quien incumbe, por divina institución, no sólo custodiar e interpretar el depósito de la verdad divinamente revelada, sino también vigilar sobre las mismas disciplinas filosóficas, a fin de que los dogmas católicos no sufran daño alguno por las ideas no rectas.

Réstanos decir algo de algunas cuestiones que si bien se refieren a las ciencias que llaman ordinariamente “positivas”, se relacionan más o menos con las verdades de la fe. No pocos piden insistentemente que la religión católica tenga lo más posible en cuenta tales ciencias; cosa ciertamente digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero que ha de recibirse con cautela cuando es más bien cuestión de “hipótesis”, aunque de algún modo fundadas en la ciencia humana, por las que se roza la doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la “tradición”. Y si tales hipotéticas opiniones se oponen directa o indirectamente a la doctrina por Dios revelada, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo alguno.

Por eso el magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del “evolucionismo”, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente —pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios—; pero de manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución, y con tal de que todos estén dispuestos a obedecer al juicio de la Iglesia, a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe. Algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia máxima moderación y cautela.

Más cuando se trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad. Porque los fieles no pueden abrazar la sentencia de los que afirman o que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer padre de todos por generación natural, o que Adán significa una especie de muchedumbre de primeros padres. No se ve por modo alguno cómo puede esta sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio a cada uno.

Y lo mismo que en las ciencias biológicas y antropológicas, así hay también quienes en las históricas traspasan audazmente los límites y cautelas establecidas por la Iglesia. Y de modo particular hay que deplorar cierto método demasiado libre de interpretar los libros históricos del Antiguo Testamento, cuyos secuaces en defensa de su causa, alegan sin razón la carta no ha mucho escrita por la Pontificia Comisión Bíblica al arzobispo de París. Esta carta, en efecto, abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de nuestro tiempo; sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exegetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido. Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos, de las narraciones populares (lo que puede ciertamente concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacia inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos documentos.

Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor a la verdad y sencillez que tanto brilla aun en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos.

PIO XII

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