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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias


[De la Encíclica Ad diem, de 2 de febrero de 1904]

Por esta comunión de dolores y de voluntad entre María y Cristo, “mereció” ella “ser dignísimamente hecha reparadora del orbe perdido”, y por tanto dispensadora de todos los dones que nos ganó Jesús con su muerte y su sangre... Puesto que aventaja a todos en santidad y en unión con Cristo y fue asociada por Cristo a la obra de la salvación humana, de congruo, como dicen, nos merece lo que Cristo mereció de condigno y es la ministra principal de la concesión de las gracias.

SAN Pío X, 1903-1914

De las “citas implícitas” en la Sagrada Escritura


[De la Respuesta de la Comisión Bíblica, de 13 de febrero de 1905]

A la duda:

Si para resolver las dificultades que ocurren en algunos textos de la Sagrada Escritura que parecen referir hechos históricos, es lícito afirmar al exegeta católico tratarse en ellos de una cita tácita o implícita de un documento escrito por autor no inspirado, cuyos asertos todos en modo alguno intenta aprobar o hacer suyos el autor inspirado y que, por lo tanto, no pueden tenerse por inmunes de error.

Se respondió (con aprobación de Pío X):

Negativamente, excepto en el caso en que, salvo el sentido y juicio de la Iglesia, se pruebe con sólidos argumentos:

1º que el hagiógrafo cita realmente dichos o documentos de otro, y

2º que ni los aprueba ni los hace suyos, de modo que con razón pueda pensarse que no habla en su propio nombre.

SAN Pío X, 1903-1914

Del carácter histórico de la Sagrada Escritura

[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905]

A la duda:

Si puede admitirse como principio de la recta exégesis la sentencia según la cual los libros de la Sagrada Escritura que se tienen por históricos, ora totalmente, ora en parte, no narran a veces una historia propiamente dicha y objetivamente verdadera, sino que presentan sólo una apariencia de historia para dar a entender algo que es ajeno a la significación propiamente literal o histórica de las palabras.

Se respondió (con aprobación de Pío X):

Negativamente, excepto, sin embargo, el caso, que no ha de admitirse fácil ni temerariamente, en que, sin oponerse el sentido de la Iglesia y salvo su juicio, se pruebe con sólidos argumentos que el hagiógrafo quiso dar no una historia verdadera y propiamente dicha, sino proponer, bajo apariencia y forma de historia, una parábola, alegoría, o algún sentido alejado de la significación propiamente literal o histórica de las palabras.

SAN Pío X, 1903-1914

De la recepción diaria de la Santísima Eucaristía

[Del Decreto de la congregación del Santo Concilio, aprobado por Pío X el 20 de diciembre de 1905]

... Mas el deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado convite, se cifra principalmente en que los fieles unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el Santo Concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales” [v. 875].

Al invadir por doquiera la peste janseniana, se empezó a discutir sobre las disposiciones con que había que acercarse a la comunión frecuente y cotidiana y a porfía las exigieron mayores y más difíciles, como necesarias. Estas discusiones lograron que muy pocos se tuvieran por dignos de recibir diariamente la Santísima Eucaristía y sacar de este saludable sacramento más plenos frutos, contentándose los demás de confortarse con él una vez al año o cada mes o, a lo sumo, cada semana. Es más, se llegó a tal punto de severidad, que se excluyó de la frecuentación de la mesa celestial a clases enteras, como la de los mercaderes y de aquellos que estuviesen unidos por matrimonio.

... La Santa Sede no faltó en esto a su propio deber [v. 1147 ss y 1313]... Sin embargo, el veneno janseniano que, bajo apariencia del honor y reverencia debida a la Eucaristía, había inficionado hasta los ánimos de los buenos, no se desvaneció totalmente. La cuestión de las disputas sobre las disposiciones para frecuentar recta y legítimamente la Eucaristía, sobrevivió a las declaraciones de la Santa Sede, de lo que resultó que algunos teólogos, aun de buen nombre, pensaron que sólo raras veces y con muchas cortapisas, se podía permitir a los fieles la comunión diaria.

... Pero Su Santidad, que lleva en el corazón que... el pueblo cristiano sea invitado con la mayor frecuencia y hasta diariamente al sagrado convite, encomendó a esta Sacra Congregación examinar y definir la cuestión predicha.

[Del Decreto de la Congregación del Santo Concilio, 16 de diciembre de 1905]

1. La Comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales por lo menos de los plenamente deliberados y de apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...

4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.

5.... Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores, no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención...

9. Finalmente, después de la promulgación de este Decreto, absténganse todos los escritores eclesiásticos de cualquier disputa y contienda acerca de las disposiciones para la comunión frecuente y diaria...

SAN Pío X, 1903-1914

De la ley tridentina de clandestinidad


[Del Decreto de Pío X Provida sapientique, de 18 de enero de 1906]
I. Aun cuando el capítulo Tametsi del Concilio Tridentino [v. 990 ss], no haya sido con certeza promulgado e introducido en varios lugares, ora por expresa publicación, ora por legítima observancia; sin embargo, a partir de la fiesta de Pascua (es decir, desde el 15 de abril) del presente año 1906, en todo el actual imperio alemán, ha de obligar a todos los católicos, aun a los que hasta ahora estaban exentos de guardar la forma tridentina, de suerte que no podrán contraer entre sí matrimonio válido de otro modo que delante del párroco y dos o tres testigos [cf. 2066 ss].
II. Los matrimonios mixtos que se contraen por católicos con herejes o cismáticos, están y siguen estando gravemente prohibidos, a no ser que con justa y grave causa canónica, dadas íntegramente y en forma por ambas partes las cautelas canónicas, fuere debidamente obtenida por la parte católica dispensa sobre el impedimento de religión mixta. Estos matrimonios, aun después de obtenida la dispensa, han de celebrarse absolutamente en faz de la Iglesia delante del párroco y de dos o tres testigos; de suerte que pecan gravemente quienes contraen delante del ministro acatólico o sólo ante el magistrado o de otro cualquier modo clandestino. Es más, si algún católico pide o admite la cooperación del ministro acatólico para la celebración de estos matrimonios mixtos, comete otro delito y está sometido a las censuras canónicas.
Sin embargo, todos los matrimonios mixtos que ya se han contraído o en adelante (lo que Dios no permita) se contrajeren en cualesquiera provincias y lugares del Imperio alemán, aun en aquellas que según las decisiones de las congregaciones romanas han estado hasta ahora ciertamente sometidas a la fuerza dirimente del capítulo Tametsi, queremos que sean tenidos absolutamente por válidos y expresamente lo declaramos, definimos y decretamos, con tal que no obste ningún otro impedimento canónico, ni hubiere sido dada legítimamente sentencia de nulidad por impedimento de clandestinidad antes del día de Pascua de este ano y durare hasta ese día el mutuo consentimiento de los cónyuges.
III. Y para que los jueces eclesiásticos tengan una norma segura, esto mismo y bajo las mismas condiciones y restricciones declaramos, estatuimos y decretamos de los matrimonios de los acatólicos, ora herejes, ora cismáticos, que hasta ahora se hayan contraído o en adelante se contraigan en esas regiones sin guardar la forma tridentina; de suerte que si uno de los cónyuges, o los dos se convirtieren a la fe católica o surgiere en el foro eclesiástico controversia sobre la validez del matrimonio de dos acatólicos, relacionada con la cuestión de validez del matrimonio contraído o por contraer por un acatólico, esos matrimonios, ceterir paribus, han de ser tenidos igualmente por absolutamente válidos...
SAN Pío X, 1903-1914

De la separación de la Iglesia y el Estado


[De la Encíclica Vehementer nos al clero y pueblo de Francia, de 11 de febrero de 1906]

... Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República Francesa, y ello por las razones que hemos expuesto: porque con la mayor injuria ultraja a Dios, de quien solemnemente reniega al declarar por principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone a la constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la Iglesia, porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo, porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses. Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la Iglesia, que no pueden cambiar por ninguna fuerza ni atropello de los

hombres.

SAN Pío X, 1903-1914

Sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco

[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906]

Duda I: Si los argumentos, acumulados por los críticos para combatir la autenticidad musaica de los libros sagrados que se designan con el nombre de Pentateuco son de tanto peso que, sin tener en cuenta los muchos testimonios de uno y de otro Testamento considerados en su conjunto, el perpetuo consentimiento del pueblo judío, la tradición constante de la Iglesia, así como los indicios internos que se sacan del texto mismo, den derecho a afirmar que tales libros no tienen a Moisés por autor, sino que fueron compuestos de fuentes en su mayor parte posteriores a la época mosaica.

Respuesta: Negativamente.

Duda II: Si la autenticidad musaica del Pentateuco exige necesariamente una redacción tal de toda la obra que haya de pensarse en absoluto que Moisés lo escribió todo con todos sus pormenores por su propia mano o lo dictó a sus amanuenses; o bien, puede permitirse la hipótesis de los que opinan que Moisés encomendó la escritura de la obra, por él concebida bajo la divina inspiración, a otro u otros; de suerte, sin embargo, que expresaran fielmente sus pensamientos, nada escribieran contra su voluntad, nada omitieran, y que finalmente, la obra así compuesta, aprobada por Moisés su principal e inspirado autor, se publicara bajo su nombre.

Respuesta: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.

Duda III: Si puede concederse sin perjuicio de la autenticidad mosaica del Pentateuco que Moisés, para componer su obra, se valió de fuentes, es decir, de documentos escritos o de tradiciones orales, de las que, según el peculiar fin que se había propuesto y bajo el soplo de la inspiración divina, sacó algunas cosas y las insertó en su obra, ora literalmente, ora resumidas o ampliadas en cuanto al sentido.

Respuesta: Afirmativamente.

Duda IV: Si puede admitirse, salva la autenticidad mosaica esencial y la integridad del Pentateuco, que hayan podido introducirse en él algunas modificaciones, en tan prolongado transcurso de siglos, como: adiciones después de la muerte de Moisés, o apostillas de un autor inspirado o glosas y explicaciones insertadas en el texto, ciertos vocablos y formas de la lengua antigua trasladadas a lenguaje más moderno, en fin, lecciones mendosas atribuibles a defecto de los amanuenses, acerca de las cuales es lícito discutir y juzgar de acuerdo con la crítica.

Respuesta: Afirmativamente, salvo el juicio de la Iglesia.

SAN Pío X, 1903-1914

Errores de los modernistas acerca de la Iglesia, la revelación, Cristo y los sacramentos

[Del Decreto del Santo Oficio Lamentabili, de 3 de julio de 1907]

1. La ley eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que tratan de las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la crítica o exégesis científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento.

2, La interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y corrección de los exegetas.

3. De los juicios y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y más elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con los más verídicos orígenes de la religión cristiana.

4. El magisterio de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.

5. Como quiera que en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades reveladas, no toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las aserciones de las disciplinas humanas.

6. En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones comunes de la discente.

7. Al proscribir los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles asentimiento interno alguno, con que abracen los juicios por ella pronunciados.

8. Deben considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las reprobaciones de la Sagrada Congregación del Índice y demás Congregaciones romanas.

9. Excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.

10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles.

11. La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.

12. Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos puramente humanos.

13. Las parábolas evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este modo dieron razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los judíos.

14. En muchas narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es verdad, cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso.

15. Los evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta llegar a un canon definitivo y constituido; en ellos, por ende, no quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.

16. Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica.

17. El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.

18. Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la Iglesia al final del siglo I.

19. Los exegetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las Escrituras con más fidelidad que los exegetas católicos.

20. La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación para con Dios.

21. La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los Apóstoles.

22. Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se elaboró con trabajoso esfuerzo.

23. Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; de suerte que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la Iglesia cree verdadarísimos y certísimos.

24. No se debe desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no niegue los dogmas mismos.

25. El asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de probabilidades.

26. Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.

27. La divinidad de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.

28. Al ejercer su ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que Él era el Mesías, ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.

29. Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.

30. En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural hijo de Dios.

31. La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana.

32. El sentido natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo que nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de Jesucristo.

33. Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas que o Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico o que la mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios sinópticos carece de autenticidad.

34. El crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por limite alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas.

35. Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica.

36. La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros hechos.

37. La fe en la resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho mismo de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios.

38. La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino solamente paulina.

39. Las opiniones sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos los Padres de Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones dogmáticos, distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes investigan históricamente el cristianismo.

40. Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y acontecimientos, interpretaron cierta idea e intención de Cristo.

41. Los sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la presencia siempre benéfica del Creador.

42. La comunidad cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo como rito necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión cristiana.

43. La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia.

44. Nada prueba que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado por los Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y confirmación, nada tiene que ver con la historia del cristianismo primitivo.

45. No todo lo que Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1 Cor. 11, 23-25], ha de tomarse históricamente.

46. En la primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que la penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se llamaba con el nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento ignominioso.

47. Las palabras de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son retenidos [Ioh. 2, 22-23] no se refieren al sacramento de la penitencia, sea lo que fuere de lo que plugo afirmar a los Padres del Tridentino.

48. Santiago, en su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento alguno de Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta costumbre ve tal vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con que lo tomaron los teólogos que establecieron la noción y el número de los sacramentos.

49. Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica, los que acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal.

50. Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de vigilar, fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos para atender a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero no propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.

51. En la Iglesia, el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la nueva ley sino muy tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera tenido por sacramento, era necesario que precediera la plena explicación teológica de la doctrina de los sacramentos y de la gracia.

52. Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de durar por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en la mente de Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente con el fin del mundo.

53. La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua evolución.

54. Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio.

55. Simón Pedro ni sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado por Cristo el primado de la Iglesia.

56. La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por ordenación de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas.

57. La Iglesia se muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y teológicas.

58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él.

59. Cristo no enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los tiempos y a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.

60. La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego jónica y finalmente helénica y universal.

61. Puede decirse sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el primero del Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina totalmente idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por ende ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico que para el teólogo.

62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para los cristianos de nuestro tiempo.

63. La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, pues obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse con los progresos modernos.

64. El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo Encarnado y la redención.

65. El catolicismo actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal.

Censura: “Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Eminentísimos Padres y mandó que todas y cada una de las proposiciones arriba enumeradas fueran por todos tenidas como reprobadas y proscritas” (v. 2114).

SAN Pío X, 1903-1914

De los responsales y del matrimonio

[Del Decreto Ne temere de la Congregación del Santo Concilio, de 2 de agosto de 1907]

De los esponsales. I. Sólo son tenidos por válidos y surten efectos canónicos aquellos esponsales que fueren contraídos por medio de escritura firmada por las partes y por el párroco o el Ordinario del lugar o, por lo menos, por dos testigos...

Del matrimonio. III. Sólo son válidos aquellos matrimonios que se contraen delante del párroco o del Ordinario del lugar o sacerdote delegado por uno u otro y dos testigos por lo menos.

VII. Si hay inminente peligro de muerte, cuando no se pueda tener al párroco o al Ordinario del lugar u otro sacerdote delegado por uno de ellos, para mirar por la conciencia, y, si hubiere caso, por la legitimación de la prole, el matrimonio puede válida y lícitamente contraerse delante de cualquier sacerdote y dos testigos.

VIII. Si sucediere que en alguna región no puede haberse ni párroco, ni Ordinario del lugar, ni sacerdote por ellos delegado ante quien se pueda celebrar el matrimonio, y esa situación se prolongare ya por un mes, el matrimonio puede lícita y válidamente contraerse emitiendo los esposos el consentimiento formal delante de dos testigos...

XI, § 1. A las leyes arriba establecidas están obligados todos los bautizados en la Iglesia Católica y que a ella se hayan convertido de la herejía y del cisma (aun cuando ora éstos ora aquéllos se hayan apartado posteriormente de ella), siempre que entre si contraigan esponsales o matrimonios.

§ 2. Rigen también para los mismos católicos de que se ha hablado arriba, si contraen esponsales o matrimonios con acatólicos ora bautizados ora no bautizados aun después de obtenida la dispensa del impedimento de religión mixta o disparidad de culto; a no ser que para algún lugar o región particular haya sido estatuido de otro modo por la Santa Sede.

§ 3. Los acatólicos, bautizados o no bautizados, si contraen entre sí, no están obligados en ninguna parte a guardar la forma católica de los esponsales y matrimonios.

El presente Decreto ha de tenerse por legítimamente publicado y promulgado por medio de su transmisión a los ordinarios de lugar; y lo que en él se dispone tendrá fuerza de ley en todas partes desde la fiesta de Pascua de resurrección de N.S.J.C. (19 de abril) del próximo año de 1908.

SAN Pío X, 1903-1914

De las falsas doctrinas de los modernistas


[De la Encíclica Pascendi dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907]

Como es táctica muy astuta de los modernistas (con este nombre se les llama con razón vulgarmente) no proponer con orden metódico sus doctrinas ni formando un todo, sino como esparcidas y separadas entre si, evidentemente para que se los tenga por vacilantes y como indecisos, cuando por lo contrario son muy firmes y constantes, es preferible, Venerables Hermanos, presentar aquí primeramente en un solo cuadro esas doctrinas e indicar la unión con que entre si se enlazan, para escudriñar luego las causas de los errores y prescribir los remedios para apartar esa peste... Mas para proceder ordenadamente en materia tan abstrusa, hay que notar ante todo que cualquier modernista representa y, como si dijéramos, mezcla en si mismo varias personas: al filósofo [I], al creyente [II], al teólogo [III], al historiador [IV], al critico [V], al apologista [VI] y al reformador [VII]; todas ha de distinguirlas una por una el que quiera conocer debidamente su sistema y ver a fondo los principios y consecuencias de sus doctrinas.

[I] Pues ya, empezando por el filósofo, el fundamento de la filosofía religiosa lo ponen los modernistas en la doctrina que vulgarmente llaman agnosticismo. Según éste, la razón humana está absolutamente encerrada en los fenómenos, es decir, en las cosas que aparecen y en la apariencia en que aparecen, sin que tenga derecho ni poder para traspasar sus términos. Por tanto, ni es capaz de levantarse hasta Dios ni puede conocer su existencia ni aun por las cosas que se ven. De aquí se infiere que Dios no puede en modo alguno ser directamente objeto de la ciencia; y por lo que a la historia se refiere, Dios no puede en modo alguno ser considerado como sujeto histórico. Sentados estos principios, cualquiera puede ver fácilmente qué queda de la teología natural, qué de los motivos de credibilidad, qué de la revelación externa. Y es que todo eso lo suprimen los modernistas y lo relegan al intelectualismo: sistema —dicen— ridículo y de mucho tiempo muerto. Y no los detiene que semejantes monstruos de errores los haya clarísimamente condenado la Iglesia, pues el Concilio Vaticano definía así: Si alguno... [v. 1806 s y 1812].

Ahora, por qué razón pasan los modernistas del agnosticismo, que consiste sólo en la ignorancia, al ateísmo científico e histórico que, al contrario, se cifra todo en la negación; por tanto, por qué derecho de raciocinio del hecho de ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia de las gentes humanas, se da el salto a explicar la misma historia desdeñando totalmente a Dios, como si realmente no interviniera, compréndalo quien pueda comprenderlo. No obstante, los modernistas dan por cosa averiguada y firme que la ciencia debe ser atea y lo mismo la historia, en cuyos dominios no puede haber lugar más que para los fenómenos, desterrado totalmente Dios y todo lo divino. Qué se sigue de esta doctrina absurdísima, qué haya de afirmarse sobre la persona santísima de Cristo, sobre los misterios de su vida y muerte, su resurrección y ascensión a los cielos, claramente lo veremos en seguida.

Sin embargo, este agnosticismo, en la enseñanza de los modernistas, ha de tenerse sólo como parte negativa; la positiva, según dicen, la constituye la inmanencia vital. El paso de una a otra se realiza así:

La religión, sea natural, sea sobrenatural, como otro hecho cualquiera, tiene que tener una explicación. Pero borrada la teología natural, cerrado el paso a la revelación por haber rechazado los argumentos de credibilidad, más aún, suprimida de todo punto cualquier revelación externa, en vano se busca fuera del hombre la explicación. Hay que buscarla, pues, dentro del hombre mismo, y como la religión es cierta forma de vida, se ha de encontrar necesariamente en la vida del hombre. De ahí la afirmación del principio de la inmanencia religiosa. Ahora pues, el primer, como si dijéramos, movimiento de cualquier fenómeno vital, cual ya hemos dicho que es la religión, hay que derivarlo de alguna indigencia o impulso; y los orígenes, si hemos de hablar más ceñidamente de la vida, hay que ponerlos en cierto movimiento del corazón que se llama sentimiento. Por lo cual, como quiera que el objeto de la religión es Dios, hay que concluir absolutamente que la fe, principio y fundamento de toda religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino.

Ahora bien, esta indigencia de lo divino, al no sentirse más que en determinados y aptos complejos, no puede de suyo pertenecer al ámbito de la conciencia, y está primeramente oculta por bajo de la conciencia o, como dicen con palabra tomada a la moderna filosofía, en la subconsciencia, donde está también su raíz oculta e incomprendida. Alguien preguntará tal vez de qué modo finalmente se convierte en religión esta indigencia de lo divino que el hombre percibe en si mismo. A esto responden los modernistas: La ciencia y la historia están limitadas por doble barrera: una externa, que es el mundo visible, y otra interna, que es la conciencia. Apenas llegan a una u otra, no pueden pasar adelante; pues más allá de estos limites está lo incognoscible. Ante este incognoscible, ora esté fuera del hombre y más allá de la naturaleza visible de las cosas, ora se oculte dentro, en la subconsciencia, la indigencia de lo divino excita un peculiar sentimiento en el alma inclinada a la religión, sin que preceda juicio alguno de la mente según los principios del fideísmo; este sentimiento implica en si mismo la realidad misma divina, ya como objeto, ya como causa íntima de sí mismo, y une en cierto modo al hombre con Dios. Ahora bien, este sentimiento es el que los modernistas llaman con el nombre de fe y es para ellos el principio de la religión.

Pero no termina aquí la filosofía o, mejor dicho, el delirio efectivamente, en tal sentimiento, no hallan los modernistas solamente la fe sino con la fe y en la misma fe, tal como ellos la entienden, afirman que tiene lugar la revelación. A la verdad, ¿qué más hay que pedir para la revelación? ¿Acaso no llamaremos revelación o por lo menos principio de revelación a ese mismo sentimiento religioso que aparece en la conciencia y hasta en Dios mismo que, aunque confusamente, se manifiesta a las almas en ese mismo sentimiento religioso? Añaden sin embargo: Como Dios es a la vez objeto y causa de la fe, aquella revelación juntamente versa sobre Dios y viene de Dios; es decir, que tiene a Dios a la vez por relevante y revelado. De aquí, venerables Hermanos, la afirmación sobremanera absurda de los modernistas, según la cual toda religión ha de ser llamada según aspecto diverso al mismo tiempo natural y sobrenatural. De ahí la confusa significación de conciencia y revelación. De ahí la ley por la que la conciencia religiosa se erige en regla universal, que ha de equipararse con la revelación, y a la que todos tienen que someterse, hasta la suprema potestad de la Iglesia, ora enseñe, ora estatuya sobre culto y disciplina.

Sin embargo, en todo este proceso, de donde, según los modernistas, nacen la fe y la revelación, hay que prestar suma atención a un punto de no escasa importancia ciertamente, por las consecuencias histórico-criticas que ellos sacan de ahí. Porque el incognoscible de que hablan no se presenta a la fe como algo desnudo o singular, sino, al contrario, íntimamente unido a algún fenómeno que, si bien pertenece al campo de la ciencia o de la historia, en cierto modo, sin embargo, lo traspasa, ora sea este fenómeno un hecho de la naturaleza que contiene en si algo misterioso, ora sea uno cualquiera de entre los hombres, cuyo carácter, hechos, palabras, parecen no poder conciliarse con las leyes ordinarias de la historia. Entonces la fe, atraída por lo incognoscible, que va unido al fenómeno, abraza al fenómeno mismo entero y lo penetra en cierto modo de su propia vida. Pero de aquí se siguen dos consecuencias. Primero, cierta trasfiguración del fenómeno levantándote por encima de sus verdaderas condiciones, por lo cual se haga materia más apta para revestirse de la forma de lo divino, que la fe ha de introducir. Segundo, una desfiguración llamémosla así, del mismo fenómeno, nacida de que la fe, después de despojarlo de las circunstancias de lugar y tiempo, le atribuye lo que realmente no tiene; esto sucede principalmente cuando se trata de fenómenos de tiempo pasado y, tanto más, cuanto más antiguos son. De este doble capítulo sacan los modernistas otros dos principios que, unidos al otro que el agnosticismo les ha proporcionado constituyen los fundamentos de la critica histórica. Aclararemos lo expuesto con un ejemplo y éste lo vamos a tomar de la persona de Cristo. En la persona de Cristo —dicen— la ciencia y la historia no descubren más que a un hombre. Luego, en virtud del primer principio deducido del agnosticismo, hay que borrar de su historia todo lo que huele a divino. Ahora bien, en virtud de la segunda regla, la persona histórica de Cristo ha sido trasfigurada por la fe; luego hay que ir quitando de ella cuanto la levanta por encima de las condiciones históricas. Por fin, en virtud de la tercera regla, la misma persona de Cristo ha sido desfigurada por la fe; luego hay que apartar de ella los discursos, hechos, cuanto, en una palabra, no responde en modo alguno a su carácter, estado y educación y al lugar y tiempo en que vivió. Maravillosa manera, por cierto, de raciocinar; pero tal es la crítica de los modernistas.

En conclusión, el sentimiento religioso que por medio de la inmanencia vital brota de los escondrijos de la subconciencia es el germen de toda la religión y juntamente la razón de cuanto ha habido o habrá en cualquier religión. Rudo, ciertamente, en sus principios y casi informe, ese sentimiento fue paulatinamente creciendo bajo el influjo de aquel arcano principio de donde tuvo origen, a par con el progreso de la vida humana, de la que, como hemos dicho, es una de las formas. He aquí, pues, el origen de toda religión, aun de la sobrenatural: son, efectivamente todas, mero desenvolvimiento del sentimiento religioso. Y nadie piense que se va a exceptuar a la católica, sino que se la pone absolutamente al nivel de las demás ¡ puesto que no nació de otro modo que por el proceso de la inmanencia vital en la conciencia de Cristo, hombre de naturaleza privilegiada, cual jamás le hubo ni le habrá...

[Luego se alega el canon del Concilio Vaticano sobre la revelación: v. 1808].

Hasta aquí, sin embargo, Venerables Hermanos, no hemos visto: Se dé cabida alguna a la inteligencia. Pero también ésta tiene su parte, según la doctrina de los modernistas, en el acto de fe. De qué manera, es conveniente advertirlo. En aquel sentimiento —dicen— tantas veces nombrado, puesto que es sentimiento y no conocimiento, Dios se presenta ciertamente al hombre, pero de modo tan confuso y revuelto que apenas o en absoluto se distingue del sujeto creyente. Es, por consiguiente, necesario ilustrar el mismo sentimiento con alguna luz para que Dios surja de ahí totalmente y sea discernido. Tal función corresponde al entendimiento a quien toca pensar y analizar y por quien el hombre reduce primero a ideas los fenómenos vitales que en él surgen y los expresa luego por palabras. De ahí la expresión corriente entre los modernistas de que el hombre religioso tiene que pensar su fe. La inteligencia, pues, sobreviniendo a aquel sentimiento, se inclina sobre él y en él trabaja a la manera de un pintor que restaura el dibujo ya desfigurado, de viejo, de un cuadro, para que resalte nítido: así en efecto, sobre poco más o menos, explica el caso uno de los maestros del modernismo. Ahora bien, en asunto de tal naturaleza, la inteligencia trabaja de dos maneras: primero, por un acto natural y espontáneo, por el que expresa la cosa con cierta sentencia sencilla y vulgar; segundo, reflexivamente y más a fondo o, como ellos dicen, elaborando un pensamiento, y expresando lo pensado por medio de sentencias secundarias, derivadas ciertamente de aquella primera concepción sencilla, pero más limadas y distintas. Estas sentencias secundarias, si finalmente fueren sancionadas por el supremo magisterio de la Iglesia, constituirán los dogmas.

De este modo, pues, hemos llegado en la doctrina de los modernistas a un punto principal, cual es el origen del dogma y la naturaleza misma del dogma. El origen, en efecto, del dogma, lo ponen en aquellas fórmulas sencillas primitivas que bajo cierto aspecto son necesarias a la fe; pues la revelación, para que realmente lo sea, requiere en la conciencia algún conocimiento claro de Dios. Sin embargo, el dogma mismo parecen afirmar que se contiene propiamente en las fórmulas secundarias. Ahora, pues, para averiguar su naturaleza, hay que averiguar ante todo qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del alma. Y esto lo entenderá fácilmente quien sepa que tales fórmulas no tienen otro fin que el de procurar al creyente un modo de darse razón de su fe. Por eso son intermedias entre el creyente y su fe: por lo que a la fe se refiere son notas inadecuadas de su objeto, que vulgarmente se llaman símbolos; por lo que al creyente se refiere, son meros instrumentos. De ahí que por ninguna razón se puede establecer que contengan la verdad absolutamente; porque en cuanto símbolos, son imágenes de la verdad y, por tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, tal como este se refiere al hombre; en cuanto instrumentos, son vehículos de la verdad y, por lo tanto, han de acomodarse a su vez al hombre, tal como éste se refiere al sentimiento religioso. Ahora bien, el sentimiento religioso, como quiera que está contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, de los que ahora puede aparecer uno, luego otro. Por semejante manera, el hombre creyente, puede hallarse en diversas situaciones. Luego también las fórmulas que llamamos dogmas tienen que estar sujetas a las mismas vicisitudes y, consiguientemente, sujetas a variación. Y así, a la verdad, queda expedito el camino para la íntima evolución del dogma. Amontonamiento, por cierto, infinito de sofismas, que arruinan y aniquilan toda religión.

Que el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo afirman en realidad desenfadadamente los modernistas, sino que es consecuencia que se sigue evidentemente de sus principios. Porque entre los puntos principales de la doctrina tienen ellos uno que deducen del principio de la inmanencia vital y es que las fórmulas religiosas, para que sean realmente religiosas y no puras elucubraciones del entendimiento, tienen que ser vitales y vivir la vida misma del sentimiento religioso. Lo cual no ha de entenderse como si estas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hubieran sido inventadas para el sentimiento mismo religioso, pues nada importa en absoluto de su origen ni tampoco de su número o cualidad, sino en el sentido de que el sentimiento religioso, aun imponiéndoles, si hace falta, alguna modificación, se las asimile vitalmente. Es decir, para expresarlo de otro modo, es menester que la fórmula primitiva sea aceptada por el corazón y que éste la sancione; y que, igualmente bajo la dirección del corazón, se realice el trabajo por el que se engendran las fórmulas secundarias. De ahí resulta que, para que estas fórmulas sean vitales, tienen que ser y permanecer acomodadas a la fe juntamente y al creyente. Consiguientemente, si por cualquier causa cesa esta acomodación, pierden aquéllas sus primitivas nociones y necesitan mudarse. Ahora bien, siendo inestable esta fuerza y fortuna de las fórmulas dogmáticas, no es de maravillar que los modernistas las hagan objeto de tanto escarnio y desprecio, mientras por lo contrario de nada hablan, nada exaltan tanto como el sentimiento religioso y la vida religiosa. De ahí también que ataquen con extrema audacia a la Iglesia de que anda por camino extraviado, pues, dicen, no distingue para nada la fuerza moral y religiosa, de la significación externa de las fórmulas y, adhiriéndose con vano trabajo y suma tenacidad a fórmulas que carecen de sentido, deja que se diluya la religión misma. Ciegos y guías de ciegos [Mt. 15, 14] que, hinchados con soberbio nombre de ciencia, llegan a extremo tal de locura que pervierten la eterna noción de la verdad y el genuino sentimiento de la religión, con la introducción de un sistema nuevo en que, por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas las santas tradiciones apostólicas, se invocan otras doctrinas vanas, fútiles e inciertas y que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres de todo en todo vanos se imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma. Esto, Venerables Hermanos, por lo que se refiere al modernista como filósofo.

[II] Si pasando ahora al creyente, se quiere saber en qué se distingue éste del filósofo en los modernistas, es menester advertir que, si bien el filósofo admite la realidad de lo divino como objeto de la fe, esta realidad él no la encuentra más que en el alma del creyente, en cuanto es objeto del sentimiento y de la afirmación y, por lo tanto, no traspasa el ámbito de los fenómenos; ahora, si esa realidad existe en sí misma fuera del sentimiento y de tal afirmación, es cosa que el filósofo pasa por alto y la descuida. Por el contrario, para el modernista creyente es cosa cierta y averiguada que la realidad de lo divino existe realmente en sí misma y no depende en absoluto del creyente. Y si se les pregunta en qué se funda finalmente esta afirmación del creyente, responderán: En la experiencia particular de cada hombre. Afirmación por la que, si es cierto que se apartan de los racionalistas, vienen por otra parte a dar en la opinión de los protestantes y pseudomísticos [cf. 273].

Ellos lo explican así: En el sentimiento religioso hay que reconocer cierta intuición del corazón, por la que el hombre, sin intermedio alguno, alcanza la realidad de Dios y adquiere tan grande persuasión de la existencia de Dios y de su acción tanto dentro como fuera del hombre, que aventaja con mucho a toda persuasión que pueda venir de la ciencia. Ponen, pues, una verdadera experiencia y ésta superior a cualquier experiencia racional, y si algunos, como los racionalistas, la niegan, es —afirman los modernistas— que no quieren ponerse en las condiciones morales que se requieren para que surja aquella experiencia. Ahora bien, esta experiencia, cuando uno la adquiere, es la que propia y verdaderamente le hace creyente. ¡Cuán lejos estamos aquí de las enseñanzas católicas!

Ya vimos [v. 2072] cómo tales quimeras fueron condenadas por el Concilio Vaticano. Más adelante indicaremos, cómo admitidos estos postulados junto con los demás errores ya mencionados, queda abierta la puerta al ateísmo. Advirtamos por de pronto que de esta doctrina de la experiencia, junto con la otra del simbolismo, se sigue que toda religión, sin exceptuar el paganismo, ha de tenerse por verdadera. ¿Por qué, en efecto, no han de darse experiencias semejantes en cualquier religión? Más de uno afirma que se han dado. ¿Y con qué derecho negarán los modernistas la verdad de la experiencia que afirma un turco y reclamarán para solos los católicos las experiencias verdaderas? Pero, en realidad, los modernistas no lo niegan, antes bien, unos más o menos oscuramente, otros con toda claridad, pretenden que todas las religiones son verdaderas. Y es, por otra parte, evidente que no pueden pensar de otra manera. Pues ¿por qué capítulo habrá que atribuir falsedad a una religión cualquiera según los principios modernistas? Ciertamente, o por engaño del sentimiento religioso o por ser falsa la fórmula pronunciada por la inteligencia. Ahora bien, el sentimiento religioso es siempre uno y el mismo, aunque alguna vez quizá imperfecto, y para que la fórmula del entendimiento sea verdadera basta que responda al sentimiento religioso v al hombre creyente, sea lo que fuere de la perspicacia del ingenio de éste. Una cosa, a lo más, podrían acaso sostener los modernistas, en el conflicto de las diversas religiones y es que la católica por tener más vida, tiene más verdad, y que merece mejor el nombre cristiano, por ser la que mejor responde a los orígenes del cristianismo.

Otro punto hay en este capítulo de la doctrina, totalmente contrario a la verdad católica. Porque esta teoría de la experiencia Se traslada también a la tradición que la Iglesia ha afirmado hasta el presente, y totalmente la destruye. Efectivamente, los modernistas entienden la tradición de modo que sea cierta comunicación con otros de una experiencia original por medio de la predicación y con ayuda de la fórmula intelectiva. Por eso, a esta fórmula, aparte la virtud que llaman representativa, le atribuyen otra sugestiva, ora para excitar en el que ya cree el sentido religioso tal vez entorpecido y para restablecer la experiencia otrora habida, ora para producir en los que aún no creen por vez primera el sentimiento religioso y la experiencia. De este modo se propaga ampliamente la experiencia religiosa en los pueblos, no sólo en los que ahora son, por medio de la predicación, sino también en los por venir, por medio de libros y la trasmisión oral de unos a otros. Esta comunicación de la experiencia, hay veces que echa raíces y florece; otra se marchita inmediatamente y muere. Ahora bien, el florecimiento es para los modernistas argumento de la verdad, como quiera que toman promiscuamente verdad y vida. De lo que nuevamente será lícito inferir que todas las religiones que existen son verdaderas, pues de lo contrario tampoco vivirían.

Llegados aquí, Venerables Hermanos, tenemos sobrados elementos para conocer cabalmente qué relaciones establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo cuyo nombre comprenden también la historia. Y ante todo hay que pensar que el objeto de la una es totalmente externo al de la otra y separado de ella. Porque la fe mira únicamente a aquello que la ciencia declara serle incognoscible. De ahí, la diversa tarea de cada una: la ciencia versa sobre los fenómenos en que no hay lugar alguno para la fe; la fe, por su parte, versa sobre lo divino, que la ciencia de todo punto ignora. De donde, finalmente, resulta que entre la fe y la ciencia no puede darse jamás conflicto; pues, como cada una se mantenga en su puesto, no podrán encontrarse jamás y por ende tampoco contradecirse. Si a esto se objeta que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen también a la fe, como la vida humana de Cristo, lo negarán. Porque si bien estas cosas se cuentan entre los fenómenos; sin embargo, en cuanto están penetrados de la fe y por la fe fueron trasfigurados y desfigurados del modo que arriba se dijo [v. 2076], han sido arrebatados del mundo sensible y trasladados a la materia de lo divino. Por eso, si seguimos preguntando si Cristo realizó verdaderos milagros y realmente presintió lo por venir, si realmente resucitó y subió a los cielos, la ciencia agnóstica lo negará, la fe lo afirmará; pero de aquí no se seguirá contradicción alguna entre una y otra. Porque uno lo negará como filósofo que habla a filósofos, es decir, que ha contemplado a Cristo únicamente según su realidad histórica; otro lo afirmará como creyente que habla con creyentes, mirando la vida de Cristo en cuanto otra vez es vivida por la fe y en la fe.

Mucho se engañaría, sin embargo, quien pensara que podrá sacar de aquí la consecuencia de que la fe y la ciencia no han de estar absolutamente sometidas una a otra. De la ciencia, sí, podrá pensarlo recta y verdaderamente; pero no de la fe que tiene que estar sometida la ciencia no ya por uno, sino por triple motivo. Porque en primer lugar hay que advertir que en cualquier hecho religioso, quitada la realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás y particularmente las fórmulas religiosas no traspasa en modo alguno el ámbito de los fenómenos y, por lo tanto, caen bajo el dominio de la ciencia. Puede, si quiere, el creyente salirse de este mundo; pero mientras viva en el mundo, no escaparán jamás, quiera que no quiera, las leyes, la observación y los juicios de la ciencia y de la historia. Además, si es cierto que se ha dicho que Dios es sólo objeto de la fe, eso ha de concederse de la realidad divina, pero no de la idea de Dios, pues ésta está sometida a la ciencia, que, filosofando en el orden que llaman lógico, alcanza también cuanto hay de absoluto e ideal. Por lo cual, la filosofía, esto es, la ciencia, tiene derecho a conocer acerca de la idea de Dios, moderarla en su desenvolvimiento y, si algo extraño se le mezclare, corregirlo. De ahí el axioma de los modernistas de que la evolución religiosa debe conciliarse con la moral e intelectual, es decir, como lo explica uno de sus maestros, debe someterse a ellas. Allegase finalmente que el hombre no sufre en sí mismo la dualidad, por lo que urge al creyente la necesidad íntima de conciliar su fe con la ciencia de manera que no discrepe de la idea general que la ciencia ofrece sobre el universo. De este modo, pues, se llega al resultado de que la ciencia se sienta absolutamente libre de la fe; pero la fe, por mucho que se pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a ésta. Todo lo cual, Venerables Hermanos, es contrario a lo que Pío IX antecesor nuestro, enseñaba diciendo: “En las cosas que atañen a la religión, a la filosofía le toca servir, no mandar; no prescribir lo que hay que creer, sino abrazarlo con razonable deferencia; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarla piadosa y humildemente”. Los modernistas vuelven la cosa al revés y por eso puede aplicárseles lo que Gregorio IX, también antecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: Algunos de vosotros, hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, se empeñan en traspasar con profana novedad los límites puestos por los Padres, inclinando la inteligencia de la página celeste... a la doctrina filosófica de la razón, para ostentación de ciencia y no para provecho alguno de los oyentes... Ellos arrastrados por doctrinas varias y peregrinas, reducen la cabeza a la cola y obligan a la reina a servir a la esclava.

Esto se pondrá más patentemente de manifiesto a quien observe la manera de obrar de los modernistas, que responde de todo en todo a sus enseñanzas. Muchos de sus escritos y dichos parecen, efectivamente, contradictorios, de suerte que fácilmente se los podría tener por vacilantes y dudosos; sin embargo, eso lo hacen de propósito y deliberadamente, es decir, de acuerdo con la idea que profesan sobre la mutua separación de la fe y de la ciencia, De ahí que en sus libros tropezamos con cosas que un católico puede aprobar punto por punto; y, pasando página, con otras que dirían se dictadas por un racionalista. De ahí que escribiendo de historia no mencionan para nada la divinidad de Jesucristo; predicando, empero, en los templos, la profesan firmísimamente. Así también, si cuentan la historia, no dan cabida alguna a los Padres y Concilios; pero si enseñan catecismo, a unas y a otros los alegan con honor. De ahí también el separar la exégesis teológica pastoral, de la científica e histórica. Igualmente, partiendo del principio de que la ciencia no depende para nada de la fe, sin horrorizarse de seguir las pisadas de Lutero [cf. 769], cuando disertan sobre filosofía, historia y crítica manifiestan de mil modos su desdén por las enseñanzas católicas por los Santos Padres, los Concilios ecuménicos y el magisterio de la Iglesia; y si por ello se los reprende, se quejan de que se les quita la libertad. Profesando, finalmente, la idea de que la fe ha de someterse a la ciencia, a cada paso y a cara descubierta censuran a la Iglesia porque con la mayor obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones de la filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin la antigua teología, pretenden introducir otra nueva que siga dócilmente los delirios de los filósofos.

[III.] Aquí tenemos ya, Venerables Hermanos, abierto el camino para contemplar a los modernistas en la arena teológica. Tarea escabrosa, que hay que resumir brevemente. Trátase ni más ni menos que de conciliar la fe con la ciencia, y eso no de otro modo que sometiendo la una a la otra. En este terreno, el teólogo modernista usa de los mismos principios que vimos usaba el filósofo y los adapta al creyente: nos referimos a los principios de la inmanencia y del simbolismo. La cosa se logra con la mayor expedición de la siguiente manera: el filósofo enseña que el principio de la fe es inmanente; el creyente añade que este principio es Dios; el teólogo concluye: Luego Dios es inmanente en el hombre. De ahí la inmanencia teológica. Por otra parte, para el filósofo es cierto que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente es igualmente cierto que el objeto de la fe es Dios en sí mismo; el teólogo consiguientemente colige que las representaciones de la realidad divina son simbólicas. De ahí el simbolismo teológico. Errores ciertamente grandísimos, y cuán perniciosos sean uno y otro, se hará patente examinando sus consecuencias. Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera que los símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son instrumentos, el creyente ha de tener —dicen— ante todo buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás. Añaden además que tales fórmulas ha de emplearlas el creyente, tanto cuanto le ayuden, pues para su comodidad han sido dadas, no para su estorbo; eso sí, sin tocar para nada al honor que por respeto social se debe a las fórmulas que el público magisterio haya juzgado aptas para expresar la conciencia común, mientras, se entiende, el mismo magisterio no mandare otra cosa. Por lo que a la inmanencia se refiere, no es fácil indicar qué sientan realmente los modernistas, pues no todos son de la misma opinión. Hay quienes la ponen en que Dios, al obrar, está en el hombre más que el hombre en sí mismo, lo que, bien entendido, no tiene motivo de reprensión. Otros en que la acción de Dios es una con la acción de la naturaleza, y la de la causa primera una con la de la causa segunda; lo cual en realidad destruye el orden sobrenatural. Otros lo explican de modo que ofrecen sospecha de sentido panteístico, cosa que responde mejor al resto de sus doctrinas.

A este postulado de la inmanencia se añade otro que podemos llamar de la permanencia divina. Los dos se diferencian entre sí, sobre poco más o menos, como la experiencia particular y la trasmitida por tradición. Un ejemplo lo aclarará, y sea tomado de la Iglesia y de los sacramentos. Que la Iglesia —dicen— y los sacramentos hayan sido instituidos por Cristo mismo, es cosa que no ha de creerse en modo alguno. Lo prohíbe el agnosticismo, el cual no ve en Cristo más que a un hombre, cuya conciencia religiosa, como la de los otros hombres, se fue formando poco a poco; lo prohíbe la ley de la inmanencia, que rechaza las que llaman aplicaciones externas; lo prohíbe igualmente la ley de la evolución, que pide, para que los gérmenes se desenvuelvan, tiempo y una serie de circunstancias sucesivas; lo prohíbe, en fin, la historia, que demuestra cómo fue en realidad el curso de los hechos. Sin embargo, hay que mantener que la Iglesia y los sacramentos fueron mediatamente instituidos por Cristo. ¿De qué modo? Los modernistas afirman que todas las conciencias cristianas estuvieron en cierto modo virtualmente incluidas en la conciencia de Cristo, como la planta en la semilla; y como los gérmenes viven la vida de la semilla, hay que decir que los cristianos todos viven la vida de Cristo. Ahora bien, la vida de Cristo según la fe es divina; luego también lo es la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida en el decurso de las edades dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con todo derecho se dirá que este principio viene de Cristo y que es divino. De modo enteramente semejante establecen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas. A esto, poco más o menos, se reduce la teología de los modernistas; pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante para quien sostenga que hay que obedecer siempre a la ciencia, en todo lo que mandare. La aplicación de todo esto a lo que vamos a decir, cualquiera la verá fácilmente por sí mismo.

Hasta aquí hemos tocado el origen y naturaleza de la fe. Mas como quiera que los brotes de la fe son muchos, principalmente la Iglesia, el dogma, las cosas sagradas y el culto, los Libros que llamamos santos, hay que examinar qué es lo que los modernistas enseñan sobre estos puntos. Y empezando por el dogma, ya quedó antes indicado cuál sea su origen y naturaleza [v. 2079 s]. El dogma nace de cierto impulso o necesidad, por la que el creyente trabaja en sus propios pensamientos, a fin de ilustrar más su conciencia y la de los otros. Este trabajo se ordena todo a penetrar y pulir la primitiva fórmula de la inteligencia, no ciertamente en sí misma según su desenvolvimiento lógico, sino según sus circunstancias o, según ellos dicen con menos claridad, vitalmente. De ahí resulta, como ya insinuamos [v. 2078], que en torno a la fórmula primitiva se van formando poco a poco otras secundarias, que juntándose en un cuerpo o construcción de doctrina, al ser aprobadas por el magisterio público, como expresión de la conciencia común, se llaman dogmas. Del dogma hay que separar cuidadosamente las especulaciones de los teólogos que, por otra parte, si bien no viven la vida del dogma, no son, sin embargo, del todo inútiles, ora para componer la religión con la ciencia y deshacer sus conflictos ora para ilustrar desde fuera la religión y defenderla; otra utilidad quizá tengan también para preparar la materia de un nuevo dogma futuro. Del culto no habría mucho que decir, si no fuera porque bajo ese nombre se comprenden también los sacramentos, acerca de los cuales versan los mayores errores de los modernistas. Del culto afirman que tiene su origen en un doble impulso o necesidad; pues, como vimos, todo en su sistema nos dicen que se engendra por íntimos impulsos o necesidades. Una es la de dar alguna forma sensible a la religión; otra, la de propagarla; lo que no sería posible sin cierta forma sensible y actos santificantes, que llamamos sacramentos. Ahora bien, los sacramentos son para los modernistas meros símbolos o signos, aunque no carentes de eficacia. Para indicar esta eficacia sí valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice han hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas ideas poderosas y que impresionan de modo extraordinario los ánimos. Como esas palabras se ordenan a dichas ideas, así los sacramentos al sentimiento religioso: nada más. Por cierto, hablarían más claro si dijeran que los sacramentos han sido instituidos únicamente para alimentar la fe; pero esto lo condenó el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que estos sacramentos han sido instituidos para el solo fin de alimentar la fe, sea anatema” [v. 848].

Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros Sagrados. Éstos, conforme a los principios de los modernistas, pudieran muy bien definirse como una colección de experiencias, no de las que a cualquiera le ocurren a cada paso, sino de las extraordinarias e insignes, que se han dado en toda religión. Así absolutamente lo enseñan los modernistas sobre nuestros Libros lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Con miras, sin embargo, a sus opiniones notan con suma astucia: Aun cuando la experiencia se refiere al presente, puede no obstante tomar su materia de lo pasado, lo mismo que de lo por venir, en cuanto el creyente vuelve a vivir lo pasado al modo de lo presente por medio del recuerdo, o lo por venir, por anticipación. Y esto explica por qué entre los Libros Sagrados pueden contarse los históricos y los apocalípticos. Así, pues, Dios habla ciertamente en estos libros por medio del creyente; pero, como enseña la teología de los modernistas, sólo habla por la inmanencia y la permanencia vital. Preguntaremos: ¿Qué se hace entonces de la inspiración? Ésta —responden—si no es tal vez por su grado de vehemencia, no se distingue en nada del impulso por el que el creyente se siente movido a comunicar su fe de palabra o por escrito. Algo semejante tenemos en la inspiración poética por lo que alguien dijo: “Está Dios en nosotros, y agitados por Él nos encendemos”. De esta inspiración añaden los modernistas que nada hay absolutamente en los Sagrados Libros que carezca de ella. Al afirmar esto, pudiera creérselos más ortodoxos que otros modernos que limitan en parte la inspiración, como por ejemplo, cuando introducen las que se llaman citas tácitas. Pero aquéllos hablan así sólo de boca y simuladamente. Porque si juzgamos la Biblia por los principios del agnosticismo, es decir, como obra humana compuesta por hombres, aunque se le conceda al teólogo el derecho de proclamarla divina por la inmanencia, ¿cómo puede, en definitiva, coartarse más la inspiración? Los modernistas afirman realmente la inspiración universal de los Libros Sagrados; pero en sentido católico, no admiten ninguna.

Más abundante cosecha nos ofrece lo que la escuela de los modernistas imagina sobre la Iglesia. Para empezar, sientan que la Iglesia tiene su origen en una doble necesidad, una que se da en cualquier creyente, en aquel sobre todo que ha alcanzado alguna experiencia primera y singular, la de comunicar con otros su fe; otra, una vez que la fe se ha hecho común entre varios, en la colectividad, para crecer en la sociedad, y conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué es, pues, la Iglesia? La Iglesia es el parto de la conciencia colectiva, o reunión de las conciencias individuales, que, en virtud de la permanencia vital, dependen de algún primer creyente, en caso de los católicos, de Cristo. Ahora bien, toda sociedad necesita de una autoridad moderadora, cuyo oficio es dirigir a todos los asociados a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una asociación religiosa se reducen a la doctrina y al culto. De aquí una triple autoridad en la Iglesia Católica: disciplinar, dogmática y cultural. Ahora, la naturaleza de esta autoridad hay que colegirla de su origen, y de su naturaleza han de derivarse sus derechos y deberes. En las edades pretéritas, fue vulgar error que la autoridad venía a la Iglesia desde fuera, es decir, inmediatamente de Dios, por lo que con razón se la tenía por autocrática. Pero semejante idea está hoy día envejecida. Al modo que la Iglesia se dice haber emanado de la colectividad de las conciencias; por igual manera, la autoridad emana vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, como la Iglesia, nace de la conciencia religiosa y, por ende, a ella está sujeta; si desprecia esta sujeción, cae en la tiranía. Ahora bien, vivimos en una época en que el sentido de la libertad ha alcanzado su más alta cima. En el Estado, la conciencia pública ha introducido el régimen popular. Mas la conciencia, lo mismo que la vida, es una en el hombre. Si, pues, no quiere levantar y fomentar en las conciencias de los hombres una guerra intestina, la autoridad de la Iglesia tiene el deber de usar de las formas democráticas, tanto más cuanto que, de no hacerlo, le amenaza la ruina Porque tiene que ser ciertamente un loco quien imagine que puede jamás darse vuelta atrás en el sentido de la libertad que hoy está en vigor. Forzado y detenido violentamente, se derramaría con más ímpetu, arrasando juntamente la Iglesia y la religión. Todo esto raciocinan los modernistas, cuyos esfuerzos todos se dirigen a indagar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

Pero no sólo dentro de sus domésticas paredes tiene la Iglesia gentes con quienes es menester que se las entienda amigablemente, sino fuera también. Porque no es ella sola la que habita el mundo; lo ocupan también otras asociaciones, con quienes tiene por fuerza que mantener comunicación y trato. Consiguientemente, hay que determinar también qué derechos, qué deberes tiene la Iglesia con las sociedades civiles, y no de otro modo hay que determinarlo, sino por la naturaleza de la Iglesia, tal, se entiende, como los modernistas nos la han descrito. En este terreno, usan enteramente de las mismas reglas que arriba se alegaron para las relaciones entre la ciencia y la fe. Allí se hablaba de objetos; aquí de fines. Así, pues, a la manera que por razón de su objeto vimos que la fe y la ciencia eran extrañas una a otra; así la Iglesia y el Estado son extraños entre sí por razón de los fines que persiguen, temporal éste, y espiritual aquélla. Pudo ciertamente otras veces someterse lo temporal a lo espiritual; pudo hablarse de materias mixtas, en que la Iglesia intervenía como reina y señora, pues se la tenía por instituida directamente por Dios en cuanto es autor del orden sobrenatural. Pero todo esto se rechaza ya por filósofos e historiadores. El Estado, consiguientemente, ha de separarse de la Iglesia, lo mismo que el católico del ciudadano. Por lo tanto, cualquier católico, por ser también ciudadano, tiene el derecho y el deber de llevar a cabo lo que juzgue conviene a la autoridad del Estado, despreciando la autoridad de la Iglesia, sin tener para nada en cuenta sus deseos, consejos y mandatos, y sin hacer caso alguno de sus reprensiones. Señalar bajo cualquier pretexto a un ciudadano la línea de conducta, es un abuso de la autoridad eclesiástica que ha de rechazarse a todo trance. Los principios, Venerables Hermanos, de donde todo esto dimana, son ciertamente los mismos que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en la Constitución Apostólica Auctorem fidei [cf. 1502 s].

Pero no le basta a la escuela modernista imponer el deber de la separación de la Iglesia y del Estado. A la manera que la fe, en los elementos que llaman fenoménicos, tiene que someterse a la ciencia, así, en los asuntos temporales, la Iglesia tiene que depender del Estado. Esto quizá no lo digan aún ellos abiertamente; pero la fuerza del razonamiento les fuerza a admitirlo. Efectivamente, sentado que en lo temporal el único poder es el del Estado, si se da un creyente que, no contento con los actos íntimos de la religión, quiere pasar a los externos, por ejemplo, la administración o recepción de los sacramentos, fuerza será que también éstos caigan bajo el poder del Estado. ¿Qué será entonces de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se desenvuelve sino por actos externos, tendrá que estar toda entera sometida al Estado. Forzados por esta consecuencia, muchos protestantes liberales suprimen todo culto religioso externo y hasta toda asociación religiosa externa y se empeñan en introducir la que llaman religión individual. Si los modernistas todavía no llegan descubiertamente hasta tal extremo, piden entre tanto que la Iglesia espontáneamente se incline hacia donde ellos la empujan y se adapte a las formas civiles. Esto en cuanto a la autoridad disciplinar. Porque lo que sienten de la potestad doctrinal y dogmática es mucho peor y más pernicioso. Sobre el magisterio de la Iglesia fantasean de este modo. Una asociación religiosa no puede en modo alguno tener unidad, si no hay una sola conciencia de los asociados y una fórmula única de que se valgan. Ahora bien, una y otra unidad exige una especie de inteligencia común, a quien toque hallar y determinar la fórmula que más exactamente responda a la conciencia común, y esa inteligencia es menester que tenga suficiente autoridad para imponer a la comunidad la fórmula que hubiere estatuido. Pues bien, en esta conjunción y como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula como de la potestad que la prescribe, ponen los modernistas la noción del magisterio eclesiástico. Así, pues, como en definitiva el magisterio nace de las conciencias individuales y tiene encomendado su público deber para comodidad de las mismas conciencias, sírguese necesariamente que depende de esas conciencias y debe doblegarse a las formas populares. Por tanto, prohibir a las conciencias de los individuos que profesen pública y abiertamente los impulsos que sienten, así como cerrarle el camino a la crítica para que impulse el dogma hacia sus necesarias evoluciones, no es uso, sino abuso de una potestad que le fue encomendada para utilidad. De modo semejante debe guardarse templanza en el uso mismo de la autoridad. Censurar y prohibir un libro cualquiera sin conocimiento del autor, sin admitir explicación ni discusión alguna, es ciertamente cosa que linda con la tiranía. Por lo cual también aquí hay que hallar un camino medio, a fin de que queden intactos los derechos juntamente de la autoridad y de la libertad. Entre tanto, el católico ha de obrar de modo que públicamente se muestre evidentísimo a la autoridad, pero no por eso deje de seguir su propio genio. En cuanto a la Iglesia en general prescriben así: Puesto que el fin de la potestad eclesiástica se dirige únicamente a lo espiritual, hay que quitar todo el aparato externo con que se muestra adornada con demasiada magnificencia a los ojos de quienes la contemplan. En lo cual olvidan seguramente una cosa, y es que la religión, aunque se dirige a las almas, no se encierra únicamente en las almas, y que el honor que a su potestad se tributa recae sobre Cristo su fundador.

Para terminar toda esta materia acerca de la fe y de sus varios brotes, réstanos, Venerables Hermanos, que oigamos en último lugar lo que los modernistas enseñan acerca de su desenvolvimiento. El principio general aquí es: En una religión que vive, nada hay que no sea variable y que, por ende, no deba variarse. De aquí pasan a lo que en sus doctrinas es casi lo principal: la evolución: Consiguientemente, el dogma, la Iglesia, el culto, los libros que veneramos como santos, y hasta la fe misma, si no queremos que todo eso se cuente entre lo muerto, tiene que someterse a las leyes de la evolución. Cosa que no puede parecer maravillosa a quien tenga ante los ojos lo que de cada uno de esos puntos enseñan los modernistas. Sentada, pues, la ley de la evolución, el modo como se cumple ésta lo tenemos descrito por los mismos modernistas. Y, ante todo, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe —dicen— fue ruda y común a todos los hombres, como quiera que nacía de la naturaleza y vida misma de los hombres. La evolución vital trajo el progreso y éste no porque se agregaran nuevas formas desde fuera, sino porque el sentimiento religioso fue invadiendo cada vez con más fuerza la conciencia. Ahora bien, el progreso mismo se cumplió de doble modo, primero, negativamente, eliminando todo elemento extraño, por ejemplo, el que viniere de la familia o nación; luego, positivamente, por el desarrollo intelectual y moral del hombre, que hizo que la noción de lo divino se tornara más amplia y clara y el sentimiento religioso más exquisito. Para el progreso de la fe, hay que alegar las mismas causas antes dichas para explicar su origen; a ellas, no obstante, hay que añadir ciertos hombres extraordinarios, a los que llamamos profetas, el más grande de los cuales es Cristo.

Y esto, no sólo porque mostraron en su vida y palabras algo misterioso que la fe atribuía a la divinidad, sino porque alcanzaron nuevas y antes no habidas experiencias que respondían a la indigencia religiosa de cada época. Pero la evolución del dogma nace principalmente de la necesidad de superar los impedimentos de la fe, de vencer a sus enemigos y de refutar las contradicciones. Añádase a esto un empeño constante por penetrar mejor los arcanos que la fe encierra. Así, dejando aparte los demás ejemplos, ha sucedido con Cristo: lo que en él admitía la fe de divino —fuérase lo que se fuere— de tal modo se fue paso a paso y gradualmente ampliando, que por fin fue tenido por Dios. A la evolución del culto contribuye sobre todo la necesidad de adaptarse a las costumbres y tradiciones de los pueblos, así como la de gozar de la virtud que el uso o práctica ha prestado a determinados actos. Finalmente, la causa de la evolución de la Iglesia nace de su necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas de régimen civil públicamente introducidas. Así ellos de cada cosa. Aquí, empero, antes de seguir adelante, quisiéramos que se notara bien su doctrina de las necesidades o indigencias (italiano: dei bisogni, como más expresivamente las llaman); porque, aparte de cuanto hemos ya visto, es como la base y fundamento del famoso método que llaman histórico.

Insistiendo todavía en la doctrina de la evolución, debe advertirse además que, si bien las necesidades o indigencias impelen a la evolución, ésta, por ellas únicamente empujada, traspasarla fácilmente los límites de la tradición y, por ende, arrancada del primitivo principio vital conduciría más bien a la ruina que al progreso. De ahí que siguiendo más de lleno la mente de los modernistas, diremos que la evolución surge del conflicto de dos fuerzas, de las que una tira hacia el progreso, otra retrae hacia la conservación. La fuerza conservadora reside en todo su vigor en la Iglesia y se contiene en la tradición; la ejerce, empero, la autoridad religiosa, y eso, tanto de derecho, puesto que entra en la naturaleza de la autoridad salvaguardar la tradición, como de hecho, pues la autoridad, limitada por los cambios de la vida no se siente nada o apenas nada urgida por los estímulos que impelen al progreso. Aquí vemos, Venerables Hermanos, cómo levantó su cabeza una doctrina perniciosísima que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos, como elementos de progreso. De una especie de convenio y pacto entre estas dos fuerzas, la conservadora y la progresiva, es decir, entre la autoridad y las conciencias individuales, nacen los progresos y los cambios. Porque las conciencias de los individuos, o algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva, y ésta sobre los representantes de la autoridad, obligándoles a pactar y atenerse a lo pactado. De aquí es fácil entender cómo se maravillan tanto los modernistas, cuando saben que se los reprende o castiga. Lo que se les echa en cara como pecado, ellos lo tienen por deber de su conciencia. Nadie conoce mejor que ellos las necesidades de las conciencias, pues llegan a ellas más de cerca que no la autoridad eclesiástica. Ellos recogen en sí, pues, como si dijéramos, todas esas necesidades, y por eso se sienten ligados por el deber de hablar y escribir públicamente. Repréndalos, si quiere, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia de su deber y por íntima experiencia saben que se les deben no reprensiones, sino alabanzas. No se les oculta ciertamente que no se da progreso sin lucha, ni lucha sin víctimas; sean, pues, ellos las víctimas como los profetas y Cristo. No por ser maltratados, miran con malos ojos a la autoridad; de buena gana conceden que ésta cumple con su deber. Sólo se quejan de que no se les oye para nada; pues de este modo se retarda el curso de las almas; pero vendrá certísimamente la hora de romper todas las trabas, pues las leyes de la evolución pueden reprimirse, pero no totalmente infringirse. Ellos continúan el camino emprendido; ]o continúan aun después de reprendidos y condenados, cubriendo una audacia increíble con el velo de una sumisión fingida. Simulan doblar sus cervices; con la mano empero y el alma prosiguen con más audacia la obra emprendida. Y así obran a ciencia y conciencia, ora porque opinan que a la autoridad hay que estimularla, no destruirla, ora porque necesitan permanecer dentro del recinto de la Iglesia para cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; mas al hablar así, no caen en la cuenta que están confesando serles adversa la conciencia colectiva y que, por tanto, no tienen derecho a venderse por sus intérpretes... [Alegase y explicase seguidamente lo que se contiene en 1636, 1703 y 1800]. Pero después que hemos examinado en los secuaces del modernismo al filósofo, al creyente y al teólogo, réstanos ya ahora mirar igualmente al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.

[IV] Algunos modernistas que se dedican a escribir historia parecen demostrar cuidado extremo por que no se los tenga por filósofos, antes bien proclaman hallarse totalmente ayunos de filosofía. Astucia suma, para que nadie piense que se hallan imbuídos de prejuicios filosóficos y que no son, por ende, como dicen, absolutamente objetivos. La verdad es, sin embargo, que su historia o su crítica respira pura filosofía y que lo que ellos infieren, se deduce de sus principios filosóficos, por exacto raciocinio, lo que fácilmente resultará patente para quien reflexione. Las tres primeras reglas o cánones de tales historiadores o críticos, como dijimos, son aquellos mismos principios que arriba adujimos de los filósofos: el agnosticismo, el teorema de la trasfiguración de las cosas por la fe, y otro que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Señalemos ya las consecuencias de cada uno. En virtud del agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, únicamente se ocupa en los fenómenos. Luego Dios, lo mismo que cualquier intervención divina en lo humano, deben relegarse a la fe, como cosa que pertenece a ella sola. Por tanto, si se presenta algo que consta de doble elemento, divino y humano, como son Cristo y la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas a este tenor, hay que partirlo y distribuirlo de manera que lo humano se dé a la historia y lo divino a la fe. De ahí la distinción corriente entre los modernistas del Cristo, histórico y el Cristo de la fe, la Iglesia de la historia y la Iglesia de la fe, los sacramentos de la historia y los sacramentos de la fe, y otras cosas semejantes a cada paso. Luego, ese mismo elemento humano que vemos toma el historiador para sí, tal como aparece en los monumentos, hay que decir que ha sido elevado por la fe en fuerza de la trasfiguración más allá de las condiciones históricas. Es menester, pues, separar nuevamente las adiciones hechas por la fe y relegarlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, cuanto sobrepasa la condición de hombre, ora la natural, tal como la psicología la presenta, ora la que resulta del lugar y tiempo en que vivió. Además, en virtud del tercer principio de su filosofía, las cosas mismas que no exceden el ámbito de la historia, las pasan como por una criba y relegan igualmente a la fe todo lo que, a su juicio, no entra en la que llaman lógica de los hechos o no se adapta a las personas. Así quieren que Cristo no dijera nada que parezca sobrepasar la capacidad del vulgo que le oía. De aquí que de su historia real borran y pasan a la fe todas las alegorías que ocurren en sus discursos. Se preguntará tal vez en qué ley se funda tal discernimiento. Se funda en el carácter del hombre, en la condición que ocupó en su patria, en su educación, en el complejo de circunstancias de un hecho cualquiera: en una palabra, si es que lo hemos comprendido bien, en una norma que, en definitiva, viene a parar en puramente subjetiva. Es decir, que se esfuerzan en tomar y casi representar ellos la figura de Cristo y, lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes, eso todo se lo pasan a Cristo. Así, pues, para concluir, a priori y llevados de determinados principios de filosofía que ciertamente profesan, pero que afectan ignorar, en la historia que llaman real afirman que Cristo no fue Dios ni hizo nada divino; como hombre, empero, sólo hizo o dijo lo que ellos, en relación a los tiempos de Cristo, le conceden hacer o decir.

[V] Mas como la historia recibe sus conclusiones de la filosofía, así la crítica las recibe de la historia. El crítico, en efecto, siguiendo los indicios que le da el historiador divide los monumentos en dos grupos. Lo que queda después de la triple desmembración ya dicha, lo asigna a la historia real; lo demás lo relega a la historia de la fe o historia interna. Estas dos especies de historia las distinguen cuidadosamente; y la historia de la fe —cosa que queremos se note bien— la oponen a la historia real, en cuanto es real. De ahí, como ya dijimos, un doble Cristo: uno real, otro que no existió jamás realmente, sino que pertenece a la fe; uno que vivió en determinado lugar y en determinada edad, otro que sólo se halla en las pías imaginaciones de la fe, como es, por ejemplo, el que presenta el Evangelio de Juan, que ciertamente, todo cuanto es, es especulación.

Pero no termina aquí el dominio de la filosofía sobre la historia. Distribuidos, como dijimos, en dos grupos los monumentos, se presenta nuevamente el filósofo con su dogma de la inmanencia vital; y manda que todo lo que hay en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Ahora bien, la causa o condición de cualquier emanación vital hay que ponerla en la necesidad o indigencia; luego también hay que concebir el hecho después de la necesidad, e históricamente aquél es posterior a ésta. ¿Qué hace entonces el historiador? Escudriñando de nuevo los monumentos, ora los que se contienen en los Libros Sagrados, ora los que se traen de dondequiera, traza por ellos un índice de las necesidades particulares, referentes ya al dogma, ya al culto o a lo demás, que tuvieron unas tras otras lugar en la Iglesia. El índice compuesto se lo entrega al crítico. Éste por su parte pone mano sobre los monumentos que se destinan a la historia de la fe y los va disponiendo por cada edad de la Iglesia de modo que cada uno responda al índice trazado, con el precepto constantemente en la memoria que la necesidad antecede al hecho y el hecho a la narración. A la verdad, puede darse alguna vez el caso, que ciertas partes de la Biblia, por ejemplo, las Epístolas, son el hecho mismo creado por la necesidad. Fuere, sin embargo, lo que fuere, es de ley que la edad de un monumento cualquiera no ha de determinarse de otro modo que por la edad en que cada una de las necesidades surgieron en la Iglesia. Hay que distinguir además entre los comienzos de un hecho cualquiera y su desenvolvimiento; puesto que lo que puede nacer en un día, sólo al correr del tiempo crece. Por esta razón, los monumentos que ya están distribuídos por edades, tiene el crítico que partirlos en dos otra vez, separando los que pertenecen a su desenvolvimiento, y ordenarlos nuevamente por tiempos.

Entra nuevamente el filósofo en escena y manda al historiador que lleve a cabo sus estudios tal como prescriben los preceptos y leyes de la evolución. A esto, vuelve el historiador a escudriñar los monumentos, inquiere curiosamente las circunstancias y condiciones en que se ha encontrado la Iglesia en cada edad, su fuerza conservadora, las necesidades tanto internas como externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que se le opusieron, en una palabra, todo lo que ayude a determinar de qué modo se cumplieron las leyes de la evolución. Después de esto, finalmente, nos traza como por rasgos extremos la historia de la evolución o desenvolvimiento. Viene en ayuda el crítico y acomoda el resto de los documentos. Se pone manos a la obra y la historia queda terminada. ¿A quién —preguntamos ahora— hay que atribuir la historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de los dos, ciertamente, sino al filósofo. Todo es aquí apriorismo, y apriorismo por cierto que está chorreando herejías. Lástima dan, a la verdad, estos hombres, de quienes diría el Apóstol: Se desvanecieron en sus pensamientos... diciendo ser sabios, se hicieron necios [Rom. l, 21-22]; nos irritan, sin embargo, cuando acusan a la Iglesia de que mezcla y dispone los documentos de manera que hablen a su favor. Es decir, que achacan a la Iglesia lo que sienten que su conciencia les reprocha a ellos con toda evidencia.

Ahora bien, de esta distribución y repartición de los monumentos por edades, se sigue espontáneamente que los Libros Sagrados no pueden atribuirse a los autores cuyos nombres llevan realmente. Por lo cual, los modernistas no vacilan en afirmar a cada paso que esos mismos libros, particularmente el Pentateuco y los tres primeros Evangelios, de una breve narración primitiva, fueron gradualmente acrecentándose con añadiduras, es decir, con interpolaciones a modo de interpretación, ora teológica ora alegórica, o también con inserciones destinadas sólo a unir entre sí las diversas partes. Sin duda, para decirlo con mayor brevedad y claridad, hay que admitir una evolución vital de los Libros Sagrados, que nace de la evolución de la fe y a ella responde. Añaden por otra parte que los rastros de esta evolución son tan manifiestos que casi puede escribirse su historia. Es más, la escriben realmente con tanta seguridad, que creyérase han visto con sus ojos a cada uno de los escritores que en cada edad han puesto mano en la amplificación de los Libros Sagrados. Para confirmar todo esto, llaman en su auxilio a la que llaman crítica textual y se empeñan en persuadirnos que este o el otro hecho o dicho no está en su lugar, o traen otras razones por el estilo. Diríase realmente que se han preestablecido unos como tipos de narraciones o discursos y de ahí juzgan con absoluta certeza qué está en su lugar, qué en el ajeno. Cómo por este método puedan ser aptos para discernirlo, júzguelo el que quiera. Sin embargo, quien les oiga haciendo afirmaciones sobre sus trabajos acerca de los Libros Sagrados, trabajos en que tantas incongruencias se pueden sorprender, tal vez creerá que apenas hombre alguno hojeó esos libros antes que ellos, como si no los hubiera investigado en todos sus sentidos una muchedumbre poco menos que infinita de Doctores, muy superiores a ellos en ingenio, en erudición y en santidad de vida. Estos Doctores sapientísimos tan lejos estuvieron de reprender bajo ningún concepto las Escrituras Sagradas, que más bien, cuanto más profundamente las penetraban, más gracias daban a la Divinidad que se hubiera así dignado hablar con los hombres. Mas ¡ay! que nuestros Doctores no se inclinaron sobre los Sagrados Libros con los mismos instrumentos o auxilios de los modernistas, es decir, que no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que partiera de la negación de Dios ni tampoco se erigieron a sí mismos en norma de juicio. Pensamos, pues, que queda ya patente cuál sea el método histórico de los modernistas. Va delante el filósofo, a éste le sigue el historiador, y por sus pasos contados viene luego la crítica tanto interna como textual. Y pues compete a la primera causa comunicar su virtud a las siguientes, es evidente que esta crítica no es una crítica cualquiera, sino que se llama con razón, agnóstica, emanantista, evolucionista, y, por tanto, quien la sigue y de ella se vale, profesa los errores en ella implícitos y se opone a la doctrina católica. Por eso, pudiera parecer en sumo grado maravilloso que tal linaje de crítica tenga hoy día tanta autoridad entre católicos. La cosa tiene doble causa: en primer lugar la alianza con que historiadores y críticos de este jaez están entre si estrechísimamente ligados por encima de la variedad de pueblos y diferencia de religiones; luego la audacia máxima con que exaltan a una voz cuanto cualquiera de ellos fantasea, y lo atribuyen al progreso científico. Y si alguno pretende examinar por si mismo el nuevo portento, le acometen en cerrado escuadrón; si lo niega, le tachan de ignorante; si lo abraza y defiende, le cubren de alabanzas. De ahí quedan engañados no pocos que si consideraran más atentamente de qué se trata, se horrorizarían. De este prepotente dominio de los que yerran, de este incauto asentimiento de almas ligeras, se engendra una especie de corrupción del ambiente que por todas partes penetra y difunde la peste.

[VI] Pero pasemos al apologista. También éste depende doblemente del filósofo entre los modernistas. Primero, indirectamente, tomando por materia la historia escrita, como hemos visto, al dictado del filósofo; luego, directamente, tomando de él sus dogmas y juicios. De ahí el precepto difundido en la escuela de los modernistas sobre que la nueva apologética tiene que dirimir las controversias sobre la religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por eso, los apologistas modernistas acometen su obra, advirtiendo a los racionalistas que ellos no defienden la religión por los Libros Sagrados ni por las historias vulgarmente empleadas en la Iglesia, escritas por el viejo método; sino por la historia real, compuesta de acuerdo con los preceptos y método modernos. Y esto lo aseguran, no como si argumentasen ad hominen, sino porque realmente piensan que sólo esta historia enseña la verdad. Lo que no necesitan es afirmar su sinceridad al escribirla: ya son conocidos entre los racionalistas, ya han sido alabados como soldados que militan bajo la misma bandera; y de estas alabanzas, que un verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia. Pues veamos ya cómo cualquiera de ellos compone la apología. El fin que se propone conseguir es éste: llevar al hombre que carece todavía de fe a que alcance aquella experiencia de la fe católica que, según los principios de los modernistas, es el único fundamento de la fe. Doble camino se abre para ello: uno objetivo y otro subjetivo. El primero procede del agnosticismo y se endereza a mostrar que en la religión y particularmente en la católica, existe aquella fuerza vital que convence a cualquier psicólogo, y también a cualquier historiador de buena fe, de que en su historia ha de ocultarse necesariamente algo incógnito. Para esto es menester demostrar que la religión católica, tal como hoy existe, es absolutamente la misma que fundó Cristo, o sea, no otra cosa que el progresivo desenvolvimiento del germen que Cristo sembró. Hay, pues, que determinar ante todo de qué naturaleza sea ese germen. Es lo que quieren hacer ver con la siguiente fórmula: Cristo anunció el advenimiento del reino de Dios que había de establecerse muy en breve, y del que él sería el Mesías, es decir, su autor y organizador dado por Dios. Después hay que demostrar de qué manera este germen, siempre inmanente y permanente en la religión católica, se fue desenvolviendo paso a paso y de acuerdo con la historia, y se adaptó a las sucesivas circunstancias, tomando de ellas para sí vitalmente cuanto le era útil de las formas doctrinales, culturales y eclesiásticas, superando entre tanto los obstáculos que tal vez se le oponían, venciendo a sus adversarios y sobreviviendo a cualesquiera persecuciones y luchas. Pero después de haber demostrado que todo esto, es decir, los impedimentos, los adversarios, las persecuciones, las luchas, y no menos la vida y fecundidad de la Iglesia fueron tales que, si bien en la historia de la Iglesia aparecen incólumes las leyes de la evolución, no bastan, en cambio, para explicar dicha historia plenamente; subsistirá, sin embargo, lo incógnito y se ofrecerá espontáneamente ante nosotros. Así ellos. Pero, en todo este razonamiento, una cosa no advierten: que aquella determinación del germen primitivo se debe únicamente al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que el germen mismo está por ellos gratuitamente definido de modo que convenga con su tesis.

Sin embargo, mientras los apologistas de nuevo cuño trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con los citados argumentos, conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que chocan a los ánimos. Es más, con mal disimulado placer van diciendo abiertamente que aun en materia dogmática hallan ellos errores y contradicciones; pero añaden a renglón seguido que ello no sólo admite excusa, sino que fue justa y legítimamente introducido: afirmación, a la verdad, maravillosa. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchísimas cosas viciadas de error en materia histórica y científica. Pero no se trata allí —dicen— de ciencias o de historia, sino sólo de religión y moral. La ciencia y la historia son allí ciertas envolturas con que se cubren experiencias religiosas y morales, para que más fácilmente se propagaran entre el vulgo; como éste no había de entenderlo de otra manera, una ciencia o una historia más perfecta, no le hubiera servido de utilidad, sino de daño. Por lo demás —añaden— como los Libros Sagrados son por su naturaleza religiosos, viven necesariamente de la vida; ahora bien, la vida tiene también su verdad y su lógica, distinta ciertamente de la verdad y lógica racional y hasta de un orden totalmente distinto, es decir, la verdad de adaptación y proporción, ora al medio, como ellos dicen, en que se vive, ora al fin para que se vive. En fin, llegan al extremo de afirmar sin atenuante alguno, que lo que se desenvuelve por medio de la vida, es todo verdadero y legítimo. Nosotros, Venerables Hermanos, para quienes la verdad es una y única y que de los Libros Sagrados juzgamos que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor [v. 1787]; afirmamos que eso equivale a atribuir a Dios mismo una mentira oficiosa o de utilidad, y con palabras de Agustín decimos: Una vez admitida en cumbre tan alta de autoridad una mentira oficiosa, no quedará ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla, al propósito y condescendencia del autor que miente. De donde resultará lo que añade el mismo santo doctor: En ellas (es decir, en las Escrituras) cada uno creerá lo que quiera y no creerá, lo que no quiera. Mas los apologistas modernistas prosiguen impávidos. Conceden además que en los Sagrados Libros ocurren a veces razonamientos para probar alguna doctrina, que no se rigen por fundamento racional ninguno, como son los que se apoyan en las profecías. Sin embargo, también defienden esos razonamientos como una especie de artificio de la predicación que la vida hace legítimo. ¿Qué más? Consienten y hasta afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios; lo cual —dicen— no debe parecer extraño, como quiera que también Él estaba sujeto a las leyes de la vida. ¿Qué decir después de esto de los dogmas de la Iglesia? También estos están llenos de manifiestas contradicciones; pero aparte que éstas son admitidas por la lógica vital no se oponen a la verdad simbólica, puesto que en ellos se trata del Infinito y éste tiene aspectos infinitos. En fin, hasta punto tal aprueban y defienden todo esto, que no vacilan en afirmar que ningún honor más excelente se le puede tributar al Infinito que afirmar de Él cosas contradictorias. Ahora bien, admitida la contradicción ¿qué no se admitirá?

Por otra parte, el que todavía no cree, no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con subjetivos. Para lo cual los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. Se esfuerzan, efectivamente, en persuadir al hombre que en él mismo y en los más recónditos pliegues de su naturaleza y de su vida, se oculta el deseo y la exigencia de alguna religión y no de una religión cualquiera, sino absolutamente tal cual es la católica; pues dicen que ésta es exigida de todo punto por el perfecto desenvolvimiento de la vida. Aquí tenemos que lamentarnos otra vez vehementemente de que no falten entre los católicos quienes, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, se valen luego de ella para fines apologéticos, y ello lo hacen tan incautamente que parece admiten en la naturaleza humano no sólo cierta capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, cosa que demostraron siempre los apologistas católicos con las oportunas limitaciones; sino una auténtica y propiamente dicha exigencia. Sin embargo, hablando con rigor, esta exigencia de la religión católica la introducen los modernistas que quieren pasar por más moderados; pues los que pudiéramos llamar integrales quieren demostrar que en el hombre todavía no creyente se halla latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo y por éste fue transmitido a los hombres. Reconocemos, pues, Venerables Hermanos, que el método apologético de los modernistas someramente descrito, conviene de todo en todo con sus doctrinas; método, a la verdad, como también sus doctrinas, lleno de errores, propio no para edificar, sino para destruir; no para hacer a otros católicos, sino para arrastrar a los católicos mismos a la herejía y hasta para destruir de todo punto cualquier religión.

[VII] Réstanos finalmente añadir algo sobre el modernista en cuanto reformador. Ya lo que hasta aquí hemos dicho pone de manifiesto de cuán grande y vivo afán innovador están animados estos hombres. Y este afán se extiende a las cosas todas absolutamente que hay entre los católicos. Quieren que se innove la filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios, de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía entre los demás sistemas que ya están envejecidos, se enseñe a los adolescentes la filosofía moderna que es la sola verdadera y que responde a nuestra época. Para innovar la teología, quieren que la que llamamos teología racional tenga por fundamento la filosofía moderna, y la teología positiva, piden que se funde sobre todo en la historia de los dogmas. La historia reclaman también que se escriba según su método y las prescripciones modernas. Decretan que los dogmas y su evolución se concilien con la ciencia y la historia. Por lo que a la catequesis se refiere, exigen que en los libros catequéticos sólo se consignen los dogmas innovados y que estén al alcance del vulgo. Acerca del culto dicen que deben disminuirse las devociones exteriores y prohiben que se aumenten; si bien otros, que son más partidarios del simbolismo, se muestran aquí más indulgentes. El régimen de la Iglesia gritan que ha de reformarse en todos sus aspectos, sobre todo en el disciplinar y dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y por fuera con la conciencia moderna que tiende toda a la democracia: hay que dar, por ende, al clero inferior y a los mismos laicos su parte en el régimen, y distribuir una autoridad que está demasiado recogida y centralizada. Quieren igualmente que se cambien las congregaciones romanas, y ante todo las que se llaman del Santo Oficio y del Índice. Igualmente pretenden que se varíe la acción del régimen eclesiástico en asuntos políticos y sociales, para que juntamente se destierre de las ordenaciones civiles y se adapte, no obstante, a ellas para imbuirlas de su espíritu. En materia moral, aceptan el principio de los americanistas de que las virtudes activas han de anteponerse a las pasivas y promover preferentemente su ejercicio [v. 1967]. Piden que el clero se forme de manera que muestre su antigua humildad y pobreza y se adapte por pensamiento y obras a los preceptos o enseñanzas del modernismo. Hay finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?

En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos, tal vez parezca a alguno que nos hemos detenido demasiado; ello, sin embargo, era de todo punto necesario, ora para que no nos tacharan, como suelen, de ignorancia de sus cosas; ora para poner en claro que cuando se trata del modernismo, no es cuestión de doctrinas vagas, sin nexo alguno entre ellas, sino de un como cuerpo único y compacto, en que admitido un principio, todo lo demás se sigue de necesidad. Por eso nos hemos valido de un método casi didáctico y no hemos alguna vez rehuido los vocablos no latinos que emplean los modernistas.

Contemplando ahora como en una sola mirada el sistema entero, nadie se admirará si lo definimos como un conjunto de todas las herejías. A la verdad, si alguien se propusiera juntar, como si dijéramos el jugo y la sangre de cuantos errores acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera hecho mejor de como lo han hecho los modernistas. Es más, han llegado éstos tan lejos que, como ya insinuamos, no sólo han destruído la religión católica, sino toda religión en absoluto. De ahí los aplausos de los racionalistas; de ahí que quienes entre éstos hablan más libre y abiertamente, se felicitan de que no han hallado auxiliares más eficaces que los modernistas.

Volvamos, en efecto, Venerables Hermanos, por un momento a la perniciosísima doctrina del agnosticismo. Por ella, sabemos, se le cierra al hombre todo camino hacia Dios por parte del entendimiento, mientras creen depararse uno más apto por parte de cierto sentimiento y acción del alma. ¿Pero quién no ve cuán erróneamente? Porque el sentimiento del alma responde a la acción de la cosa que el entendimiento o los sentidos externos han propuesto. Quitado el entendimiento, el hombre seguirá con más fuerza a los sentidos externos, a los que ya de sí se inclina. Erróneamente además, porque todas las fantasías sobre el sentimiento religioso no expugnarán el sentido común, y el sentido común nos enseña que una perturbación o preocupación cualquiera del ánimo, lejos de ayudarnos a la investigación de la verdad, nos la impide; de la verdad, decimos, como es en sí misma; porque la otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento y de la acción interna, si se presta ciertamente al juego, para nada le sirve al hombre en orden a saber lo que más le interesa: si hay fuera de él mismo o no un Dios en cuyas manos caerá un día. Cierto que para tamaña obra llaman en su auxilio a la experiencia. Pero, ¿qué es lo que ésta añade al sentimiento? Nada, si no es hacerlo más vehemente y que de esta vehemencia resulte proporcionalmente más firme la persuasión sobre la verdad del objeto. Y ciertamente estas dos cosas no logran que el sentimiento deje de ser sentimiento, ni cambiar su naturaleza, expuesta siempre al engaño, si no se rige por el entendimiento; más bien la confirman y ayudan, pues el sentimiento, cuanto más intenso es, con mayor derecho es sentimiento.

Mas como aquí tratamos del sentimiento religioso y de la experiencia que en él se contiene, bien sabéis, Venerables Hermanos, de cuanta prudencia sea menester en esta materia, y de cuanta ciencia también que rija a la prudencia misma. Lo sabéis por el trato de las almas, de algunas señaladamente en que predomina el sentimiento; lo sabéis por vuestra frecuentación de los libros ascéticos, que, si no merecen estima alguna a los modernistas, no por ello dejan de ofrecer doctrina mucho más sólida y más fina sagacidad de observación que la que ellos a sí mismos se arrogan. A la verdad, cosa de un demente o, por lo menos, de imprudencia suma nos parece tener, sin averiguación alguna, por verdaderas, experiencias íntimas del linaje de las que venden los modernistas. Pero si tanta es, digámoslo de pasada, la fuerza y firmeza de estas experiencias, ¿por qué no se atribuye la misma a la que millares de católicos afirman tener del extraviado camino que siguen los modernistas? ¿Sólo ésta es falsa y engañosa? Pero la mayoría absoluta de los hombres mantiene y mantendrá siempre que, por solo el sentimiento y la experiencia, sin guía ni luz alguna de la inteligencia, no se puede jamás llegar a la noticia de Dios. Queda pues de nuevo el ateísmo y ninguna religión.

Tampoco se prometan mejores consecuencias de la doctrina del simbolismo que profesan. Porque si cualesquiera elementos intelectuales, como dicen, no son otra cosa que símbolos de Dios, ¿por qué no ha de serlo el nombre mismo de Dios o de la personalidad divina? Y si así es, ya puede dudarse de la divina personalidad y queda abierto el camino para el panteísmo. Al mismo término, es decir, al puro y descarado panteísmo conduce la otra doctrina sobre la inmanencia divina. Porque preguntamos: ¿Esta inmanencia distingue a Dios del hombre o no lo distingue? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica y por qué rechaza la doctrina sobre la revelación externa? Si no lo distingue, tenemos el panteísmo. Es así que esta inmanencia de los modernistas quiere y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto es hombre; luego, el legítimo raciocinio concluye de ahí que Dios es una sola y misma cosa con el hombre: De ahí el panteísmo.

La distinción, en fin, que pregonan entre la ciencia y la fe, no admite otra consecuencia. El objeto de la ciencia lo ponen, efectivamente, en la realidad de lo cognoscible; el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Ahora bien, lo incognoscible resulta, en su totalidad, de que entre la materia propuesta y el entendimiento no hay proporción alguna. Es así que esta falta de proporción no puede ser eliminada nunca ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible permanecerá incognoscible lo mismo para el creyente que para el filósofo. Luego si ha de haber alguna religión, ésta será siempre de la realidad incognoscible; ahora bien, por qué esta realidad no pueda ser el alma del mundo, como lo admiten algunos racionalistas, a la verdad que no lo vemos. Pero basta por ahora esto para que quede sobradamente patente por cuán múltiple camino la doctrina de los modernistas lleva al ateísmo y a destruir toda religión. A la verdad, el primer paso por esta senda lo dio el error de los protestantes; sigue el error de los modernistas y próximamente vendrá el ateísmo.

[Señaladas finalmente las causas de estos errores —la curiosidad, la soberbia, la ignorancia de la verdadera filosofía— se dan algunas reglas para fomentar y ordenar los estudios filosóficos, teológicos y profanos, sobre la cautela en elegir a los maestros, etc.]

SAN Pío X, 1903-1914

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