Bienvenido a mi página Weblog
Please Audios
Personas ajenas a la administración del Blog enlazan pornografía al sitio, esperamos se pueda hacer algo al respecto por parte de Blogger o Google. Gracias , Dios les Bendiga por ello.

.

Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

.

Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la educaciòn sexual

[Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]

I) Si puede aprobarse el método que llaman de “la educación sexual” y también de la “iniciación sexual”.

Resp.: Negativamente; y ha de guardarse absolutamente en la educación de la juventud el método que por la Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el presente empleado y que S. S. ha recomendado en su Carta Encíclica De christiana inventae educatione, fecha el día 31 de diciembre de 1929 [v. 2214]. Ha de procurarse ante todo una plena, firme y nunca interrumpida formación religiosa de la juventud de uno y de otro sexo; hay que excitar en ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica e inculcarle con sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía, que profese filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa pureza y se encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las lecturas peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y cualesquiera ocasiones de pecar. Por tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos últimos tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores católicos, en defensa del nuevo método.

II) ¿Qué debe sentirse de la llamada teoría “eugénica” tanto positiva como negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento de la especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni divinas, ni eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los individuos?

Resp.: Que debe ser totalmente reprobada y tenida por falsa y condenada, como se enseña en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano Casti connubii, fecha el día 31 de diciembre de 1930 [v. 2245 s].

Del divorcio

[Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Los favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la triste experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y pretenden que se declare lícito el divorció, a fin —dicen— que una ley más humana sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy varias las causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que llaman subjetivas, nacidas de vicio o culpa de las personas; otras, objetivas, que dependen de la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más áspera e ingrata la indivisible comunidad de vida...

Por esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas estas necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo cual, aun separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según ellos, de la manera más evidente, que debe absolutamente concederse por determinadas causas la facultad de divorciarse.

Otros, pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente al consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en los demás contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por cualquier causa.

Pero también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima ley de Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse por decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por voluntad alguna de los legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]. Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será absolutamente nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto, afirmó Cristo mismo:

Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18]. Y estas palabras de Cristo miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la disolución del vinculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular.

PIO XII

Matrimonio en tiempo de infecundidad

[Alocución de Pío XII, de 29 de octubre de 1951, ante el Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas]


Cumple ante todo examinar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no quiere decir otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial aun en los días de esterilidad natural, nada hay que oponer a ello; con ello, en efecto, no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Aun en esto la aplicación de la teoría de que hablamos, se distingue esencialmente del abuso ya señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si se va, empero, más lejos, es decir, si se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.

PIO XII

Y aquí nuevamente dos hipótesis se presentan a nuestra reflexión. Si ya en la celebración del matrimonio, uno por lo menos de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el derecho mismo matrimonial y no solamente su uso, de modo que los otros días no tendría el otro cónyuge ni siquiera el derecho de reclamar el acto, ello implicaría un defecto esencial en el consentimiento matrimonial, que llevaría consigo la invalidez del matrimonio, como quiera que el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente e ininterrumpido. Si, en cambio, la limitación del acto a los días de esterilidad natural se refiere no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio está fuera de toda discusión. Sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según que la intención de observar constantemente aquellos tiempos esté basada o no en motivos morales suficientes y seguros.


El solo hecho de que los cónyuges no ofenden la naturaleza del acto y están también dispuestos a aceptar y educar al hijo que, no obstante sus precauciones, viniera a la luz, no bastará por sí solo para garantizar la rectitud de la intención y la moralidad sin reservas de los motivos mismos La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, así como confiere ciertos derechos, así también impone el cumplimiento de una obra positiva, que mira al estado mismo. En tal caso, se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida, si graves motivos, independientemente de la buena voluntad de quienes están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna, o prueban que no puede ser equitativamente pretendida por el reclamante, que en este caso es el género humano.


El contrato matrimonial que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, los constituye en un estado de vida, que es el estado matrimonial. Ahora bien, a los cónyuges que hacen uso del acto especifico de su estado, la naturaleza, el Creador, les impone la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica, que constituye el valor propio de su estado el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden por Dios establecido, del matrimonio fecundo. De ahí que abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad propia suya y sólo en él lícita, y, por otra parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin grave motivo, a su deber primario, seria un pecado contra el sentido mismo de la vida conyugal.


De aquella prestación positiva obligatoria pueden eximir, aun por largo tiempo, hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que se dan no raras veces en la llamada “indicación” médica, eugénica, económica y social. De ahí se sigue que la observación de los tiempos infecundos puede ser lícita bajo el aspecto moral, y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Mas si no se dan, según juicio razonable y justo, semejantes razones graves personales o derivadas de las condiciones exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de su unión, aun persistiendo en satisfacer plenamente su sensualidad, no puede derivar más que de una falsa estimación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas.

El matrimonio y la virginidad

[ Encíclica Sacra virginitas, de 25 de marzo de 1954]

Más recientemente hemos condenado con ánimo dolorido la opinión de los que llegan al extremo de afirmar que sólo el matrimonio es el que puede asegurar el natural desenvolvimiento y perfección de la persona humana [v. 2341]. Y es así que algunos afirman que la gracia dada ex opere operato por el sacramento del matrimonio, hace de tal modo santo el uso del mismo que se convierte en instrumento más eficaz que la misma virginidad para unir las almas con Dios, como quiera que el matrimonio cristiano y no la virginidad, es sacramento. Esta doctrina la denunciamos por falsa y dañosa.


Cierto que este sacramento concede a los esposos gracia para cumplir santamente su deber conyugal; cierto que refuerza el lazo de mutuo amor con que están ellos entre sí unidos; sin embargo, no fue instituído para convertir el uso matrimonial como en un instrumento de suyo más apto para unir con Dios mismo las almas de los esposos por el vínculo de la caridad [cf. Decreto de Santo Oficio De los fines del matrimonio, de 1 de abril de 1944]. ¿No reconoce más bien el Apóstol Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente del uso del matrimonio para vacar a la oración [1 Cor. 7, 5], justamente porque esa abstención hace más libre al alma que quiera entregarse a las cosas celestes y a la oración a Dios?

Finalmente, no puede afirmarse, como hacen algunos, que “la mutua ayuda” [cf. CIC, Can 1013] que los esposos buscan en las nupcias cristianas sea un auxilio más perfecto que la soledad, como dicen, del corazón de las virgenes y de los célibes, para alcanzar la propia santificación. Porque, si bien es cierto que todos los que han abrazado la profesión de perfecta castidad, han renunciado a ese amor humano; sin embargo, no por eso puede afirmarse que, por efecto de esa misma renuncia suya, hayan como rebajado y despojado su personalidad humana. Éstos, en efecto, reciben del Dador mismo de los dones celestes algo espiritual que supera inmensamente aquella “mutua ayuda” que entre sí se procuran los esposos.

PIO XII

Educación cristiana de la juventud



Biografía Pío XII
La misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los individuos en particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas entre sí, pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que el hombre queda inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la doméstica y la civil, de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. El primer lugar lo ocupa la sociedad doméstica, quepor haber sido instituída y dispuesta por Dios mismo para este fin propio, que es la procreación y educación de los hijos, antecede por su naturaleza y, consiguientemente, por derechos a ella propios, a la sociedad civil. Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está dotada de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin nobilísimo; en cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario para el fin a que está destinada, que es el bien común de esta vida terrena, es sociedad en todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa, aventaja a la comunidad familiar que precisamente sólo en la sociedad civil alcanza segura y debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que los hombres entran, por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia divina, es la Iglesia, sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo el género humano, y es en si misma perfecta, por disponer de todos los medios para alcanzar su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por ende, suprema en su orden.

Síguese de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina, pertenece igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional y correspondiente al fin propio de cada una, según el orden actual de la providencia, por Dios establecido. Y en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia, por doble titulo de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a ella y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro títuIo de orden natural.

La primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión del magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad, pues, y enseñad... hasta la consumación del tiempo [Mt. 28, 18-20]. A este magisterio otorgó Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el mandato de enseñar su doctrina a todos los hombres; por lo cual, “la Iglesia ha sido constituida por su divino Autor columna y fundamento de la verdad, para enseñar a todos los hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella confiado, integro e inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus asociaciones y acciones, a la honestidad de costumbres e integridad de la vida, conforme a la norma de la doctrina revelada”.


La segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre, por el que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la vida de la gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas. Con razón, pues, afirma San Agustín: “No tendrá a Dios por padre, quien no quisiere tener a la Iglesia por madre”... La Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes, en cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a todo grado de erudición. Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio la que llaman educación física, como quiera que también ella es tal que puede aprovechar o dañar a la educación cristiana.

Esta acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina —como rectamente observa San Hilario: “¿Qué hay más peligroso para el mundo que no recibir a Cristo?”—, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no sólo no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los seglares se conformen en cada nación a las legitimas disposiciones de los gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con éstos y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.

Tiene además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el deber, que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus hijos, los fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo en cuanto a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también respecto a toda otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto están relacionadas con la religión y la moral...

Con este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y hasta los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la justa libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y,

finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden sobrenatural, en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o mermar el orden natural a que pertenecen los otros derechos que hemos mencionado, que, por lo contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al otro un auxilio y como complemento, proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son perfectas y todos sus caminos justicia [Deut. 32, 4].

Lo mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca la misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado. Y ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la misión de la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo muy semejante. Porque Dios, en el orden natural, comunica can la familia de modo inmediato su fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de educación para la vida, juntamente con la autoridad, principio de orden. A este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión que acostumbra: “El padre carnal participa particularmente de la razón de principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio de la generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a la perfección de la vida humana”.

Tiene consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y por ende, el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no puede por una parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por otra anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por esta causa, a ninguna potestad de la tierra es licito infringirlo... De esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos del Estado en orden a la educación de los ciudadanos.

Estos derechos se conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por titulo de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la autoridad que tiene para promover el bien común en la tierra, que es ciertamente su propio fin. De aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera, que responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en el orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los individuos.

Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y, consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a esa educación cristiana. Toca igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna vez llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por negligencia, incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el derecho educativo de los padres, no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de la


Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en si misma todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento. En este caso, por lo demás, excepcional, ya no suplanta el Estado a la familia, sino que atiende y provee a una necesidad con oportunos remedios, siempre en conformidad con los derechos naturales de la prole y los sobrenaturales de la Iglesia.

De modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral y religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la fe, apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos modos la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las familias, cuya eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego complementando esa misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando también escuelas e instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos superiores a los de los particulares y como le fueron entregados para las comunes necesidades de todos, es justo y conveniente que los emplee en utilidad de los mismos de quienes los ha recibido.


Puede además mandar el Estado, y por ende procurar, que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus derechos civiles y nacionales, sino que también reciban aquel grado de cultura científica, moral y física que conviene y realmente exige el bien común en nuestros tiempos. Sin embargo, es evidente que en todos estos modos de promover la educación e instrucción pública y privada, el Estado tiene el deber no sólo de respetar los derechos nativos de la Iglesia y la familia en orden a la educación cristiana, sino que ha de obedecer a la justicia que da a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es licito que el Estado de tal modo monopolice toda la educación e instrucción, que las familias, contra los deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legitimas preferencias, se vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las escuelas del mismo Estado.

Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o para la defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan necesario para el bien común, así exige peculiar pericia y especial preparación, el Estado instituya escuelas que pudieran llamarse preparatorias para algunos cargos, especialmente militares, con tal que, en lo que a ellas se refiere, se abstenga de violar los derechos de la Iglesia y de la familia...

A la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación cívica, no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y que en la parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la obra del Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente constituída maestra de esas leyes...

Tampoco... ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de una sola naturaleza por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas las facultades de alma y cuerpo que o proceden de la naturaleza o la sobrepasan; tal, finalmente, como le conocemos por la recta razón y los divinos oráculos; es decir, el hombre a quien, después de caer de su prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó a la sobrenatural dignidad de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no obstante, aquellos privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes su cuerpo inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que sobreviven en el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la culpa de Adán, particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas concupiscencias del alma.

Y a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la disciplina la arrojará fuera [Prov. 22, 15]. Desde la niñez, por lo tanto, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y fomentarlas si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los niños con las doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los auxilios de la gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar sus concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos los hombres.

Por lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las meras fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución divina contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y llena de error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que no tenga apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros padres a toda su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende, se funde toda entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía totalmente de la verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con nombres varios se propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se reducen a poner casi totalmente el fundamento de cualquier educación en que sea permitido a los niños formarse ellos a sí mismos, según su plena inclinación y arbitrio, aun repudiando los consejos de los mayores y maestros, y sin tener para nada en cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni divina. Todo esto, si de tal manera se circunscribiera en sus propios límites, que estos nuevos maestros quisieran que los adolescentes colaboraran también en su educación con su propio trabajo e industria, tanto más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas, o bien, que de la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza (con la que no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa sería verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los educadores cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas y señaladamente todos los hombres, colaboren con Él, conforme a la propia naturaleza de ellos, pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín a confín y lo dispone todo suavemente [Sap. 8,1]...

Pero mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir absolutamente como guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de la educación humana, aquella —decimos— que atañe a la integridad de las costumbres y a la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que, tan necia como peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo que con afectación llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán precaver a los jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente naturales y sin ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber, iniciándolos e instruyéndolos a todos, sin distinción de sexo, y hasta públicamente, en doctrinas resbaladizas, y aun —lo que es peor— exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, a fin de que su espíritu, acostumbrado, como ellos dicen, a estas cosas, quede como curtido para los peligros de la pubertad.

Pero yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de la naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la mente [Rom. 1, 23], y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los pecados torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia, cuanto por debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de los auxilios divinos.

En este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias, se hace necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de parte de quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños juntamente con las gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y artes que no son desconocidos de los educadores cristianos...

Igualmente ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación cristiana aquel método de formación de la juventud que llaman vulgarmente coeducación... Uno y otro sexo han sido constituídos por la sabiduría de Dios para que en la familia y en la sociedad se completen mutuamente y formen una conveniente unidad, y eso justamente por su misma diferencia de cuerpo y alma, que los distingue entre sí, diferencia que, por tanto, debe mantenerse en la educación y formación, y hasta favorecerse por la conveniente distinción y separación, adecuada a las edades y condiciones. Y estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han de guardarse en su tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente durante los años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la marcha de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia y deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia de las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y publicidad a los ojos de todos...

Mas para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a los niños rodee durante el periodo de su formación, corresponda bien al fin que se pretende. Y, a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su recta formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y morigerada, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y los demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los niños...

Mas a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su gracia y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para purificar a las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos, aquella gran familia de Cristo, la cual es por ello la educadora que se adapta y une como ninguna con las familias particulares...

Mas como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en aquellas artes y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad civil, y para ello no bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron principio los públicos institutos, primero —nótese bien— por la acción mancomunada de la Iglesia y de la familia, y mucho después por la del Estado. Por eso las instituciones literarias y las escuelas, si a la luz de la historia se examinan sus orígenes, fueron por su naturaleza como un subsidio y casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de donde consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres —escuela, familia e Iglesia— formen como un santuario único de la educación cristiana, si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se convierta en peste y ruina de los adolescentes...

De ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas, socavan y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que de ellas se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas declaradas de la religión.

Largo fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores, señaladamente Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que fue principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió las escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas, así como las prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños católicos frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora mixtas, es decir, aquellas en que se reúnen sin distinción educadores católicos y acatólicos; a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo según el prudente juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de lugares y de tiempos, con tal que se pongan las convenientes cautelas. Tampoco puede tolerarse aquella escuela (y menos si es “única”, y a ella tienen que acudir todos los niños) en que, si bien se da separadamente a los católicos la instrucción religiosa, no son, sin embargo, católicos los maestros que instruyen promiscuamente a niños católicos y acatólicos en las letras y en las artes.

Porque tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa (frecuentemente con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de la Iglesia y de la familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos católicos; pues para que una escuela cualquiera logre esto realmente, es de todo punto preciso que la educación y enseñanza toda, la organización toda de la escuela, es decir, maestros, métodos, libros, en lo que atañe a cualquier disciplina, de tal modo estén imbuídos y penetrados de espíritu cristiano, bajo la dirección y maternal vigilancia de la Iglesia, que la religión misma constituya no sólo el fundamento, sino la cúspide de toda la educación; y esto no sólo en las escuelas elementales, sino también en aquellas en que se dan las disciplinas superiores. “Menester es —para valernos de palabras de León XIII— que no sólo se enseñe en determinadas horas a los jóvenes la religión, sino que todo el resto de la formación respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si este hábito sagrado no penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos, exiguos frutos se sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán danos no exiguos...”

Mas todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela católica para sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello misión principalísima de la Acción Católica; de suerte que son particularmente gratas a nuestro corazón de padre y dignas de especiales alabanzas aquellas asociaciones todas que en múltiples formas trabajan de modo peculiar y con todo empeño en obra tan necesaria.

Por eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos, no hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un deber de religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco pretenden separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes bien, educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la nación, puesto que el verdadero católico, formado precisamente en la doctrina católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y el mejor patriota, que obedece a la pública autoridad con sincera lealtad bajo cualquier forma legítima de gobierno.

Sin embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse tanto a las buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente preparados y bien impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar, dotados de aquellas cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la verdad gravísimo, reclama, ardan en pura y divina caridad para con los jóvenes que les han sido confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a su Iglesia —de quienes aquéllos son hijos carísimos—, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de la patria. Llénasenos, pues, el alma de consuelos preclaros, y damos gracias a la divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza de niños y adolescentes, se agregan tantos y tan excelentes maestros de ambos sexos —unidos también ellos para cultivar más santamente su espíritu en congregaciones y asociaciones especiales, que han de alabarse y promoverse como el más noble y poderoso auxiliar de la Acción Católica— los cuales, olvidados de su propio interés, trabajan con celo y constancia en lo que San Gregorio Nacianceno llama “el arte de las artes y la ciencia de las ciencias”, es decir, en la obra de dirigir y formar a los jóvenes. Sin embargo, como sea cierto que también a ellos se aplica el dicho del divino maestro: La mies es mucha, pero los obreros pocos [Mt. 9, 37], roguemos con humildes preces al Señor de la mies que envíe más y más tales operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón los pastores de las almas y los supremos moderadores de las órdenes religiosas.

Es menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es “de cera para doblarse al vicio”, en cualquier ambiente de vida en que se halle, apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas [1 Cor. 15, 33]. Sin embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear, no exige en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la sociedad humana en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma, sino que se armen y cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra los halagos y errores del mundo que, como dice San Juan, es todo concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida [1 Ioh. 2, 16]; de suerte que, como de los primeros cristianos escribió Tertuliano, sean tales los nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los cristianos: “coposeedores del mundo, pero no del error”.

Fin propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de la gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir, expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el bautismo, conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por quienes otra vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros [Gal. 4, 19]. Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico cristiano —Cristo vida vuestra [Col. 8, 4]— y esa misma ha de poner de manifiesto en todas sus acciones, de suerte que también la vida de

Jesús se manifieste en nuestra carne mortal [2 Cor. 4, 11]. Siendo esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la acción de los sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la inteligencia que a las costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta doméstica, sea civil, todo lo abarca la educación cristiana, pero no para menoscabarlo en lo mas mínimo, sino para levantarlo, dirigirlo y perfeccionarlo conforme a los ejemplos y doctrina de Jesucristo.

Así, pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es otro que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que se distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que obra de acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es el hombre de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones de la justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar “al varón justo” y juntamente •tenaz en su propósito”; razones, por lo demás, de justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...

El verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas de la vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario, las desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de modo que ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios no sólo en orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de la misma vida natural...

PIO XII

El matrimonio cristiano

[Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]


Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras [Gen. 1, 27 s; 2, 22 s; Mt. 19; 3 ss; Eph. 5, 23 ss]; ésta, la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta, la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vinculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969 ss].

Mas, aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo; y este acto libre de la voluntad, por el que una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del matrimonio, es tan necesario para constituir verdadero matrimonio, que no puede ser suplido por potestad humana alguna. Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraido, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico de la fidelidad y de la prole: “Éstas —dice—s e originan en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio”.

Por obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del espíritu, sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de esta unión de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vinculo sagrado e inviolable.

La naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato lo hace totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vinculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica.

De ahí se desprende ya que la legitima autoridad tiene el derecho y está, por ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de cosa que se sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor certidumbre lo que claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII: “No hay duda ninguna que en la elección del género de vida está en la potestad y albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vinculo del matrimonio. Ninguna ley humana puede privar al hombre del derecho natural y originario de casarse ni de modo alguno circunscribir la causa principal de las nupcias, constituida al principio por autoridad de Dios: Creced y multiplicaos [Gen. 1, 28]”.

Ahora bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán grandes sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no ha mucho, con ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra Carta Encíclica Ad Salutem: “Tres son los bienes —dice San Agustín— por los que las nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento”. De qué modo estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo Doctor lo declara expresamente cuando dice: “En la fidelidad se atiende que fuera del vinculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a que se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o repudiada, ni aun por razón de la prole, se una con otro. Ésta es como la regla de las nupcias, por la que se embellece la fecundidad de la naturaleza o se reprime el desorden de la incontinencia”.

[1.] Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y a la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por su benignidad valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así, cuando en el paraiso, al instituir el matrimonio, les dijo a los primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra [Gen. 1, 28]. Lo mismo deduce bellamente San Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: Así, pues, que por causa de la generación se hagan las nupcias, el mismo Apóstol lo atestigua: Quiero —dice— que las que son jóvenes se casen, y como si le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren hijos, para que sean madres de familia [1 Tim. 5,14]...

Mas los padres cristianos han de entender que no están ya destinados solamente a propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni siquiera a producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar descendencia a la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios [Eph. 2, 19], a fin de que cada día se aumente el pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es cierto que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no son capaces de transmitir la santificación a la prole, antes bien la natural generación de la vida se convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a la prole el pecado original; en algo, sin embargo, participan de algún modo en aquel primitivo enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural, y quede hecha miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y heredera, finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón anhelamos...

Mas no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino que es menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la prole. Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho y el deber de educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no puede bastarse y proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a la vida natural, y mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, instrucción y educación de los otros. Ahora bien, es cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto se les veda que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Ahora bien, en el matrimonio se proveyó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro...

Tampoco hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la misma ley de la naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y debe absolutamente encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.

[2.] El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San Agustín, es el bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro cónyuge, ni a éste le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al cónyuge mismo se conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes divinas y ajeno en sumo grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.

Por lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, que el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros primeros padres, al no querer que se diera sino entre un solo hombre y una sola mujer. Y si bien más tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto, temporalmente, esta ley primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que la Ley evangélica restableció íntegramente aquella prístina y perfecta unidad y derogó toda dispensación, como evidentemente lo manifiestan las palabras de Cristo y la constante enseñanza y práctica de la Iglesia... [v. 969].

Mas no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada poligamia o poliandria sucesiva o simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto sagrado del matrimonio: Yo empero os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya cometió con ella adulterio en su corazón [Mt. 5, 28]. Palabras de Cristo nuestro Señor que ni siquiera con el consentimiento del otro de los cónyuges pueden anularse, como quiera que expresan una ley de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz de invalidar o desviar ninguna voluntad de los hombres. Más aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la voluntad del Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la obra de Dios.

Ahora bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama “la fidelidad de la castidad”, florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de nobleza en el matrimonio cristiano. “Pide además la fidelidad del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y no se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia, pues esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a la Iglesia [Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19]; y ciertamente Él la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés, sino mirando sólo el provecho de la Esposa”.

Caridad, pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal que con harta prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras, sino que radica también en el íntimo afecto del alma y, “puesto que la prueba del amor es la muestra de la obra” se comprueba también por obras exteriores. Ahora bien, esta obra en la sociedad doméstica no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que es necesario que se extienda, y hasta que éste sea su primer intento, a la recíproca ayuda entre los cónyuges en orden a la formación y a la perfección más cabal cada día del hombre interior; de suerte que por el mutuo consorcio de la vida, adelanten cada día más y más en las virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y con el prójimo, de la que, en definitiva, depende toda la ley y los profetas [Mt. 22, 40]. Es decir, que todos, de cualquier condición que fueren y cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan abrazado, pueden y deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad, propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con la ayuda de Dios, a la más alta cima de la perfección cristiana, como se comprueba por los ejemplos de muchos santos. Esta mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su mutuo perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo romano, causa y razón primaria del matrimonio, cuando no se toma estrictamente como una institución para procrear y educar convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio, como una comunión, estado y sociedad para toda la vida.

Con esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino norma también de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el débito; e igualmente, la mujer al marido [1 Cor. 7, 3]. Fortalecida, en fin, con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica, por necesidad ha de florecer en ella el que San Agustín llama orden del amor. Este orden comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, cuanto la pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que el Apóstol encarece por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza dé la Iglesia [Eph. 5, 22 ss].

Tal sumisión ho niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a las que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les suele conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que veda aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, veda que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, esta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor.

Por otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede ser diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de tiempos; más aún, si el marido faltare a su deber, a la mujer toca hacer sus veces en la dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la estructura de la familia y a su ley fundamental constituída y confirmada por Dios, no es lícito en ningún tiempo ni en ningún lugar.

Sobre este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy sabiamente nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: “El varón es el rey de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y obedecer al marido, no a manera de esclava, sino de compañera; es decir, de forma que a la obediencia que se presta no le falte ni la honestidad ni la dignidad. En el que manda, empero, y en la que obedece, puesto que uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la caridad divina sea moderadora perpetua del deber...”

[3.] Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como a su colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la indisolubilidad del vínculo, como la elevación y consagración del contrato, hecha por Cristo, a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo mismo urge la indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]; y: Todo aquel que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18]. En esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del sacramento con estas claras palabras: “En el sacramento, empero, se atiende a que no se rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por causa de la prole, se una con otro”.

Y esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de todo futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe.


Por lo cual, sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío VI, escribiendo al obispo de Eger, dice: “Por lo que resulta patente que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, a la verdad, mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue de tal suerte instituído por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, que no puede, por ende, ser desatado por ley civil alguna. En consecuencia, aunque la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el momento que es verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por tanto, todo matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni mantenerse”.

Y si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara, como en ciertos matrimonios naturales contraidos solamente entre infieles, y también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no consumados; tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podrá esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital; así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada.

Y si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre fieles consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los Efesios (a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su Iglesia: Este sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia [Eph. 5, 32]. Y esta unión, mientras Cristo viva, y por Él la Iglesia, jamás a la verdad podrá deshacerse por separación alguna...

Mas en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza, provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como quiera que Cristo Señor, “instituidor y perfeccionador de los sacramentos”, al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior, por la que “se perfeccionara el amor natural, se confirmara su indisoluble unidad y se santificará a los cónyuges”. Y puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados “que no sea por el mero hecho sacramento”.

Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento, abren para si mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y funciones fiel y santamente y con perseverancia hasta la muerte. Porque este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante, sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del alma, gérmenes de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza a fin de que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender, sino íntimamente sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra cumplir cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, concédeles derecho para alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado.


Sin embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural, que los hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del matrimonio quedará en gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y desarrollan los gérmenes de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán llevar las cargas y cumplir los deberes de su estado y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan gran sacramento.


Porque, como enseña San Agustín, así como por el bautismo y el orden, es el hombre diputado y ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituído del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud de carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio, nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, aun después que se hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, “del mismo modo que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración recibiera”.

Pero los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de esforzarse con todas sus fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y significación del sacramento, sino también por su mente y costumbres de su vida, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia que es el misterio venerable de la más perfecta caridad...

PIO XII

El abuso del matrimonio

[Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Hay que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los cónyuges, no por medio de la honesta continencia (que también en el matrimonio se permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto de la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la reivindican, porque, aburridos de la prole, desean procurarse el placer solo sin la carga de la prole; otros, diciendo que ni son capaces de guardar la continencia, ni pueden tampoco admitir la prole, por sus propias dificultades, las de la madre o las de la hacienda.

Pero ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la naturaleza y honesto. Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su misma naturaleza destinado a la generación de la prole, quienes en su ejercicio lo destituyen adrede de esta su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción intrínsecamente torpe y deshonesta. Por lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos atestigüen el aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando pecado, y que alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San Agustín: “Porque ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él le mató Dios”.

Habiéndose, pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan torpe mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su legación divina, levanta su voz por nuestra boca y nuevamente promulga: Que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, por industria de los hombres, queda destituido de su natural virtud procreativa, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y los que tal cometen se mancillan con mancha de culpa grave.

Así, pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la salvación de todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al ministerio de oir confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no consientan en los fieles a ellos encomendados error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios; y mucho más, que se conserven ellos mismos inmunes de estas falsas opiniones y no condesciendan en manera alguna con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujere a esos errores a los fieles que le están encomendados o por lo menos los confirmare en ellos, ya con su aprobación, ya con silencio doloso, sepa que ha de dar estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de haber traicionado a su deber, y tenga por dichas a sí mismo las palabras de Cristo: ciegos y guías de ciegos son; mas si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo [Mt. 15, 14].

Muy bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más bien sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave permite la perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo tanto, no tiene él culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la caridad y no se descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho de modo recto y natural, aunque por causas naturales ya del tiempo, ya de determinados defectos, no pueda de ello originarse una nueva vida. Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo auxilio y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya prosecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su debida ordenación al fin primario...

Se ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas externas den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede surgir dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los mandamientos de Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca; sino que en todas las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios, pueden los cónyuges cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio su castidad limpia de tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe cristiana, expresada por el magisterio del Concilio de Trento: “Nadie... para que puedas” [v. 804]. Y la misma doctrina ha sido nueva y solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia, al condenar la herejía janseniana, que se habla atrevido a proferir esta blasfemia contra la bondad de Dios: “Algunos mandamientos... con que se hagan posibles” [v. 1092].

PIO XII

La emancipaciòn de la mujer

[ Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda soberbia haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos.

Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua servidumbre (si no en la apariencia, si en la realidad) y se convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón.

Aquella igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea, ha de reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la dignidad humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al matrimonio; en todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho y ambos están ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que haber cierta desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.

Sin embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las condiciones económicas y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los usos y costumbres del trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de esta época, teniendo bien en cuenta lo que exige la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia; con tal también que permanezca incólume el orden esencial de la sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que la humana, es decir, la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni por las leyes públicas ni por los caprichos particulares.


PIO XI

El matrimonio y la esterelizaciòn

[Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Es, finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que inmediatamente se refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero toca también en un sentido verdadero, al bien de la prole. Hay, en efecto, quienes demasiado solícitos de los fines eugénicos, no sólo dan ciertos saludables consejos para procurar con más seguridad la salud y vigor de la prole futura —lo cual, a la verdad, no es contrario a la recta razón—, sino que anteponen el fin eugénico a cualquier otro, aun de orden superior, y pretenden que por pública autoridad se prohiba contraer matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su ciencia, creen que han de engendrar, por la transmisión hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun cuando de suyo sean aptos para contraer matrimonio. Más aún, llegan a pretender que por pública autoridad se los prive de aquella facultad natural, aun contra su voluntad, por intervención médica; y esto no para solicitar de la autoridad pública un castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver futuros crímenes de los reos, sino atribuyendo contra todo derecho y licitud a los magistrados civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener. Quienesquiera que así obran, olvidan perversamente que la familia es más santa que el Estado y que los hombres no se engendran ante todo para la tierra y para el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y no es ciertamente licito que hombres, capaces, por lo demás, del matrimonio, los cuales, aun empleada toda diligencia y cuidado se conjetura no han de engendrar sino prole tarada; no es lícito —decimos— cargarlos con grave delito por contraer matrimonio, si bien frecuentemente, haya que disuadírseles de que lo contraigan.

Los públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra causa alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo, donde no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para precaver futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en efecto, en cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega en cuanto a la lesión corporal: “Jamás —dice— según el juicio humano se debe castigar a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes”.

Por lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente por la luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen sobre los miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los fines naturales de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de cualquier otro modo hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser en el caso que no se pueda por otra vía proveer a la salud de todo el cuerpo.

PIO XII

La muerte provocada del feto

De la muerte del feto provocada [Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

Todavía hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la vida de la prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden que ello está permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros, sin embargo, lo tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a las que dan el nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte a la prole concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que cada uno defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las leyes públicas y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes reclaman que los públicos magistrados presten su concurso para estas mortíferas operaciones, lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.

PIO XII

Por lo que atañe a “la indicación médica y terapéutica” —para emplear sus palabras—, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente procurada? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya a la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la naturaleza que clama: No matarás [Ex. 20, 13]. Porque cosa igualmente sagrada es la vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública, podrá tener jamás facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por otra parte, se quiere deducir este poder contra los inocentes del ius gladii o derecho de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí tampoco derecho alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman “derecho de extrema necesidad”, por el que pueda llegarse hasta la muerte directa del inocente.

Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados y expertos en defender y salvar ambas vidas, la de la madre y la de la prole; y se mostrarían, por lo contrario, muy indignos del noble nombre y de la gloria de médicos quienes, so pretexto de medicinar, o movidos de falsa compasión, procuraran la muerte de uno de ellos. Lo que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y debe tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los debidos límites; pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se fundan, por medio de la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al precepto divino, promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay que hacer el mal, para que suceda el bien [Rom. 3, 83.


Finalmente, no es licito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes, echen en olvido que es función de la autoridad pública defender con leyes y penas convenientes la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos pueden defenderse a sí mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre los cuales ocupan ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en las entrañas maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más, los entregan a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al cielo [Gen. 4, 10].

Más visto

Ventananomo es el sitio en el cual Roberto Fonseca Murillo hará posible leer sobre los grandes Concilios y aportes de otros documentos ecleciásticos.

Vatican


¡Bendiciones....! Volver inicio

,

,
¡Bendiciones..! Gracias, salir.. del sitio,,