[ Encíclica Sacra virginitas, de 25 de marzo de 1954]
Más recientemente hemos condenado con ánimo dolorido la opinión de los que llegan al extremo de afirmar que sólo el matrimonio es el que puede asegurar el natural desenvolvimiento y perfección de la persona humana [v. 2341]. Y es así que algunos afirman que la gracia dada ex opere operato por el sacramento del matrimonio, hace de tal modo santo el uso del mismo que se convierte en instrumento más eficaz que la misma virginidad para unir las almas con Dios, como quiera que el matrimonio cristiano y no la virginidad, es sacramento. Esta doctrina la denunciamos por falsa y dañosa.
Cierto que este sacramento concede a los esposos gracia para cumplir santamente su deber conyugal; cierto que refuerza el lazo de mutuo amor con que están ellos entre sí unidos; sin embargo, no fue instituído para convertir el uso matrimonial como en un instrumento de suyo más apto para unir con Dios mismo las almas de los esposos por el vínculo de la caridad [cf. Decreto de Santo Oficio De los fines del matrimonio, de 1 de abril de 1944]. ¿No reconoce más bien el Apóstol Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente del uso del matrimonio para vacar a la oración [1 Cor. 7, 5], justamente porque esa abstención hace más libre al alma que quiera entregarse a las cosas celestes y a la oración a Dios?
Finalmente, no puede afirmarse, como hacen algunos, que “la mutua ayuda” [cf. CIC, Can 1013] que los esposos buscan en las nupcias cristianas sea un auxilio más perfecto que la soledad, como dicen, del corazón de las virgenes y de los célibes, para alcanzar la propia santificación. Porque, si bien es cierto que todos los que han abrazado la profesión de perfecta castidad, han renunciado a ese amor humano; sin embargo, no por eso puede afirmarse que, por efecto de esa misma renuncia suya, hayan como rebajado y despojado su personalidad humana. Éstos, en efecto, reciben del Dador mismo de los dones celestes algo espiritual que supera inmensamente aquella “mutua ayuda” que entre sí se procuran los esposos.
PIO XII