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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la recepción de los herejes convertidos

[Del Decreto del Santo Oficio de 20 de noviembre de 1878]
Sobre la duda: “Si debe administrarse el bautismo condicionado a los herejes que se convierten a la fe católica, de cualquier lugar que provengan y a cualquier secta que pertenezcan”:
Se respondió: “Negativamente. Pero en la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier secta que vengan, hay que inquirir sobre la validez del bautismo recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el examen, si se averiguare que o no se confirió bautismo o fue nulamente conferido, han de bautizarse absolutamente. Pero si practicada la investigación conforme al tiempo y la razón de los lugares, nada se descubre ora en pro, ora en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre la validez del bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición. Finalmente, si constare que el bautismo fue válido, han de ser sólo recibidos a la abjuración o profesión de fe”.
LEON XIII, 1878-1903

Del socialismo



[De la Encíclica Quod Apostolici muneris, de 28 de diciembre de 1878]
Según las enseñanzas del Evangelio, la igualdad de los hombres consiste en que, habiéndoles a todos cabido en suerte la misma naturaleza, todos son llamados a la dignidad altísima de hijos de Dios, y juntamente en que, habiéndose señalado a todos un solo y mismo fin, todos han de ser juzgados por la misma ley, para conseguir, según sus merecimientos, el castigo o la recompensa.
Sin embargo, la desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la naturaleza, de quien toda paternidad recibe su nombre en el cielo y en la tierra [Eph. 3, 15]. Ahora bien, de tal manera se enlazan entre sí por mutuos deberes y derechos, según la doctrina y preceptos católicos, las mentes de los príncipes y de los súbditos que por una parte se templa la ambición de mando, y por otra se hace fácil, firme y nobilísima la razón de la obediencia...
Sin embargo, si alguna vez se diere el caso de que la pública potestad sea ejercida por los príncipes temerariamente y traspasando sus límites, la doctrina de la Iglesia Católica no permite levantarse por propia cuenta contra ellos, a fin de que no se perturbe más y más la tranquilidad del orden o de ahí reciba la sociedad mayor daño; y cuando la cosa llegare a términos que no brille otra esperanza de salvación, enseña que ha de acelerarse el remedio con los méritos de la paciencia cristiana y con instantes oraciones a Dios. Pero si los decretos de los legisladores y príncipes sancionaran o mandaran algo que repugne a la ley divina o natural, la dignidad y el deber del nombre cristiano y la sentencia apostólica persuaden que se debe obedecer más a Dios que a los hombres [Act. 5, 29].
Mas la sabiduría católica, apoyada en los preceptos de la ley divina y natural, ha provisto también prudentísimamente a la tranquilidad pública y doméstica por su sentir y doctrina acerca del derecho de propiedad y la repartición de los bienes que han sido adquiridos para lo necesario o útil a la vida. Porque mientras los socialistas acusan al derecho de propiedad como invención que repugna a la igualdad natural de los hombres y, procurando la comunidad de bienes, piensan que no debe sufrirse con paciencia la pobreza y que pueden impunemente violarse las posesiones y derechos de los ricos; la Iglesia, con más acierto y utilidad, reconoce la desigualdad entre los hombres —naturalmente desemejantes en fuerzas de cuerpo y de espíritu— aun en la posesión de los bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e inviolado, el derecho de propiedad y dominio, que viene de la misma naturaleza. Porque sabe la Iglesia que el hurto y la rapiña de tal modo están prohibidos por Dios, autor y vengador de todo derecho, que no es lícito ni aun desear lo ajeno, y que los ladrones y rapaces, no menos que los adúlteros e idólatras, están excluidos del reino de los cielos [I Cor. 6, 9 s].
No por eso, sin embargo, descuida el cuidado de los pobres u omite acudir como piadosa madre a las necesidades de aquéllos; antes bien, abrazándolos con maternal afecto, y sabiendo muy bien que representan la persona de Cristo mismo, que tiene por hecho a sí mismo aun el más pequeño beneficio que se preste a cualquiera de los pobres, los tiene en grande honor y los alivia con la ayuda que puede; cuida de que en todas las partes de la tierra se levanten casas y hospicios para recogerlos, alimentarlos y cuidarlos y toma tales instituciones bajo su tutela. A los ricos, aprémialos con gravísimo mandamiento de que den lo superfluo a los pobres y les amenaza con el juicio divino que ha de condenarlos a los suplicios eternos, si no socorren la necesidad de los pobres. Finalmente, ella alivia y consuela sobremanera las almas de los pobres, ora poniéndoles delante el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro [2 Cor. 8, 9]; ora recordándoles las palabras del mismo Cristo, por las que declaró bienaventurados los pobres [Mt. 5, 3] y Ies mandó esperar los premios de la eterna bienaventuranza.
LEON XIII, 1878-1903

Del matrimonio cristiano


[De la Encíclica Arcanum divinae sapientae, de 10 de febrero de 1880]
Como recibido del magisterio de los Apóstoles hay que considerar cuanto nuestros Santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre [v. 970], a saber, que Cristo Señor levantó el matrimonio a dignidad de sacramento, v que juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzaran la santidad en el mismo matrimonio; que en éste, maravillosamente conformado al ejemplar de su mística unión con la Iglesia, no sólo perfeccionó el amor que es conforme a la naturaleza [Concilio Tridentino, sesión 24, c. 1, de la reforma del matr.; cf. 969], sino que estrechó más fuertemente la sociedad del varón y de la mujer, indivisible por su naturaleza, con el vínculo de su caridad divina...
Ni debe tampoco convencer a nadie la distinción tan decantada por los regalistas, en virtud de la cual separan del sacramento el contrato matrimonial, con la intención, a la verdad, de que, reservado a la Iglesia lo que tiene razón de sacramento, pase el contrato a la potestad y arbitrio de los gobernantes del Estado. Porque semejante distinción o, más exactamente, violenta separación, no puede ser admitida, como quiera que es cosa averiguada que en el matrimonio cristiano el contrato no es disociable del sacramento, y no puede, por ende, darse verdadero y legítimo contrato sin que sea, por el mero hecho, sacramento. Porque Cristo Señor enriqueció al matrimonio con la dignidad de sacramento; ahora bien, el matrimonio es el contrato mismo, si ha sido legítimamente hecho. Alagase a esto que el matrimonio es sacramento por ser signo sagrado que produce la gracia y representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con la Iglesia. Ahora bien, la forma y figura de éstas se expresa justamente con aquel mismo vínculo de suprema unión con que quedan mutuamente ligados varón y mujer y que no es otra cosa que el matrimonio mismo. Así, pues, es evidente que todo legítimo matrimonio entre cristianos es en sí y de por sí sacramento, y nada se aleja más de la verdad que hacer del sacramento una especie de ornamento añadido, y una propiedad extrínsecamente sobrevenida, que puede, al arbitrio de los hombres, separarse y ser extraña al contrato.
LEON XIII, 1878-1903

Sobre el poder civil



[De la Encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881]
Aunque el hombre, incitado por cierta arrogancia y contumacia ha intentado muchas veces rechazar el freno de la obediencia, nunca, sin embargo, ha podido conseguir no obedecer a nadie. La necesidad misma obliga a que en toda asociación y comunidad de hombres haya algunos que estén al frente... Pero conviene atender en este lugar que los que han de presidir el Estado pueden en ciertos casos ser elegidos por voluntad y juicio del pueblo, sin que a ello se opongan ni repugne la doctrina católica. A la verdad, por esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos de gobierno ni se le entrega el mando, sino que se designa por quién ha de ser desempeñado. Tampoco se discute aquí sobre las formas de gobierno; no hay, en efecto, razón alguna por que no haya de ser aprobado por la Iglesia el mando de uno solo o de varios, con tal que sea justo y se ordene al bien común. Por eso, salva la justicia, no se prohíbe a los pueblos que se procuren aquel género de gobierno que mejor se adapta a su natural o a las leyes y costumbres de sus mayores.
Por lo demás, respecto al poder civil, la Iglesia enseña rectamente que viene de Dios... Es grande error no ver, lo que es manifiesto, que no siendo los hombres una especie que vague solitaria. Independientemente de su libre voluntad, han nacido para la comunidad natural; y además, ese pacto que proclaman, es evidentemente fantástico y fingido y no es capaz de otorgar al poder civil tanta fuerza, dignidad y firmeza cuanta requieren la tutela del estado y el bien común de los ciudadanos. Sino que esas excelencias y garantías todas sólo las tendrá el poder, si se entiende que dimana de Dios, su fuente augusta y santísima...
Una sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es cuando se les pide algo que abiertamente repugne al derecho natural o divino; porque todo aquello en que se viola el derecho de la naturaleza o la voluntad de Dios, tan criminal es mandarlo como hacerlo. Si alguno, pues, se viere en el trance de tener que escoger entre desobedecer los mandatos de Dios o de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo que nos manda dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César [Mt. 22, 21], y a ejemplo de los Apóstoles, responder animosamente: Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]... No querer referir a Dios como a su autor el derecho de mandar es querer que se le borre su bellísimo esplendor y que se le corten sus nervios...
En realidad, a la llamada Reforma, cuyos secuaces y caudillos atacaron con las nuevas doctrinas los cimientos de la potestad religiosa y civil, siguiéronla repentinos tumultos y audacísimas rebeliones, sobre todo en Alemania... De aquella herejía trajo su origen en el siglo pasado la pseudofilosofía, el derecho que llaman nuevo, el imperio del pueblo y una licencia que desconoce todo límite, a la que muchos tienen por la sola libertad. De ahí se ha venido a las plagas que con todo eso confinan, es decir: al comunismo, al socialismo, al nihilismo, monstruos espantosos, que son casi el aniquilamiento de la humana sociedad...
A la verdad, la Iglesia de Cristo no puede ser ni sospechosa a los gobernantes ni mal vista de los pueblos. A los gobernantes, por una parte, ella misma los amonesta a seguir la justicia y a no apartarse en cosa alguna de su deber; pero juntamente robustece y de muchos modos ayuda a su autoridad. La Iglesia reconoce y declara que lo perteneciente a las cosas civiles está en la potestad y suprema autoridad de aquellos; en lo que, si bien por causa diversa, pertenece a la vez a la potestad religiosa y civil, quiere que haya concordia entre una y otra, a fin de evitar las contiendas funestas para entrambas.

LEON XIII, 1878-1903

De las sociedades secretas


[De la Encíclica Humanum genus, de 20 de abril de 1884]
Nadie piense que le es lícito por causa alguna dar su nombre a la secta masónica, si tiene la profesión de católico y la salvación de su alma en la estima que debe tenerla. Ni engañe a nadie una simulada honestidad; puede, en efecto, parecer a algunos que nada exigen los masones que sea contrario abiertamente a la santidad de la religión y de las costumbres; mas como la razón y causa toda de la secta está en el vicio y la infamia, justo es que no sea lícito unirse con ellos o de cualquier modo ayudarlos...
[De la Instrucción del Santo Oficio de 10 de mayo de 1884]
... (3) a fin de que no haya lugar a error cuando haya de determinarse cuáles de esas perniciosas sectas están sometidas a censura, y cuáles sólo a prohibición, cierto es en primer lugar que están castigados con excomunión latae sententiae, la masónica y otras sectas de la misma especie que... maquinan contra la Iglesia o los poderes legítimos, ora lo hagan oculta, ora públicamente, ora exijan o no de sus secuaces el juramento de guardar secreto.
(4) Aparte de éstas, hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse bajo pena de culpa grave, entre las cuales hay que contar principalmente todas aquellas que exigen por juramento a sus secuaces no revelar a nadie el secreto y prestar omnímoda obediencia a jefes ocultos. Hay, además, que advertir que existen algunas sociedades que, si bien no puede determinarse de manera cierta si pertenecen o no a las que hemos nombrado, son sin embargo dudosas y están llenas de peligro, ora por las doctrinas que profesan, ora por la conducta de aquellos bajo cuya guía se reunieron y se rigen...
LEON XIII, 1878-1903

De la asistencia del médico o confesor al duelo


[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Poitiers, de 31 de mayo de 1884]
A las dudas:
I. ¿Puede el médico, rogado por los duelistas, asistir al duelo con intención de poner antes fin a la lucha o simplemente de vendar o curar las heridas, sin que incurra en la excomunión reservada simplemente al Sumo Pontífice?
II. ¿Puede, por lo menos, sin presenciar el duelo, quedarse en una casa vecina o en lugar cercano, próximo y preparado para prestar su auxilio, si los duelistas lo necesitaren?
III. ¿Qué debe pensarse del confesor en las mismas condiciones?
Se respondió:
A I. Que no puede y se incurre en la excomunión.
A II y III. En cuanto se hace de común acuerdo, no se puede, y se incurre igualmente en la excomunión.
LEON XIII, 1878-1903

De la cremación de los cadáveres


[De los Decretos del Sano Oficio, de 19 de mayo y 15 de diciembre de 1886]
A las dudas:
I. ¿Es lícito dar su nombre a las sociedades, cuyo fin es promover la práctica de quemar los cadáveres humanos?
II. ¿Es lícito mandar que se quemen los cadáveres propios o de los demás?
Se respondió el día 19 de mayo de 1886:
A I. Negativamente, y si se trata de sociedades filiales de la masónica, se incurre en las penas dadas contra ésta.
A II. Negativamente.
Luego, el día 15 de diciembre de 1886:
Cuando se trate de aquellos cuyos cuerpos no se queman por propia voluntad, sino por la ajena, pueden cumplirse los ritos y sufragios de la Iglesia, ora en casa, ora en el templo, pero no en el lugar de la cremación, removido el escándalo. Ahora bien, el escándalo podrá también removerse, haciendo conocer que la cremación no fue elegida por propia voluntad del difunto. Mas si se trata de quienes por propia voluntad escogieron la cremación y en esta voluntad perseveraron cierta y notoriamente hasta la muerte, atendido el decreto de la feria IV, 19 de mayo de 1886 [cf. supra], hay que obrar con ellos de acuerdo con las normas del Ritual Romano, Tit. Quibus non licet dare ecclesiasticam sepulturam. En los casos particulares en que pueda surgir duda o dificultad, ha de consultarse al Ordinario...
LEON XIII, 1878-1903

Del divorcio civil


[Del Decreto del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1886]
Algunos obispos de Francia propusieron a la S. R. y U. Inquisición las dudas siguientes: “En la carta de la S. R. y U. Inquisición, de 25 de junio de 1885, dirigida a todos los ordinarios de dominio francés, se decreta así acerca de la ley del divorcio: En atención a gravísimas circunstancias de cosas, tiempos y lugares, puede tolerarse que los magistrados y abogados traten en Francia las causas matrimoniales, sin que estén obligados a retirarse de su cargo, añadió las condiciones, la segunda de las cuales es ésta: Con tal que estén en tal disposición de ánimo, ora sobre la validez y nulidad del matrimonio, ora sobre la separación de los cuerpos, de cuyas causas se ven obligados a tratar, que nunca dicten sentencia ni defiendan que debe dictarse o provoquen o exciten a ella, si es contraria al derecho civil o eclesiástico.”
Se pregunta:
1. ¿Es recta la interpretación, difundida por Francia, incluso en textos impresos, según la cual satisface a la precitada condición el juez que, aun cuando un matrimonio sea válido delante de la Iglesia, prescinde totalmente de tal matrimonio, que es verdadero y constante, y, aplicando la ley civil, dictamina que ha lugar a divorcio, con tal que en su mente sólo intente romper los efectos civiles y el solo contrato civil, y a ellos solos miren los términos de la sentencia dictada? En otros términos: ¿la sentencia así dada puede decirse que no es contraria al derecho civil o eclesiástico?
II. Después de que el juez sentenció que ha lugar a divorcio, ¿puede el síndico (en francés: le maire), mirando también éste sólo los efectos civiles y el solo contrato civil, como arriba se expone, declarar el divorcio, aunque el matrimonio sea válido ante la Iglesia?
III. Declarado el divorcio, ¿puede el mismo síndico unir civilmente con otro al cónyuge que intenta pasar a nuevas nupcias, aun cuando el primer matrimonio sea válido ante la Iglesia y viva la otra parte?
Se respondió:
Negativamente a I, II y III.
LEON XIII, 1878-1903

De la constitución de los Estados


Biografía León XIII
[De la Encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885]


Así, pues, Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la acción de cada una... Así, pues, todo lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado, todo lo que pertenece al culto de Dios y a la salvación de las almas, ora sea tal por su naturaleza, ora en cambio se entienda como tal por razón de la causa a que se refiere; todo eso está en la potestad y arbitrio de la Iglesia; todo lo demás, empero, que comprende el género civil y político, es cosa clara que está sujeto a la potestad civil, como quiera que Jesucristo mandó que se diera al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [Mt. 22, 21]. Sin embargo, alguna vez hay circunstancias en que rige también otro modo de concordia, a saber: cuando determinados gobernantes de la cosa pública y el Romano Pontífice se ponen de acuerdo sobre un asunto particular. En tales circunstancias, la Iglesia da eximias muestras de su materna piedad, puesto que suele llevar su facilidad y condescendencia al extremo máximo posible...
Mas querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de sus deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad grande. Por semejante hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que es natural a lo que está por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo menos, en gran manera se disminuye la muchedumbre de bienes de que, si no se le pusiera obstáculo, colmaría la Iglesia la vida común; además, se abre camino a las enemistades y conflictos, los cuales cuánto daño acarrean a una y otra potestad, con demasiada frecuencia lo han demostrado los acontecimientos. Tales doctrinas que la razón humana no aprueba y que son de suma importancia para la disciplina civil, los Romanos Pontífices antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de ellos pedía el cargo apostólico, no consintieron en modo alguno que se propagaran impunemente. Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que empieza Mirari vos, de 15 de agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó con grande gravedad de sentencias lo que ya entonces se proclamaba: que en cuestión de religión, no hay que hacer distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo que mejor le plazca, que nadie tiene otro juez que la conciencia; que es además lícito publicar lo que cada uno sienta, e igualmente lícito tramar revoluciones en el Estado. Sobre la separación de ]a Iglesia y del Estado, el mismo Pontífice se expresa así: “Ni podemos tampoco augurar más prósperos sucesos para la religión y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo trance quieren la separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la concordia del poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran manera temida por los amadores de una imprudentísima libertad aquella concordia que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al Estado.” No de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la oportunidad, muchas de aquellas opiniones falsas que habían particularmente empezado a cobrar fuerza y posteriormente mandó reducirlas a un índice, a fin de que, en medio de tan grande aluvión de errores, tuvieran los católicos ante los ojos lo que sin tropiezo habían de seguir.
Ahora bien, de estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente entenderse que el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la muchedumbre; que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que no tener en nada los deberes de la religión o guardar la misma actitud ante las varias formas de religión, no es lícito a los particulares ni es lícito a los Estados; que la inmoderada libertad de sentir y de manifestar públicamente lo que se sienta, no está entre los derechos de los ciudadanos ni debe en modo alguno ponerse entre las cosas dignas de gracia y protección.
Debe igualmente entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad civil, es una sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes ocupan la autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que les sirva o esté sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el desempeño de su misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos que le fueron otorgados por Jesucristo.
En los asuntos, en cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la naturaleza, no menos que a los consejos de Dios, no la separación de una potestad de otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la concordia, y ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a una y otra potestad.
Tal es lo que la Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los Estados. Ahora bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas declaraciones y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es reprobada por sí misma, como quiera que nada tienen que repugne a la doctrina católica y, si sabia y justamente se aplican, pueden mantener el Estado en óptima situación.
Es más, de suyo tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en el gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones puede ser no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.
Además, tampoco puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de restringir más de lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la que es genuina y legítima libertad.
A la verdad, si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión; sin embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para alcanzar algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que aquellas diversas formas tengan lugar en el Estado.
Y en otra cosa tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte Agustín: “nadie puede creer sino voluntariamente”.
Por semejante manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad que engendra desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de la debida obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien licencia que no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada libertad de perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1 Petr. 2, 16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es verdadera servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del pecado [Ioh. 8, 34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad, aquélla debe ser apetecida que, si a lo privado se mira, no consiente que el hombre sea esclavo de los errores y pasiones que son los más tétricos tiranos; si a lo público, dirige sabiamente a los ciudadanos, les procura facilidad de aumentar ampliamente sus fortunas y defiende al Estado de toda ajena injerencia.
Pues esta libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe como la Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se mantuviera firme y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más contribuyen al bien común en el Estado, las que han sido útilmente instituidas para frenar la licencia de los gobernantes que desatienden el bien del pueblo; las que prohíben al Estado invadir importunamente el ámbito municipal o familiar; las que valen para conservar el decoro, la persona del hombre y la igualdad del derecho en todos los ciudadanos: de todo eso, los monumentos de las edades pasadas atestiguan que fue siempre la Iglesia inventora, favorecedora o guardiana. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la desmesurada libertad que termina para individuos y pueblos en desenfreno o servidumbre, abraza por otra de muy buena gana los progresos que el tiempo trae, si realmente contribuyen a la prosperidad de esta vida, que es como una etapa en el camino hacia la otra que ha de durar para siempre.
Consiguientemente, decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno régimen de los Estados y que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de estos tiempos ha producido, es vacua e infundada calumnia. Repudia, en efecto, la locura de las opiniones, reprueba los criminales intentos de las sediciones, y señaladamente aquella disposición de las almas en la que claramente se ven los comienzos del voluntario apartamiento de Dios; mas como quiera que todo lo que es verdadero procede necesariamente de Dios, cuanto de verdad se alcanza por la investigación, la Iglesia lo reconoce como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de verdadero en la naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas divinamente enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento de la verdad puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que todo lo que contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será recibido con gozo y beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las demás disciplinas, fomentará y promoverá también con todo empeño aquellas que tienen por objeto la explicación de la naturaleza.
Si en estos estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni le contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la vida; antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo empeño que, por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres den copiosos frutos; ella presta incentivo para todo género de artes y de trabajos, y, dirigiendo con su virtud todo los estudios de estas cosas a la honestidad y salvación, sólo se esfuerza en impedir que la inteligencia e industria del hombre le aparten de Dios y de los bienes del cielo...
Así, pues, si los católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren, como es menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo mismo en sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante todo es necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio comprendidas, que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino profesarlas públicamente, siempre que la ocasión lo exigiere. Y, señaladamente, acerca de las que llaman libertades, en estos novísimos tiempos inventadas, es menester atenerse al juicio de la Sede Apostólica y lo que ella sintiere, eso debe sentir cada uno. Téngase cuidado que a nadie engañe su honesta apariencia, sino piénsese qué principios tuvieron y con qué intentos se sustentan y fomentan corrientemente. Bastantemente ha demostrado ya la experiencia qué es lo que ellas producen en el Estado, pues han prodigado tales frutos que con razón se arrepienten de ellas los hombres honrados y sabios. Si en alguna parte existiera realmente o por el pensamiento se imaginara un estado en que proterva y tiránicamente se persiguiera el nombre cristiano y con él se compara el régimen moderno de que estamos hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los principios en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de suyo, no deben ser por nadie aprobados.
En cuanto a la acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y domésticos, ya en los públicos. Privadamente el primer deber es conformar con toda diligencia la vida y las costumbres a los preceptos evangélicos y no rehusar si acaso la virtud cristiana exige sufrir y tolerar algo más dificultoso. Deben además amar todos a la Iglesia como a madre común y guardar obedientemente sus leyes, trabajar por el honor de ella, querer que se respeten sus derechos y esforzarse, en fin, por que aquellos sobre quienes se tenga alguna autoridad, la honren y amen con el mismo afecto.
Otra cosa interesa también a la pública salud, y es prestar sabiamente su cooperación en la administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el mayor celo y esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los jóvenes en la religión y buenas costumbres de la manera que dice con los cristianos: de ello depende en gran manera la salud de cada uno de los Estados.
Igualmente y de modo general es útil y honesto que la obra de los católicos salga, como si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también al gobierno supremo. Decimos de modo general, porque estas enseñanzas nuestras se dirigen a todas las naciones; pero puede darse en alguna parte el caso que, por gravísimas y muy justas causas, no convenga en modo alguno ocupar el mando del Estado ni desempeñar cargos políticos. Pero de modo general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en las cosas públicas sería tan reprensible como no poner empeño ni trabajo alguno para la común utilidad, tanto más cuanto que los católicos, por imperativo de la doctrina misma que profesan, son impelidos a una gestión íntegra y fiel. En cambio, si ellos están mano sobre mano, fácilmente tomarán las riendas del mando otros, cuyas ideas no han de ofrecer ciertamente grande esperanza de bienandanza. Y ello iría también junto con el daño del nombre cristiano, como quiera que tendrán el máximo poder los que son de ánimo hostil a la Iglesia, y mínimo, los que la aman.
Por lo tanto, es evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir en el gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para aprobar lo que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para dirigir, en lo posible, estos mismos regímenes al bien público auténtico y verdadero, con la determinación de infiltrar en las venas todas del Estado, como savia y sangre salubérrima, la sabiduría y virtud de la religión católica...
... A fin de que la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de recriminarse, entiendan todos que la integridad de la profesión católica no es compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al naturalismo o racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus cimientos las instituciones cristianas y sentar en la sociedad, sin tener en cuenta a Dios, el dominio del hombre.
Tampoco es lícito seguir privadamente una forma de deber y otra en público, es decir, que privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y públicamente se rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y obligar al hombre a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario ha de ser consecuente siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno de vida ha de desviarse de la virtud cristiana.
Mas si la cuestión versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor forma de gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente, sobre estos asuntos puede darse legítima disensión.
Así, pues, no consiente la justicia que a quienes por otra parte son conocidos por su piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente los decretos de la Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de opinión acerca de esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia serla si se los acusara de sospecha o violación de la fe católica, cosa, de que nos dolemos haber más de una vez sucedido.
Tengan absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por escrito sus ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la verdad en esta lucha en que se ponen en juego los intereses supremos, no hay que dar lugar alguno a disensiones intestinas o a miras de partidos, sino con ánimos unidos y con un solo empeño, todos deben tender a lo que es propósito común de todos: la salvación de la Religión y del Estado. Si hubo, pues, antes algún disentimiento, hay que pisotearlo con voluntario olvido; si en algo se ha obrado injusta o temerariamente, tenga quien tuviere la culpa, ha de compensarse por la mutua caridad y resarcirse principalmente por la obediencia de todos a la Sede Apostólica.
Por este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera preclaras, una cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de las malas doctrinas y concupiscencias.
LEON XIII, 1878-1903

De la craneotomía y del aborto


[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Lyon, de 31 de mayo de 1889                                       (28 de mayo de 1884)]
A la duda:
¿Puede enseñarse con seguridad en las escuelas católicas ser lícita la operación quirúrgica que llaman craneotomía, cuando de no hacerse, han de perecer la madre y el niño, y de hacerse se salva la madre, aunque muera el niño?
Se respondió:
No puede enseñarse con seguridad.
[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 19 de mayo de 1889]
Se respondió de modo semejante, con la añadidura:
... y cualquier operación quirúrgica directamente occisiva del feto o de la madre gestante.
[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 24/25 de julio de 1895]
El médico Ticio, al ser llamado a asistir a una mujer encinta gravemente enferma, advertía a cada paso que no había otra causa de enfermedad mortal, sino la preñez misma, es decir, la presencia del feto en el útero. Así, pues, sólo le quedaba un camino para salvar a la madre de una muerte cierta e inminente, a saber, el de procurar el aborto o eyección del feto. Este camino solía él ordinariamente seguir, empleando, sin embargo, los medios y operaciones que tienden de suyo e inmediatamente no a matar el feto en el seno materno, sino a sacarlo a luz, de ser posible, vivo, aunque haya de morir próximamente, por estar todavía completamente inmaturo.
Ahora bien, leído lo que se respondió el 19 de agosto a los arzobispos de Cambrai, que no puede enseñarse con seguridad ser lícita operación quirúrgica alguna directamente occisiva del feto, aun cuando ello fuere necesario para la salvación de la madre; Ticio está dudoso acerca de la licitud de las operaciones quirúrgicas con las que él mismo no raras veces procuraba hasta ahora el aborto, para salvar la vida a las preñadas gravemente enfermas.
Por lo cual, para atender a su conciencia, Ticio suplica una aclaración: Si puede con seguridad realizar las operaciones explicadas dadas las repetidas circunstancias dichas.
Se respondió:
Negativamente, conforme a los demás decretos, a saber: de 28 de mayo de 1884 y de 19 de agosto de 1889.
Y el siguiente día, jueves, 25 de julio... Nuestro Santísimo Señor aprobó la resolución de los mismos Padres que le fue referida.
[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Sinaloa, de 4/6 de mayo de 1898]
I: ¿Es lícita la aceleración del parto, siempre que por la estrechez de la mujer se haría imposible la salida del reto en su tiempo natural?
II. Y si la estrechez de la mujer es tal que ni el parto prematuro se considere posible, ¿será lícito provocar el aborto o realizar a su tiempo la operación cesárea?
III. ¿Es lícita la laparotomía, cuando se trate de preñación extrauterina, o de concepciones ectópicas?
Se respondió:
A I. La aceleración del parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por causas justas y en tiempo y de modo que, según las contingencias ordinarias, se atienda a la vida de la madre y del feto.
A II: En cuanto a la primera parte, negativamente, conforme al decreto de la feria IV, 24 de julio de 1895, sobre la ilicitud del aborto. En cuanto a lo segundo, nada obsta para que la mujer de que se trata sea sometida a la operación cesárea a su debido tiempo
A III: Si hay necesidad forzosa, es lícita la  paratomía para extraer del seno de la madre las concepciones ectópicas, con tal de que seria y oportunamente se provea, en lo posible, a la vida del feto y de la madre.
En la siguiente del viernes, 6 del mismo mes y año, el Santísimo aprobó las respuestas de los mismos. y Reverendos. Padres.
[De la Respuesta del Santo Oficio al Decano de la Facultad Teol. de la Universidad de Montreal,               de 5 de marzo de 1902]
A la duda:
Si es alguna vez lícito extraer del seno de la madre los fetos ectópicos aún inmaturos, no cumplido aún el sexto mes de la concepción.
Se respondió:
“Negativamente, conforme al decreto de miércoles, 4 de mayo de 1898, en cuya virtud hay que proveer seria y oportunamente, en lo posible, a la vida del feto y de la madre; en cuanto al tiempo, el consultante debe recordar, conforme al mismo decreto, que no es lícita ninguna aceleración del parto, si no se realiza en el tiempo y modo que, según las ordinarias contingencias, se atienda a la vida de la madre y del feto.”
LEON XIII, 1878-1903

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