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Bienvenido a QUMRÁN."La Iglesia - Ék-klessia-Esta integrada por los llamados aparte del Mundo por Dios y esta ha sido dividida en 1054 -Iglesia Católica e Iglesia Ortodoxa-. En 1516 por Martín Lutero - Iglesia Protestante- y en los siguientes años ha tendido ha desaparecer en lo referente a Historia, Liturgia y tradición por los embates de los llamados N M R -Nuevos Movimientos Religiosos-, portadores e influyentes sutíles de la llamada Nueva Era".Roberto Fonseca M.. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente

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Bienvenido a Nomo QUMRÁN :"La Historia es una sola que se entré tejé con la económia,cultura,creencias, política y Dios la sostiene en el hueco de su mano y tú eres uno de sus dedos"

MISA FLEMENGA


De la constitución de los Estados


Biografía León XIII
[De la Encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885]


Así, pues, Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la acción de cada una... Así, pues, todo lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado, todo lo que pertenece al culto de Dios y a la salvación de las almas, ora sea tal por su naturaleza, ora en cambio se entienda como tal por razón de la causa a que se refiere; todo eso está en la potestad y arbitrio de la Iglesia; todo lo demás, empero, que comprende el género civil y político, es cosa clara que está sujeto a la potestad civil, como quiera que Jesucristo mandó que se diera al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [Mt. 22, 21]. Sin embargo, alguna vez hay circunstancias en que rige también otro modo de concordia, a saber: cuando determinados gobernantes de la cosa pública y el Romano Pontífice se ponen de acuerdo sobre un asunto particular. En tales circunstancias, la Iglesia da eximias muestras de su materna piedad, puesto que suele llevar su facilidad y condescendencia al extremo máximo posible...
Mas querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de sus deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad grande. Por semejante hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que es natural a lo que está por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo menos, en gran manera se disminuye la muchedumbre de bienes de que, si no se le pusiera obstáculo, colmaría la Iglesia la vida común; además, se abre camino a las enemistades y conflictos, los cuales cuánto daño acarrean a una y otra potestad, con demasiada frecuencia lo han demostrado los acontecimientos. Tales doctrinas que la razón humana no aprueba y que son de suma importancia para la disciplina civil, los Romanos Pontífices antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de ellos pedía el cargo apostólico, no consintieron en modo alguno que se propagaran impunemente. Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que empieza Mirari vos, de 15 de agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó con grande gravedad de sentencias lo que ya entonces se proclamaba: que en cuestión de religión, no hay que hacer distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo que mejor le plazca, que nadie tiene otro juez que la conciencia; que es además lícito publicar lo que cada uno sienta, e igualmente lícito tramar revoluciones en el Estado. Sobre la separación de ]a Iglesia y del Estado, el mismo Pontífice se expresa así: “Ni podemos tampoco augurar más prósperos sucesos para la religión y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo trance quieren la separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la concordia del poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran manera temida por los amadores de una imprudentísima libertad aquella concordia que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al Estado.” No de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la oportunidad, muchas de aquellas opiniones falsas que habían particularmente empezado a cobrar fuerza y posteriormente mandó reducirlas a un índice, a fin de que, en medio de tan grande aluvión de errores, tuvieran los católicos ante los ojos lo que sin tropiezo habían de seguir.
Ahora bien, de estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente entenderse que el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la muchedumbre; que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que no tener en nada los deberes de la religión o guardar la misma actitud ante las varias formas de religión, no es lícito a los particulares ni es lícito a los Estados; que la inmoderada libertad de sentir y de manifestar públicamente lo que se sienta, no está entre los derechos de los ciudadanos ni debe en modo alguno ponerse entre las cosas dignas de gracia y protección.
Debe igualmente entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad civil, es una sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes ocupan la autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que les sirva o esté sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el desempeño de su misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos que le fueron otorgados por Jesucristo.
En los asuntos, en cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la naturaleza, no menos que a los consejos de Dios, no la separación de una potestad de otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la concordia, y ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a una y otra potestad.
Tal es lo que la Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los Estados. Ahora bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas declaraciones y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es reprobada por sí misma, como quiera que nada tienen que repugne a la doctrina católica y, si sabia y justamente se aplican, pueden mantener el Estado en óptima situación.
Es más, de suyo tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en el gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones puede ser no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.
Además, tampoco puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de restringir más de lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la que es genuina y legítima libertad.
A la verdad, si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión; sin embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para alcanzar algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que aquellas diversas formas tengan lugar en el Estado.
Y en otra cosa tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte Agustín: “nadie puede creer sino voluntariamente”.
Por semejante manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad que engendra desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de la debida obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien licencia que no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada libertad de perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1 Petr. 2, 16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es verdadera servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del pecado [Ioh. 8, 34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad, aquélla debe ser apetecida que, si a lo privado se mira, no consiente que el hombre sea esclavo de los errores y pasiones que son los más tétricos tiranos; si a lo público, dirige sabiamente a los ciudadanos, les procura facilidad de aumentar ampliamente sus fortunas y defiende al Estado de toda ajena injerencia.
Pues esta libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe como la Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se mantuviera firme y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más contribuyen al bien común en el Estado, las que han sido útilmente instituidas para frenar la licencia de los gobernantes que desatienden el bien del pueblo; las que prohíben al Estado invadir importunamente el ámbito municipal o familiar; las que valen para conservar el decoro, la persona del hombre y la igualdad del derecho en todos los ciudadanos: de todo eso, los monumentos de las edades pasadas atestiguan que fue siempre la Iglesia inventora, favorecedora o guardiana. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la desmesurada libertad que termina para individuos y pueblos en desenfreno o servidumbre, abraza por otra de muy buena gana los progresos que el tiempo trae, si realmente contribuyen a la prosperidad de esta vida, que es como una etapa en el camino hacia la otra que ha de durar para siempre.
Consiguientemente, decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno régimen de los Estados y que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de estos tiempos ha producido, es vacua e infundada calumnia. Repudia, en efecto, la locura de las opiniones, reprueba los criminales intentos de las sediciones, y señaladamente aquella disposición de las almas en la que claramente se ven los comienzos del voluntario apartamiento de Dios; mas como quiera que todo lo que es verdadero procede necesariamente de Dios, cuanto de verdad se alcanza por la investigación, la Iglesia lo reconoce como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de verdadero en la naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas divinamente enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento de la verdad puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que todo lo que contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será recibido con gozo y beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las demás disciplinas, fomentará y promoverá también con todo empeño aquellas que tienen por objeto la explicación de la naturaleza.
Si en estos estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni le contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la vida; antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo empeño que, por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres den copiosos frutos; ella presta incentivo para todo género de artes y de trabajos, y, dirigiendo con su virtud todo los estudios de estas cosas a la honestidad y salvación, sólo se esfuerza en impedir que la inteligencia e industria del hombre le aparten de Dios y de los bienes del cielo...
Así, pues, si los católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren, como es menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo mismo en sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante todo es necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio comprendidas, que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino profesarlas públicamente, siempre que la ocasión lo exigiere. Y, señaladamente, acerca de las que llaman libertades, en estos novísimos tiempos inventadas, es menester atenerse al juicio de la Sede Apostólica y lo que ella sintiere, eso debe sentir cada uno. Téngase cuidado que a nadie engañe su honesta apariencia, sino piénsese qué principios tuvieron y con qué intentos se sustentan y fomentan corrientemente. Bastantemente ha demostrado ya la experiencia qué es lo que ellas producen en el Estado, pues han prodigado tales frutos que con razón se arrepienten de ellas los hombres honrados y sabios. Si en alguna parte existiera realmente o por el pensamiento se imaginara un estado en que proterva y tiránicamente se persiguiera el nombre cristiano y con él se compara el régimen moderno de que estamos hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los principios en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de suyo, no deben ser por nadie aprobados.
En cuanto a la acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y domésticos, ya en los públicos. Privadamente el primer deber es conformar con toda diligencia la vida y las costumbres a los preceptos evangélicos y no rehusar si acaso la virtud cristiana exige sufrir y tolerar algo más dificultoso. Deben además amar todos a la Iglesia como a madre común y guardar obedientemente sus leyes, trabajar por el honor de ella, querer que se respeten sus derechos y esforzarse, en fin, por que aquellos sobre quienes se tenga alguna autoridad, la honren y amen con el mismo afecto.
Otra cosa interesa también a la pública salud, y es prestar sabiamente su cooperación en la administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el mayor celo y esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los jóvenes en la religión y buenas costumbres de la manera que dice con los cristianos: de ello depende en gran manera la salud de cada uno de los Estados.
Igualmente y de modo general es útil y honesto que la obra de los católicos salga, como si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también al gobierno supremo. Decimos de modo general, porque estas enseñanzas nuestras se dirigen a todas las naciones; pero puede darse en alguna parte el caso que, por gravísimas y muy justas causas, no convenga en modo alguno ocupar el mando del Estado ni desempeñar cargos políticos. Pero de modo general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en las cosas públicas sería tan reprensible como no poner empeño ni trabajo alguno para la común utilidad, tanto más cuanto que los católicos, por imperativo de la doctrina misma que profesan, son impelidos a una gestión íntegra y fiel. En cambio, si ellos están mano sobre mano, fácilmente tomarán las riendas del mando otros, cuyas ideas no han de ofrecer ciertamente grande esperanza de bienandanza. Y ello iría también junto con el daño del nombre cristiano, como quiera que tendrán el máximo poder los que son de ánimo hostil a la Iglesia, y mínimo, los que la aman.
Por lo tanto, es evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir en el gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para aprobar lo que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para dirigir, en lo posible, estos mismos regímenes al bien público auténtico y verdadero, con la determinación de infiltrar en las venas todas del Estado, como savia y sangre salubérrima, la sabiduría y virtud de la religión católica...
... A fin de que la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de recriminarse, entiendan todos que la integridad de la profesión católica no es compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al naturalismo o racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus cimientos las instituciones cristianas y sentar en la sociedad, sin tener en cuenta a Dios, el dominio del hombre.
Tampoco es lícito seguir privadamente una forma de deber y otra en público, es decir, que privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y públicamente se rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y obligar al hombre a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario ha de ser consecuente siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno de vida ha de desviarse de la virtud cristiana.
Mas si la cuestión versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor forma de gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente, sobre estos asuntos puede darse legítima disensión.
Así, pues, no consiente la justicia que a quienes por otra parte son conocidos por su piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente los decretos de la Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de opinión acerca de esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia serla si se los acusara de sospecha o violación de la fe católica, cosa, de que nos dolemos haber más de una vez sucedido.
Tengan absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por escrito sus ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la verdad en esta lucha en que se ponen en juego los intereses supremos, no hay que dar lugar alguno a disensiones intestinas o a miras de partidos, sino con ánimos unidos y con un solo empeño, todos deben tender a lo que es propósito común de todos: la salvación de la Religión y del Estado. Si hubo, pues, antes algún disentimiento, hay que pisotearlo con voluntario olvido; si en algo se ha obrado injusta o temerariamente, tenga quien tuviere la culpa, ha de compensarse por la mutua caridad y resarcirse principalmente por la obediencia de todos a la Sede Apostólica.
Por este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera preclaras, una cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de las malas doctrinas y concupiscencias.
LEON XIII, 1878-1903

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