[De la Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846]
Porque sabéis, venerables Hermanos, que estos enconadísimos enemigos del nombre cristiano, míseramente arrebatados de cierto ímpetu ciego de loca impiedad, han llegado a punto tal de temeridad de opinión que abriendo sus bocas con audacia totalmente inaudita para blasfemar contra Dios [cf. Apoc. 13, 6] no se avergüenzan de enseñar manifiesta y públicamente que los misterios sacrosantos de nuestra religión son ficciones y pura invención de los hombres, que la doctrina de la Iglesia se opone al bien y provecho de la sociedad humana [v. 1740], y no tiemblan de renegar de Cristo mismo y de Dios. Y para más fácilmente burlarse de los pueblos y engañar principalmente a los incautos e ignorantes y arrebatarlos consigo al error, fantasean que sólo a ellos les son conocidos los caminos de la prosperidad, y no dudan de arrogarse el nombre de filósofos, como si la filosofía, que versa toda entera en la investigación de la verdad de la naturaleza, tuviera que rechazar aquellas cosas que el mismo supremo y clementísimo autor de toda la naturaleza, Dios, se ha dignado manifestar a los hombres por singular beneficio y misericordia, para que alcancen la verdadera felicidad y salvación.
De ahí que con un género de argumentaciones ciertamente retorcido y falacísimo, no paran jamás de apelar a la fuerza y excelencia de la razón humana y de exaltarla contra la fe santísima de Cristo y audacísimamente gritan que ésta se opone a la razón humana [v. 1706]. Nada ciertamente puede inventarse o imaginarse más demente, nada más impío, nada que más repugne a la razón misma. Porque, si bien la fe está por encima de la razón, no puede, sin embargo, hallarse jamás entre ellas verdadera disención alguna ni verdadero conflicto, como quiera que ambas nacen de una y misma muente, la de la verdad inmutable y eterna, que es Dios óptimo y máximo, y de tal manera se prestan mutua ayuda que la recta razón demuestra, protege y defiende la verdad de la fe, y la fe libra a la razón de todos los errores y maravillosamente la ilustra, confirma y perfecciona con el conocimiento de las cosas divinas [v. 1799].
Ni es menor ciertamente la falacia, Venerables Hermanos, con que estos enemigos de la divina revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso humano, con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían introducirlo en la religión católica, como si la religión misma no fuera obra de Dios, sino de los hombres o algún invento filosófico que pueda perfeccionarse por procedimientos humanos [cf. 1705]. A éstos que tan míseramente deliran, se aplica muy oportunamente lo que Tertuliano echaba en cara a los filósofos de su tiempo: “Que presentaron un cristianismo estoico o platónico o dialéctico” y a la verdad, como quiera que nuestra santísima religión no fue inventada por la razón humana, sino manifestada clementísimamente por Dios a los hombres, a cualquiera se le alcanza fácilmente que la religión misma toma toda su fuerza de la autoridad del mismo Dios que habla, y que no puede jamás ser guiada ni perfeccionada de la razón humana.
Ciertamente, la razón humana, para no ser engañada ni errar en asunto de tanta importancia, es menester que inquiera diligentemente el hecho de la revelación, para que le conste ciertamente que Dios ha hablado, y prestarle, como sapientísimamente enseña el Apóstol, un obsequio razonable [Rom. 12, 1]. Porque ¿quién ignora o puede ignorar que debe darse toda fe a Dios que habla y que nada es más conveniente a la razón que asentir y firmemente adherirse a aquellas cosas que le consta han sido reveladas por Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos?
Pero, ¡cuántos, cuán maravillosos, cuán espléndidos argumentos tenemos a mano, por los cuales la razón humana se ve sobradamente obligada a reconocer que la religión de Cristo es divina “y que todo principio de nuestros dogmas tomó su raíz de arriba, del Señor de los cielos” y que por lo mismo nada hay más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo y que se apoye en más firmes principios. Como es sabido, esta fe, maestra de la vida, indicadora de la salvación, expulsadora de todos los vicios y madre fecunda y nutridora de las virtudes, confirmada por el nacimiento, vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, profecías de su divino autor y consumador Jesucristo, brillando por doquier por la luz de la celeste doctrina y enriquecida por los tesoros de los dones celestes, clara e insigne sobre todo por las predicciones de tantos profetas, por el esplendor de tantos milagros, por la constancia de tantos mártires, por la gloria de tantos santos, llevando delante las saludables leyes de Cristo, y adquiriendo fuerzas cada día mayores por las mismas persecuciones, invadió con solo el estandarte de Cristo el orbe universo por tierra y mar, desde oriente a occidente y, desbaratada la falacia de los ídolos, alejada la niebla de los errores y triunfando de los enemigos de toda especie, ilustró con la lumbre del conocimiento divino a todos los pueblos, gentes y naciones, por bárbaros que fueran en su inhumanidad, por divididos que estuvieran por su índole, costumbres, leyes e instituciones, y sometiólos al suavísimo yugo del mismo Cristo, anunciando a todos la paz, anunciando los bienes [Is. 52, 7]. Todos estos hechos brillan ciertamente por doquiera con tan grande fulgor de la sabiduría y del poder divino que cualquier mente y pensamiento puede con facilidad entender que la fe cristiana es obra de Dios.
Así, pues, conociendo clara y patentemente por estos argumentos, a par luminosísimos y firmísimos, que Dios es el autor de la misma fe, la razón humana no puede ir más allá, sino que rechazada y alejada totalmente toda dificultad y duda, es menester que preste a la misma fe toda obediencia, como quiera que tiene por cierto que ha sido por Dios enseñado cuanto la fe misma propone a los hombres para creer y hacer.
PIO IX 1846-1878