Hay, además, Venerables Hermanos, varones distinguidos por su erudición que confiesan ser con mucho la religión el don más excelente hecho por Dios a los hombres, pero que tienen en tanta estima la razón humana, la exaltan en tanto grado, que piensan muy neciamente ha de ser equiparada con la religión misma. De ahí que, según su vana opinión, las disciplinas teológicas habrían de ser tratadas de la misma manera que las filosóficas, siendo así que aquéllas se apoyan en los dogmas de la fe, a los que nada supera en firmeza, nada en estabilidad; y éstas se explican e ilustran por la razón humana, lo más incierto que pueda darse, como quiera que es varia según la variedad de los ingenios y está expuesta a innumerables falacias e ilusiones. Y así, rechazada la autoridad de la Iglesia, quedó abierto campo anchísimo a todas las más difíciles y recónditas cuestiones, y la razón humana, confiada en sus débiles fuerzas, corriendo con demasiada licencia, resbaló en torpísimos errores que no tenemos ni tiempo ni ganas de referir aquí, mas que os son bien conocidos y averiguados, y que han redundado en daño, y daño grandísimo, para la religión y el estado. Por lo cual es menester mostrar a esos hombres que exaltan más de lo justo las fuerzas de la razón humana, que ello es llanamente contrario a aquella verdaderísima sentencia del Doctor de las gentes: Si alguno piensa que sabe algo, no sabiendo nada, a sí mismo se engaña [Gal. 6, 3]. Hay que demostrarles cuánta arrogancia sea investigar hasta el fondo misterios que el Dios clementísimo se ha dignado revelarnos, y atreverse a alcanzarlos y abarcarlos con la flaqueza y estrecheces de la mente humana, cuando ellos exceden con larguísima distancia las fuerzas de nuestro entendimiento que, conforme al dicho del mismo Apóstol, debe ser cautivado en obsequio de la fe [cf. 2 Cor. 10, 5].
Y estos seguidores o, por decir mejor, adoradores de la razón humana, que se la proponen como maestra cierta y que por ella guiados se prometen toda clase de prosperidades, han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa herida fue infligida a la naturaleza humana por la culpa del primer padre, como que las tinieblas se difundieron en la mente, y la voluntad quedó inclinada al mal. De ahí que los más célebres filósofos de la más remota antigüedad, si bien escribieron muchas cosas de modo preclaro; contaminaron, sin embargo, sus doctrinas con gravísimos errores. De ahí aquella continua lucha que experimentamos en nosotros, de que habla el Apóstol: Siento en mis miembros una ley que combate contra la ley de mi mente [Rom. 7, 23].
Ahora bien, cuando consta que la luz de la razón está extenuada por la culpa de origen propagada a todos los descendientes de Adán, y cuando el género humano ha caído misérrimamente de su primitivo estado de justicia e inocencia, ¿quién tendrá la razón por suficiente para alcanzar la verdad? ¿Quién, entre tan grandes peligros y tan grande flaqueza de fuerzas para resbalar y caer, negará serle necesarios para la salvación los auxilios de la religión divina y de la gracia celeste? Auxilios que ciertamente concede Dios con gran benignidad a aquellos que con humilde oración se los piden, como quiera que está escrito: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes [Iac. 4, 6]. Por eso, volviéndose antaño Cristo Señor al Padre, afirmó que los altísimos arcanos de las verdades no fueron manifiestos a los prudentes y sabios de este siglo que se engríen de su talento y doctrina y se niegan a prestar obediencia a la fe, sino a los hombres humildes y sencillos que se apoyan en el oráculo de la fe divina y a él dan su asentimiento [cf. Mt. 11, 25; Lc. 10, 21].
Este saludable documento es menester que lo inculquéis en los ánimos de aquellos que hasta punto tal exageran las fuerzas de la razón humana, que se atreven con ayuda de ella a escudriñar y explicar los misterios mismos. Nada más inepto, nada más insensato. Esforzaos en apartarlos de tamaña perversión de mente, exponiéndoles para ello que nada más excelente ha sido dado por Dios a los hombres que la autoridad de la fe divina; que ésta es para nosotros como una antorcha en las tinieblas, ésta el guía que hemos de seguir para la vida, ésta nos es necesaria absolutamente para la salvación, pues que sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y: El que no creyere se condenará [Mc. 16,16].
Otro error y no menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura, después de la muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe católica y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos a poner limites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros querer escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral, para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible hallar el camino de la eterna salvación. Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.
En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de señalar los limites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito.
Por lo demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con demasiada amplitud.
PIO IX 1846-1878