[Del Decreto del Santo Oficio Lamentabili, de 3 de julio de 1907]
1. La ley eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que tratan de las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la crítica o exégesis científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento.
2, La interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y corrección de los exegetas.
3. De los juicios y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y más elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con los más verídicos orígenes de la religión cristiana.
4. El magisterio de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.
5. Como quiera que en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades reveladas, no toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las aserciones de las disciplinas humanas.
6. En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones comunes de la discente.
7. Al proscribir los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles asentimiento interno alguno, con que abracen los juicios por ella pronunciados.
8. Deben considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las reprobaciones de la Sagrada Congregación del Índice y demás Congregaciones romanas.
9. Excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.
10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles.
11. La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.
12. Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos puramente humanos.
13. Las parábolas evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este modo dieron razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los judíos.
14. En muchas narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es verdad, cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso.
15. Los evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta llegar a un canon definitivo y constituido; en ellos, por ende, no quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.
16. Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica.
17. El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.
18. Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la Iglesia al final del siglo I.
19. Los exegetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las Escrituras con más fidelidad que los exegetas católicos.
20. La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación para con Dios.
21. La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los Apóstoles.
22. Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se elaboró con trabajoso esfuerzo.
23. Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; de suerte que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la Iglesia cree verdadarísimos y certísimos.
24. No se debe desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no niegue los dogmas mismos.
25. El asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de probabilidades.
26. Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.
27. La divinidad de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.
28. Al ejercer su ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que Él era el Mesías, ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.
29. Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.
30. En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural hijo de Dios.
31. La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana.
32. El sentido natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo que nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de Jesucristo.
33. Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas que o Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico o que la mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios sinópticos carece de autenticidad.
34. El crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por limite alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas.
35. Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica.
36. La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros hechos.
37. La fe en la resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho mismo de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios.
38. La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino solamente paulina.
39. Las opiniones sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos los Padres de Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones dogmáticos, distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes investigan históricamente el cristianismo.
40. Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y acontecimientos, interpretaron cierta idea e intención de Cristo.
41. Los sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la presencia siempre benéfica del Creador.
42. La comunidad cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo como rito necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión cristiana.
43. La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia.
44. Nada prueba que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado por los Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y confirmación, nada tiene que ver con la historia del cristianismo primitivo.
45. No todo lo que Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1 Cor. 11, 23-25], ha de tomarse históricamente.
46. En la primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que la penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se llamaba con el nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento ignominioso.
47. Las palabras de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son retenidos [Ioh. 2, 22-23] no se refieren al sacramento de la penitencia, sea lo que fuere de lo que plugo afirmar a los Padres del Tridentino.
48. Santiago, en su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento alguno de Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta costumbre ve tal vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con que lo tomaron los teólogos que establecieron la noción y el número de los sacramentos.
49. Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica, los que acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal.
50. Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de vigilar, fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos para atender a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero no propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.
51. En la Iglesia, el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la nueva ley sino muy tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera tenido por sacramento, era necesario que precediera la plena explicación teológica de la doctrina de los sacramentos y de la gracia.
52. Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de durar por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en la mente de Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente con el fin del mundo.
53. La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua evolución.
54. Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio.
55. Simón Pedro ni sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado por Cristo el primado de la Iglesia.
56. La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por ordenación de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas.
57. La Iglesia se muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y teológicas.
58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él.
59. Cristo no enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los tiempos y a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.
60. La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego jónica y finalmente helénica y universal.
61. Puede decirse sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el primero del Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina totalmente idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por ende ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico que para el teólogo.
62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para los cristianos de nuestro tiempo.
63. La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, pues obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse con los progresos modernos.
64. El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo Encarnado y la redención.
65. El catolicismo actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal.
Censura: “Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Eminentísimos Padres y mandó que todas y cada una de las proposiciones arriba enumeradas fueran por todos tenidas como reprobadas y proscritas” (v. 2114).
SAN Pío X, 1903-1914