[De la carta Tuas libenter, al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863]
... Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la obediencia debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído para guardar la integridad de toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos católicos, míseramente engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y chillan contra los Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v. 1712], y se exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica, que fue constituída por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.
Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores [v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica según el método de los mismos doctores y según los principios sancionados por el común sentir de todas las escuelas católicas; sino que exaltó también muy frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo baluarte de la fe y arma formidable contra sus enemigos...
A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes, que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron con seguridad cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias. Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana, circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del entendimiento divino que maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana. Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios principios conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus cultivadores católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una estrella conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos por ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o menor grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por Dios.
De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709]. A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer en sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.
Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si sólo se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la Iglesia. Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe.
Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y constante sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra especie.
PIO XIX 1846-1878