[De la Encíclica Satis cognitum, de 29 de junio de 1896]
... A la verdad, que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo consta para todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras, que ningún cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores que a muchos desvían del camino. Ciertamente, no sólo el origen, sino toda la constitución de la Iglesia pertenece al género de cosas que proceden de la libre voluntad ¡ por lo tanto, toda la cuestión está en saber lo que realmente se ha hecho, y lo que hay que averiguar no es precisamente de qué modo puede la Iglesia ser una, sino de qué modo quiso que fuera una Aquel que la fundó.
Ahora bien, si se mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó a la Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran a la Iglesia indivisible y única, a la manera que profesamos en el Símbolo de la fe: Creo en una sola Iglesia... Y es así que cuando Jesucristo hablara de este místico edificio, sólo recuerda a una sola Iglesia, a la que llama suya: Edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18]. Cualquiera otra que fuera de ésta se imagine, al no ser fundada por Jesucristo, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo... Así, pues, la salvación que nos adquirió Jesucristo, y juntamente todos los beneficios que de ella proceden, la Iglesia tiene el deber de difundirlos ampliamente a todos los hombres y propagarlos a todas las edades. Consiguientemente, por voluntad de su fundador, es necesario que sea única en todas las tierras en la perpetuidad de los tiempos... Es, pues, la Iglesia de Cristo única y perpetua. Quienquiera de ella se aparta, se aparta de la voluntad y prescripción de Cristo Señor y, dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.
Mas el que la fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza que cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí por tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola nación, un sólo reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados en una sola esperanza de vuestro llamamiento [Eph. 4, 4]... Mas el necesario fundamento de tan grande y absoluta concordia entre los hombres es el acuerdo y unión de las inteligencias, de donde naturalmente se engendra la conspiración de las voluntades y la semejanza de las acciones... Consiguientemente, para aunar las inteligencias, para lograr y conservar la concordia del sentir, por más que existieran las Letras Divinas, era de todo punto necesario otro principio distinto...
Por lo cual instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del Espíritu de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y severísimamente mandó que sus enseñanzas fueran recibidas como suyas... Este es consiguientemente sin duda alguna el deber de la Iglesia: conservar la doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta...
Mas a la manera que la doctrina celeste jamás fue abandonada al arbitrio e ingenio de los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fue luego separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido divinamente conferida facultad de realizar y administrar los divinos misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar...
Por lo cual Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos habían de ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y de corazón, de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo legítimamente asociado: uno por la comunidad de fe, de fin y de medios conducentes al fin, y sujeto a una sola y misma potestad... Por tanto, la Iglesia es sociedad, por su origen, divina; por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin, sobrenatural; mas en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana...
Como el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la fe, por el régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en cuanto al orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está debidamente unido con Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está sometido y obedece; en otro caso, necesariamente se diluye en una muchedumbre confusa y perturbada. Para conservar debidamente la unidad de fe y comunión, no basta desempeñar una primacía de honor, no basta una mera dirección, sino que es de todo punto necesario la verdadera autoridad y autoridad suprema, a que ha de someterse toda la comunidad... De ahí aquellas singulares denominaciones de los antiguos aplicadas al bienaventurado Pedro, que pregonan brillantemente estar él colocado en el más alto grado de dignidad y de poder. Llaman a cada paso príncipe del colegio de los discípulos, príncipe de los santos Apóstoles, corifeo de su coro; boca de los Apóstoles todos; cabeza de aquella familia; puesto al frente del orbe de la tierra; primero entre los Apóstoles; cima de la Iglesia...
Pero es cosa que se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la constitución divina, ser de derecho que los obispos estén individualmente sujetos a la jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que lo estén todos juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio mismo de los obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras, la Iglesia no dejó de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por estas causas, por el Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una opinión nueva, sino que se afirmó la fe, vieja y constante, de todos los siglos. Ni tampoco, en verdad, el que unos mismos súbditos estén sometidos a doble potestad, engendra confesión alguna en el gobierno. Sospechar nada semejante, nos lo prohíbe en primer lugar la sabiduría de Dios, por cuyo designio se ha constituido esta suerte de régimen. Y hay que observar, en segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas y las mutuas relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual categoría, sin dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano Pontífice es suprema, universal y enteramente independiente; pero la de los obispos está circunscrita a ciertos límites y no es enteramente independiente...
Mas los Romanos Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie que se conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituido; y por eso, así como defienden su propia autoridad con el cuidado y vigilancia que es debido; así se han esforzado y se esforzarán constantemente porque a los obispos quede a salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta obediencia se tributa a los obispos, todo lo consideran ellos como tributado a sí mismos.
LEON XIII, 1878-1903