Cuando el Hijo eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso tomar naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano entero un místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el libérrimo consentimiento de la que estaba designada para madre suya y que representaba en cierto modo la persona del humano linaje, conforme a aquella ilustre y de todo punto verdadera sentencia del Aquinate: “Por la Anunciación se esperaba que la Virgen, en representación de toda la naturaleza humana, diera su consentimiento”.
De ahí, no menos verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro que trajo el Señor —porque la gracia y la verdad fue hecha por medio de Jesucristo [Ioh. 1, 17]— nada se nos distribuye sino por medio de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a Cristo sino por su madre.
[De la Encíclica Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896]
Nadie, efectivamente, puede ser pensado que haya contribuido o haya jamás de contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres con Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable consentimiento “en representación de toda la naturaleza humana” recibió el mensaje del misterio de la paz que fue traído por el ángel a la tierra. Ella es de quien ha nacido Jesús [Mt. 1, 16], es decir, verdadera madre suya y, por esta causa, digna y muy acepta medianera para el mediador.
LEON XIII, 1878-1903