[De la Encíclica Providentissimus Deus, de 18 de noviembre de 1893]
... Como sea necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la interpretación, el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el de aquellos que dan a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los libros, y el de los que se detienen más de lo debido en una parte determinada de uno solo... Para esta labor tomará como ejemplar la versión Vulgata que el Concilio Tridentino, decretó fuera tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputas, predicaciones y exposiciones [v. 785], y recomendada también por uso cotidiano de la Iglesia. Tampoco, sin embargo, habrá de dejarse de tener en cuenta las otras versiones que alabó y usó la antigüedad cristiana, y sobre todo los códices originales. Porque si bien en cuanto al fondo, de las dicciones de la Vulgata brilla bien el sentido del griego y del hebreo, sin embargo, si algo se ha trasladado allí ambiguamente o de modo menos exacto, será de provecho, según consejo de San Agustín, el examen de la lengua original.
... El Concilio Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando el decreto del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra de Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que mantuvo y sigue manteniendo la Santa Madre Iglesia; a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas; y que por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura contra este sentido ni tampoco contra el unánime consentimiento de los Padres [v. 786 y 1788]. Por esta ley llena de sabiduría, la Iglesia no retarda ni impide la investigación de la ciencia bíblica, sino que más bien la preserva de todo error y en gran manera contribuye a su verdadero progreso. Porque a cada maestro particular se le abre un amplio campo en que puede gloriosamente y con provecho de la Iglesia campear con paso seguro su pericia de intérprete. Ciertamente, en los lugares de la divina Escritura que aún esperan una determinada y definida exposición, puede así suceder por el suave designio de Dios providente que por una especie de estudio preparatorio madure el juicio de la Iglesia; y en los lugares ya definidos, puede igualmente el maestro privado ser de provecho, o explicándolos con más claridad al pueblo fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos, o defendiéndolos con más insigne victoria contra los adversarios...
En lo demás ha de seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma suprema la doctrina católica, tal como es recibida por ]a autoridad de la Iglesia... De donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella interpretación que o hace que los autores inspirados se contradigan de algún modo entre sí, o se opone a la doctrina de la Iglesia...
Ahora bien, los Santos Padres que, “después de los Apóstoles plantaron, regaron, edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya acción creció ella”, tienen autoridad suma siempre que explican todos de modo unánime un texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres...
La autoridad de los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin embargo, como quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un progreso continuo, también a los comentarios de estos autores hay que tributarles el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse oportunamente muchas cosas para refutar a los contrarios y resolver las dificultades. Mas lo que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o despreciadas las obras egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros, se prefieran los libros de los heterodoxos y, con peligro inmediato de la sana doctrina y, no raras veces, con detrimento de la fe, se busque en ellos la explicación de pasajes en que los católicos, de mucho tiempo atrás, ejercitaron, con óptimo resultado, sus ingenios y trabajos...
... La primera de estas ayudas para la interpretación es el estudio de las antiguas lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica ... Es, pues, necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los teólogos que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos fueron primeramente escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y por la misma razón es menester que sean suficientemente doctos y ejercitados en la verdadera disciplina del arte critica; pues, perversamente y con daño de la religión, se ha introducido un artificio que se honra con el nombre de “alta critica” por la que se juzga del origen, integridad y autenticidad de un libro cualquiera por solas las que llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que en cuestiones históricas, como el origen y conservación de los libros, deben prevalecer sobre todo los testimonios de la historia, y ésos son los que con más ahínco han de investigarse y discutirse; en cambio, las razones internas no son las más de las veces de tanta importancia que puedan invocarse en el pleito, si no es a modo de confirmación... Ese mismo género de “alta crítica” que preconizan vendrá finalmente a parar a que cada uno siga su propio interés y prejuicio en la interpretación...
Al maestro, de la Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el conocimiento de las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y refutará las objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos. A la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando cautamente seguir el aviso de San Agustín de “no afirmar nada temerariamente ni dar lo desconocido por conocido”; pero si, no obstante, disintieren en cómo ha de portarse el teólogo, he aquí en compendio la regla por él mismo ofrecida: “Cuanto ellos —dice— pudieren demostrarnos por argumentos verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es contrario a nuestras letras, mas cuanto presentaren de cualesquiera libros suyos como contrario a nuestras letras, es decir, a la fe católica, o mostrémoselo también por algún medio o sin vacilación creamos que es cosa de todo punto falsa. Acerca de la justeza de esta regla es de considerar en primer lugar que los escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba, no quiso ensenar a los hombres esas cosas (es decir la intima constitución de las cosas sensibles), como quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación”; por lo cual, más bien que seguir directamente la investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo, y aún ahora acostumbra, en muchas materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más impuestos en la ciencia.
Ahora bien, como el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó también el doctor Angélico), “ha seguido aquello que sensiblemente aparece”, o sea, lo que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera humana para ser entendido por ellos.
Ahora, de que haya que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que concluir que deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su interpretación emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les sucedieron, como quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar los pasajes en que se trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron tan de acuerdo con la verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no son tan aceptables. Por ello, hay que distinguir cuidadosamente en sus explicaciones qué es lo que realmente ensenan como perteneciente a la fe o íntimamente ligado con ella, qué es lo que ensenan con unánime sentir; porque “en lo que no es necesidad de la fe, lícito fue a los Santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros”, conforme al sentir de Santo Tomás, el cual, en otro lugar, se expresa muy prudentemente: “Paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente sintieron los filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben afirmarse como dogmas de fe, si bien a veces puedan introducirse bajo el nombre de los filósofos, ni deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de menospreciar la doctrina de la fe”.
A la verdad, aun cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las Escrituras rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la naturaleza afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas ensenadas por aquéllos como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta repudiadas. Y si los físicos, traspasando las fronteras de su disciplina, invaden por la perversidad de sus ideas, el dominio de la filosofía, a los filósofos debe dejar su refutación el intérprete teólogo.
Esto mismo será bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines, principalmente a la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que investigan a fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los monumentos de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y los testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que su autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos con ánimo demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como quiera que de tal modo se fían de los libros profanos y de los documentos de la antigüedad, como si en ellos no cupiera ni sospecha siquiera de error; en cambio, por una apariencia de error sólo imaginada y no honradamente discutida, niegan a los libros de la Sagrada Escritura una fe siquiera igual.
Puede ciertamente suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas al transcribir menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con consideración y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en que se haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos pasajes permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento, mucho contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente ilícito ora limitar ]a inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no vacilan en sentar que ]a inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada mas...
Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea autor de error alguno.
Ésta es la antigua y constante fe de la Iglesia, definida también por solemne sentencia en los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783 ss] y confirmada finalmente y más expresamente declarada en el Concilio Vaticano, que promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento... tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados, se le hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo los impulsó y movió, de tal modo los asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente habrían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro caso, no sería Él, autor de toda la Escritura Sagrada... Hasta punto tal estuvieron los Padres y Doctores todos absolutamente persuadidos de que las divinas Letras, tal como fueron publicadas por los hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna contrariedad o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.
Valga en general lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: “Si tropiezo en esas Letras con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino que o el códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el original, o yo no he entendido nada...”.
... Muchas cosas efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han lanzado durante mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han envejecido totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no pertenecientes propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron en otro tiempo propuestas de pasajes en que más tarde vio más rectamente una investigación más penetrante. En efecto, el tiempo borra las fantasías de las opiniones, pero “la verdad permanece y cobra fuerzas eternamente”.
LEON XIII, 1878-1903