[De la Encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890]
Y nadie objete que Jesucristo, conservador y vengador de la Iglesia, no necesita para nada de la ayuda de los hombres. Porque no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su bondad, quiere Él que también de nuestra parte pongamos algún trabajo para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha granjeado.
Lo primero que este deber nos exige es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y, en cuanto cada uno pudiere, propagarla... A la verdad, el cargo de predicar, es decir, de enseñar toca por derecho divino a los maestros, que el Espíritu Santo puso por obispos para regir a la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] y señaladamente al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo, puesto con suprema potestad al frente de la Iglesia universal, maestro de la fe y de las costumbres. Nadie piense, sin embargo, que se prohíbe a los particulares poner alguna industria en este asunto, aquellos particularmente a quienes dio Dios facilidad de ingenio juntamente con celo de obrar el bien. Éstos, siempre que la ocasión lo pida, muy bien pueden no precisamente arrogarse oficio de maestros, sino repartir a los demás lo que ellos han recibido y ser como un eco de la voz de los maestros. Es más, la cooperación de los particulares hasta punto tal pareció oportuna y fructuosa a los Padres del Concilio Vaticano que juzgaron había a todo trance que reclamarla: “Por las entrañas de Jesucristo suplicamos a todos sus fieles...” [v. 1819]. Por lo demás acuérdense todos que pueden y deben sembrar la doctrina católica con la autoridad del ejemplo y predicarla con la constancia en profesarla. Entre los deberes, por ende, que nos ligan con Dios y con la Iglesia, hay que contar particularmente éste de que cada uno trabaje y se intruye cuanto pueda en propagar la verdad cristiana y rechazar los errores.
LEON XIII, 1878-1903