[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
El sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un instrumento del divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los tiempos aquella obra suya admirable que, reintegrando con superior eficacia a toda la sociedad humana, la condujo a un culto más excelso. Más aún, él es, como solemos decir con toda razón, “otro Cristo”, puesto que representa su persona, según aquellas palabras: Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío [Ioh. 20, 21]; y del mismo modo que su Maestro por voz de los ángeles, así él canta Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz a los hombres de buena voluntad [cf. Lc. 2, 14]...
Tales poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son caducos y pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del carácter indeleble, impreso en su alma por el que, a semejanza de Aquel, de cuyo sacerdocio participa se ha hecho Sacerdote para siempre [Ps. 109, 4]. Y aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales; jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal. Además, por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este carácter sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le concede también una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, a condición de que fielmente secunde con su libre cooperación la virtud de los celestes dones divinamente eficaces, podrá responder de manera ciertamente digna y con ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio recibido...
De estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también resultar alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado “en la herencia del Señor”, no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos terrenos, pueda resucitar la gracia de Dios [cf. 2 Tim. 1, 6]; pues, como quiera que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo perpetuo, no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: “Haz en adelante buenos tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la santidad de la vida no precedió, que siga al menos”. La gracia que Dios da comúnmente y que da por peculiar razón al que recibe el sacramento del orden, sin duda le ayudará también a él, con tal que en verdad quiera, no sólo para corregir lo que en un principio fue tal vez viciosamente puesto, sino para entender y cumplir los deberes de su vocación.
PIO XI
[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]
Aquella concepción, Venerables Hermanos, que atribuye al Estado un poder casi infinito, resulta un error pernicioso no sólo para la vida interna de las naciones y para su próspero desenvolvimiento, sino que daña también a las mutuas relaciones entre los pueblos, como quiera que rompe aquella unidad con que es menester que todos los Estados estén entre sí enlazados, despoja al derecho de gentes de su fuerza y su firmeza y, abriendo el camino a la violación de los derechos ajenos, hace en extremo difícil la pacífica y tranquila convivencia.
Porque es así que, si bien el género humano, por ley de orden natural establecida por Dios, se divide en clases de ciudadanos y también en naciones y Estados que, en lo que atañe a la organización de su régimen interno, son independientes unos de otros; todavía está ligado por mutuos vínculos en materia jurídica y moral, y viene a unirse en una universal y grande comunidad de pueblos que se destina a conseguir el bien de todas las naciones y se rige por las normas peculiares que protegen la unidad y promueven su prosperidad.
Ahora bien, no hay quien no vea que estos supuestos derechos del Estado absolutísimos, y que a nadie absolutamente han de sujetarse, están en abierta contradicción con esta ley inmanente y natural, y fundamentalmente la destruyen; y no es menos evidente que aquel poder Absoluto deja al arbitrio de los gobernantes los legítimos pactos con que las naciones se unen entre sí, e impide la concordia de todos los ánimos y la entrega mutua a una eficaz colaboración. Esto ciertamente exigen, Venerables Hermanos, las armónicas y duraderas relaciones de los Estados, exígelo los vínculos de la amistad, de los que sólo bienes han de nacer, que los pueblos reconozcan debidamente y debidamente obedezcan a los principios y normas del derecho natural, que ha de regir las relaciones entre las naciones. Por manera semejante, esos mismos principios mandan que a cada uno se le respete su libertad y a todos se les concedan aquellos derechos por los que han de vivir y llegar, por el camino del progreso civil, a una prosperidad cada día mayor; y mandan, finalmente, que los pactos estipulados y sancionados conforme al derecho de gentes, se guarden íntegra e inviolablemente.
No hay duda alguna que sólo podrán convivir pacíficamente las naciones, sólo podrán regirse por relaciones públicas y jurídicamente estatuidas, cuando exista mutua confianza, cuando todos estén persuadidos de que por una y otra parte se ha de guardar incólume la fe dada, cuando todos tengan por axioma que es mejor la sabiduría que las armas bélicas [cf. Eccl. 9, 18]; y además, cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren dilaciones, controversias, dificultades y cambios, todo lo cual puede originarse no solamente de mala voluntad, sino de un cambio de circunstancias y de un conflicto real de intereses.
Por otra parte, separar el derecho de gentes del derecho divino para que estribe como único fundamento en el arbitrio de los rectores del Estado, no otra cosa significa que derrocar al mismo derecho del trono de su honor y de su firmeza, y entregarlo al excesivo y apasionado afán del interés privado y público, únicamente preocupado de hacer valer los propios derechos, desconociendo los ajenos.
Cierto que en el decurso del tiempo, por un cambio sustancial de las circunstancias que al firmar el pacto no se preveían y quizá ni podían preverse, puede un pacto integro o algunas de sus cláusulas resultar o parecer injusto para una de las partes estipulantes o, por lo menos, serle demasiado gravosas o no poderse, en fin, llevar a la práctica. Si esto sucede, no hay duda que debe oportunamente acudirse a una leal y honrada discusión para modificar oportunamente el pacto o sustituirlo por otro. Mas tenerlos por cosas transitorias y caducas y atribuirse tácitamente el poder de rescindirlos siempre que así parezca exigirlo el propio interés, por propia cuenta, sin consultar y hasta despreciando al otro pactante, es procedimiento que destruye infaliblemente la debida fe mutua entre los Estados y, por tanto, se trastorna fundamentalmente el orden de la naturaleza, y pueblos y naciones se separan entre sí por abismos enormes, imposibles de llenar.
PIO XI