[De la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
En ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de sacerdotes, es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido, fueran los conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales durante toda su vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la eterna Divinidad y que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en nombre de la sociedad misma, que tiene realmente obligación de practicar públicamente la religión, de reconocer a Dios como dueño supremo y primer principio, de proponérselo como su último fin, rendirle gracias inmortales y hacérselo propicio. A la verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, si no se los fuerza a obrar contra las leyes más santas de la naturaleza humana, siempre se hallan ministros de las cosas sagradas, aun cuando con harta frecuencia estén al servicio de la superstición; e igualmente, dondequiera los hombres profesan alguna religión, dondequiera erigen un altar, no sólo no carecen de sacerdotes, sino que se les rodea de peculiar veneración.
Sin embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fue distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y rey [Gen. 14, 18], cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y el sacerdocio de Jesucristo [cf. Hebr. 5, 10; 16, 20; 7, 1-11 y 15].
Y si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo, es tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de los hombres en aquellas cosas que atañen a Dios [Hebr. 5, 1], es decir: su ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que puedan parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente eternas...
En las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares oficios, cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que Moisés por inspiración y voluntad de Dios promulgara...
Mas el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus glorias y majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y eterno Testamento dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre del verdadero Dios y Hombre.
El Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza, dignidad y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su sentencia con estas palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 9, 1].
PIO XI