[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
No ignoramos ciertamente que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo peculiar a la habitación del Espíritu Santo en el alma, se interponen muchos velos en los que la misma misteriosa doctrina queda como envuelta en una especie de niebla por la flaqueza de la mente de quienes la investigan. Pero sabemos también que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las varias opiniones y de coincidencias de pareceres, cuando el amor a la verdad y debido acatamiento a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos de luz, con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por tanto, a quienes usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de esta admirable unión nuestra con Cristo. Sin embargo, tengan por norma general e inconcusa, los que no quieran apartarse de la doctrina genuina y del verdadero magisterio de la Iglesia, que han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma de ella que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas, e invadir erróneamente lo divino, de suerte que pudiera decirse de ellos, como propio, uno solo de los atributos de la sempiterna Divinidad. Y además sostendrán firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a la suprema causa eficiente.
También es menester que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras vivamos en este destierro terrestre, jamás puede ser totalmente penetrado, descubierto todo velo, ni expresado por lengua humana. Se dice ciertamente que las divinas Personas inhabitan, en cuanto, estando ellas presentes de manera inescrutable en las almas creadas dotadas de inteligencia, son alcanzadas por ellas por medio del conocimiento y el amor; de modo, sin embargo, que trasciende toda la naturaleza, y totalmente íntimo y singular. Para acercarnos por lo menos un tanto a contemplarla, no ha de descuidarse aquel método que en estas materias mucho encarece el Concilio Vaticano [Ses. 8, Const. de fide Cath. cap. 4; v. 1795]; método que, tratando de adquirir alguna luz, con que conocer siquiera un poco los arcanos de Dios, lo consigue comparando los misterios mismos entre sí y con el fin a que están enderezados. Oportunamente, pues, al hablar nuestro sapientísimo antecesor, León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y el divino Paráclito, que en nosotros habita, vuelve sus ojos a aquella visión beatífica, por la que esta misma trabazón mística alcanzará un día su consumación y perfección en los cielos: “Esta maravillosa unión —dice— que por propio nombre se llama inhabitación, sólo por su condición y estado difiere de aquella por la que Dios abraza a los bienaventurados beatificándolos”. Por esta visión será posible, por modo absolutamente inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy semejante al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad.
PIO XII