Empezaremos con una pregunta: ¿el mérito natural del hombre ejerce alguna influencia en la elección divina a la gracia y a la gloria? Si recordamos el dogma de la absoluta gratuidad de la gracia cristiana, nuestra respuesta debe ser totalmente negativa. A la pregunta sobre si la predestinación divina no toma en consideración las buenas obras sobrenaturales, la Iglesia contesta con la doctrina de que el cielo no es dado a los elegidos por un pacto de Dios puramente arbitrario, sino que es también el premio a los méritos personales de los justificados. Los que buscan la razón de la predestinación solamente en las buenas obras naturales del hombre, evidentemente cometen un error de juicio sobre la naturaleza del cielo cristiano, que es un destino totalmente sobrenatural.
En realidad el dogma católico sobre la predestinación ve la felicidad eterna como la obra de Dios y su gracia, y también como el fruto del premio a las acciones meritorias de los predestinados. Pablo de Tarso dice explícitamente: “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera El el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a esos también los llamó; ya los que llamó, a esos también los justificó. A los que justificó, a esos también los glorificó" (Romanos 8:28-30).
Además del pre-conocimiento y la pre-ordenación eternos, el Apóstol Pablo menciona varios pasos en la predestinación: vocación, justificación y glorificación. Esta creencia ha sido fielmente preservada por la Tradición a lo largo de los siglos, especialmente desde la época de Agustín de Hipona. San Pablo decía al respecto: “Por tanto, hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección” (2ª. Pedro 1:10). Y Agustín de Hipona fue más directo en este sentido: “Si no estás predestinado, actúa de manera que lo estés” (Obras completas de San Agustín XXXV).
En realidad no sabemos si estamos incluidos entre los predestinados o no lo estamos. Todo lo que podemos decir es: “sólo Dios lo sabe”. Pero el Concilio de Trento (siglo XVI) promulgó el siguiente canon: “Si alguien dijera que el hombre regenerado y justificado está obligado por fe a creer que está entre el número de los predestinados, sea anatema” (Sesión VI, canon XV). En verdad una presunción de este tipo no sólo es irracional, sino también contrario a las Sagradas Escrituras: “Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor” (1ª. Corintios 4:4).
La objeción más común hecha a la doctrina de la predestinación es que es injusta. ¿Por qué Dios escogería a ciertas personas y a otras no? El punto más importante que debemos recordar es que ninguno de nosotros merecemos ser salvados porque todos hemos pecado y todos merecemos el castigo eterno. Sin embargo Dios, generosamente, decidió salvar a muchos de nosotros. Dios no está siendo injusto con aquellos que no eligió, porque ellos reciben lo que merecen. El hecho de que Dios fuera clemente con algunos, no lo hace injusto para los otros.
La Biblia dice que todos tenemos la libertad de elegir; todo lo que tenemos que hacer es creer en Jesús y seremos salvos: “Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). La Biblia nunca describe a Dios rechazando a quien cree en él, o alejando a alguien que le haya estado buscando: “Desde allí buscarás a Yahvé, tu Dios, y le encontrarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma” (Deuteronomio 4:29).
De alguna manera, en los misterios de Dios la predestinación trabaja mano a mano con la persona que es conducida por Dios: “Nadie puede venir a mi si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día” (Juan 6:44). Dios predestina a quien será salvado, y debemos elegir a Cristo para dicha salvación. Ambos factores son igualmente verdaderos.
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