Biografia, Pio VI[Libell. memor. pro convoc. conc. nation. § 1]
85. La proposición que enuncia que basta cualquier conocimiento de la historia eclesiástica para que cada uno deba confesar que la convocación del Concilio nacional es una de las vías canónicas para terminar en las Iglesias de las respectivas naciones las controversias que tocan a la religión, entendida en el sentido de que las controversias que tocan a la fe y costumbres surgidas en una Iglesia cualquiera pueden terminarse con juicio irrefragable por medio de un Concilio nacional —como si la inerrancia en materia de fe y costumbres compitiera al Concilio nacional—, es cismática y herética.
Mandamos, pues, a todos los fieles de Cristo de ambos sexos no se atrevan a sentir, enseñar, predicar de dichas proposiciones y doctrinas contra lo que en esta Constitución nuestra está declarado; de suerte que quienquiera las enseñare, defendiere o publicare, todas o alguna de ellas, conjunta o separadamente, o tratare de ellas, aun disputando, pública o privadamente, si no fuere acaso impugnándolas, quede sometido, por el mero hecho, sin otra declaración, a las censuras eclesiásticas y a las demás penas por derecho establecidas contra quienes perpetran actos semejantes.
Por lo demás, por esta expresa reprobación de las predichas proposiciones y doctrinas, en modo alguno intentamos aprobar lo demás que en el mismo libro se contiene, como quiera, mayormente, que en él han sido halladas muchas proposiciones y doctrinas ora afines a las que arriba quedan condenadas, ora que no sólo demuestran temerario desprecio de la doctrina y disciplina común y recibida, sino particularmente ánimo hostil hacia los Romanos Pontífices y la Sede Apostólica. Dos cosas especialmente creemos que deben ser notadas, que si no con mala intención, sí al menos con harta imprudencia se les escaparon al Sínodo acerca del augustísimo misterio de la Santísima Trinidad (§ 2 del Decr. de fide) y que fácilmente pudieran inducir a error, sobre todo a los rudos e incautos.
Primero, que después de haber debidamente advertido que Dios permanece uno y simplicísimo en su ser, al añadir seguidamente que el mismo Dios se distingue en tres personas, malamente se aparta de la forma común y aprobada en las instituciones de la doctrina cristiana, por la que Dios se llama ciertamente uno “en tres personas distintas”, no “distinto en tres personas”; con ese cambio de la fórmula, por la fuerza de las palabras, se desliza el peligro de error de que la esencia divina sea tenida por distinta en las tres personas, siendo así que la fe católica de tal modo la confiesa una en las personas distintas, que a la vez la proclama en sí totalmente indistinta.
Segundo, lo que enseña de las mismas tres divinas personas, que ellas según sus propiedades personales e incomunicables, hablando más exactamente se expresan o llaman Padre, “Verbo”” y Espíritu Santo; como si el nombre de “Hijo” fuera menos propio y exacto, cuando está consagrado por tantos lugares de la Escritura, por la voz misma del Padre bajada de los cielos y de la nube, ora por la fórmula del bautismo prescrita por Cristo, ora por aquella preclara confesión en que Pedro fue por Cristo mismo proclamado “bienaventurado”, y no se hubiera más bien de mantener lo que, por Agustín enseñado, enseñó a su vez el maestro angélico “El nombre de Verbo importa la misma propiedad que el de Hijo”, como quiera que dice Agustín: “En tanto se llama Verbo en cuanto es Hijo”.
Ni debe tampoco pasarse en silencio aquella insigne temeridad, llena de fraudulencia, del Sínodo, que tuvo la audacia no sólo de exaltar con amplísimas alabanzas la declaración de la junta galicana del año 1682 [v. 1322 ss] de tiempo atrás reprobada por la Sede Apostólica, sino de incluirla insidiosamente en el decreto titulado “de la fe”, a fin de procurarle mayor autoridad, de adoptar abiertamente los artículos en aquélla contenidos y de sellar, por la pública y solemne profesión de estos artículos, lo que de modo disperso se enseña a lo largo de ese mismo decreto. Con lo cual no sólo se nos ofrece a nosotros una razón mucho más grave de rechazar el Sínodo que la que nuestros predecesores tuvieron para rechazar aquellos comicios o juntas, sino que se infiere no leve injuria a la misma Iglesia galicana, a la que el Sínodo juzgó digna de que su autoridad fuera invocada para patrocinar los errores de que aquel decreto está contaminado.
Por eso, si las actas de la junta galicana, apenas aparecieron las reprobaron, rescindieron y declararon nulas e inválidas nuestro predecesor, el venerable Inocencio XI por sus Letras en forma de breve del día 11 de abril del año 1682, y luego más expresamente Alejandro VIII por la constitución Inter multiplices del día 4 de agosto de 1680 [v. 1322 ss] en razón de su cargo apostólico; mucho más fuertemente exige de nosotros la solicitud pastoral reprobar y condenar la reciente adopción de ellas, afectada de tantos vicios, hecha en el Sínodo, como temeraria, escandalosa, y, sobre todo después de los decretos publicados por nuestros predecesores, injuriosa en sumo grado para esta Sede Apostólica, como por la presente Constitución nuestra la reprobamos y condenamos y queremos sea tenida por reprobada y condenada.
PIO Vl, 1775-1799