[Del Decreto de la S. Congr. del Conc., de 12 de febrero de 1679]
Aunque el uso frecuente y hasta diario de la sacrosanta Eucaristía fue siempre aprobado en la Iglesia por los santos Padres; nunca, sin embargo, establecieron días determinados cada mes o cada semana o para recibirla con más frecuencia o para abstenerse de ella. Tampoco los prescribió el Concilio de Trento, sino que, como si consigo mismo considerara la humana flaqueza, sin mandar nada, sólo indicó lo que deseaba, cuando dijo: Desearía ciertamente el sacrosanto Concilio que los fieles asistentes a cada misa, comulgaran, recibiendo sacramentalmente la Eucaristía [véase 944]. Y esto no sin razón; porque múltiples son los escondrijos de la conciencia; varias las distracciones del espíritu a causa de los negocios; muchas por lo contrario las gracias y dones de Dios concedidos a los pequeñuelos; todo lo cual, al no sernos posible escudriñarlo por los ojos humanos, nada puede ciertamente estatuirse acerca de la dignidad e integridad de cada uno ni, consiguientemente, sobre la comida más frecuente o diaria de este pan vital.
Y, por tanto, por lo que a los negociantes mismos atañe, el frecuente acceso a recibir el sagrado alimento ha de dejarse al juicio de los confesores, que son los que escudriñan los secretos del corazón, los cuales deberán prescribir a los negociantes laicos y casados lo que vieren ha de ser provechoso a la salvación de ellos, atendida la pureza de sus conciencias, el fruto de la frecuencia de la comunión y el adelantamiento en la piedad.
Mas en los casados adviertan además que, no queriendo el bienaventurado Apóstol que mutuamente se defrauden, sino de común acuerdo por un tiempo, para dedicarse a la oración [1 Cor. 7, 5], deben amonestarles seriamente cuánto más han de darse a la continencia por reverencia a la sacratísima Eucaristía y con cuánta mayor pureza de alma han de acudir a la comunión de los celestes manjares.
La diligencia, pues, de los pastores vigilará sobre todo no en que algunos sean apartados de la frecuente o diaria recepción de la sagrada Comunión por una fórmula única de mandato, ni que se establezcan días en que de modo general haya de recibirse, sino piensen más bien que a ellos les toca discernir por si o por los párrocos y confesores qué haya de permitirse a cada uno; y de modo absoluto prohiban que nadie, ora se acerque frecuentemente, ora diariamente, sea rechazado del sagrado convite; y, no obstante, pongan empeño porque cada uno, según la medida de la devoción y preparación, dignamente guste con mayor o menor frecuencia la suavidad del cuerpo del Señor.
Debe igualmente advertirse a las monjas que piden diariamente la comunión, que comulguen en los días prescritos por la regla de su orden; mas si algunas brillaren por la pureza de su alma y se encendieren por el fervor de espíritu de forma que puedan parecer dignas de más frecuente o diaria recepción del Santísimo Sacramento, séales permitido por los superiores.
Aprovechará también, aparte la diligencia de los párrocos y confesores, valerse igualmente de la ayuda de los predicadores v ponerse de acuerdo con ellos para que cuando los fieles (como deben hacerlo) llegaren a la frecuencia del Santísimo Sacramento, les dirijan inmediatamente la palabra sobre la grande preparación que para recibirlo se requiere y muestren de modo general que quienes se sienten movidos por devoto deseo de ]a recepción más frecuente o diaria de la comida saludable, ora sean negociantes laicos, ora casados o cualesquiera otros, deben reconocer su propia flaqueza, a fin de que por la dignidad del Sacramento y por el temor del juicio divino aprendan a reverenciar la mesa celeste en que está Cristo, y si alguna vez se sienten menos preparados, sepan abstenerse de ella y disponerse para mayor preparación.
Los obispos, empero, en cuyas diócesis está vigorosa tal devoción hacia el Santísimo Sacramento, den gracias a Dios por ella, y ellos deberán alimentarla, empleando la templanza de su prudencia y de su juicio, y se persuadirán sobre todo que su deber les pide no perdonar trabajo ni diligencia para quitar toda sospecha de irreverencia y de escándalo en la recepción del Cordero verdadero e inmaculado y porque las virtudes y dones se acrecienten en los que lo reciben; lo cual sucederá copiosamente si aquellos que, por beneficio de la gracia divina, sienten este devoto deseo, y quieren más frecuentemente fortalecerse con este pan sacratísimo, se acostumbraren a emplear sus fuerzas y a probarse a si mismos con temor y caridad...
Ahora bien, los obispos y párrocos o confesores refuten a los que afirman que la comunión diaria es de derecho divino... No permitan que la confesión de los pecados veniales se haga a un simple sacerdote no aprobado por el obispo u Ordinario.
INOCENCIO XI, 1676-1689