aprobados respectivamente por Inocencio I y por Zósimo
[Contra los pelagianos]
Del pecado original y de la gracia
Can. 1. Plugo a todos los obispos... congregados en el santo Concilio de la Iglesia de Cartago: Quienquiera que dijere que el primer hombre, Adán, fue creado mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenia que morir en el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo no por castigo del pecado, sino por necesidad de la naturaleza, sea anatema.
Can. 2. Igualmente plugo que quienquiera niegue que los niños recién nacidos del seno de sus madres, no han de ser bautizados o dice que, efectivamente, son bautizados para remisión de los pecados, pero que de Adán nada traen del pecado original que haya de expiarse por el lavatorio de la regeneración; de donde consiguientemente se sigue que en ellos la fórmula del bautismo “para la remisión de los pecados”, ha de entenderse no verdadera, sino falsa, sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así a todos los hombres pasó, por cuanto en aquél todos pecaron [cf. Rom. 5, 12], no de otro modo ha de entenderse que como siempre lo entendió la Iglesia Católica por el mundo difundida. Porque por esta regla de la fe, aun los niños pequeños que todavía no pudieron cometer ningún pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración se limpie en ellos lo que por la generación contrajeron.
Can. 3. Igualmente plugo: Quienquiera dijere que la gracia de Dios por la que se justifica el hombre por medio de Nuestro Señor Jesucristo, solamente vale para la remisión de los pecados que ya se han cometido, pero no de ayuda para no cometerlos, sea anatema.
Can. 4. Igualmente, quien dijere que la misma gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro sólo nos ayuda para no pecar en cuanto por ella se nos revela y se nos abre la inteligencia de los preceptos para saber qué debemos desear, qué evitar, pero que por ella no se nos da que amemos también y podamos hacer lo que hemos conocido debe hacerse, sea anatema. Porque diciendo el Apóstol: La ciencia hincha, más la caridad edifica [1 Cor. 8, 1]; muy impío es creer que tenemos la gracia de Cristo para la ciencia que hincha y no la tenemos para la caridad que edifica, como quiera que una y otra cosa son don de Dios, lo mismo el saber qué debemos hacer que el amar a fin de hacerlo, para que, edificando la caridad, no nos pueda hinchar la ciencia. Y como de Dios está escrito: El que enseña al hombre la ciencia [Ps. 93, 10], así también está: La caridad viene de Dios [1 Ioh. 4, 7].
Can. 5. Igualmente plugo: Quienquiera dijere que la gracia de la justificación se nos da a fin de que más fácilmente podamos cumplir por la gracia lo que se nos manda hacer por el libre albedrío, como si, aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema. De los frutos de los mandamientos hablaba, en efecto, el Señor, cuando no dijo: “Sin mí, más difícilmente podéis obrar”, sino que dijo: Sin mí, nada podéis hacer [Ioh. 15, 5].
Can. 6. Igualmente plugo: I, o que dice el Apóstol San Juan: Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros [1 Ioh. 1, 8], quienquiera pensare ha de entenderse en el sentido de que es menester decir por humildad que tenemos pecado, no porque realmente sea así, sea anatema. Porque el Apóstol sigue y dice: Mas si confesáremos nuestros pecados, fiel es El y justo para perdonarnos los pecados y limpiarnos de toda iniquidad [1 Ioh. 1, 9]. Donde con creces aparece que esto no se dice sólo humildemente, sino también verazmente. Porque podía el Apóstol decir: “Si dijéremos: "no tenemos pecado", a nosotros mismos nos exaltamos y la humildad no está con nosotros”; pero como dice: Nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros, bastantemente manifiesta que quien dijere que no tiene pecado, no habla verdad, sino falsedad.
Can. 7. Igualmente plugo: Quienquiera dijere que en la oración dominical los Santos dicen: Perdónanos nuestras deudas [Mt. 6, 12], de modo que no lo dicen por sí mismos, pues no tienen ya necesidad de esta petición, sino por los otros, que son en su pueblo pecadores, y que por eso no dice cada uno de los Santos: Perdóname mis deudas, sino: Perdónanos nuestras deudas, de modo que se entienda que el justo pide esto por los otros más bien que por sí mismo, sea anatema. Porque santo y justo era el Apóstol Santiago cuando decía: Porque en muchas cosas pecamos todos [Iac. 3, 2]. Pues, ¿por qué motivo añadió “todos”, sino porque esta sentencia conviniera también con el salmo, donde se lee: No entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará en tu presencia ningún viviente? [Ps. 142, 23. Y en la oración del sapientísimo Salomón: No hay hombre que no haya pecado [3 Reg. 8, 46]. Y en el libro del santo Job: En la mano de todo hombre pone un sello, a fin de que todo hombre conozca su flaqueza [Iob. 37, 7]. De ahí que también Daniel, que era santo y justo, al decir en plural en su oración: Hemos pecado, hemos cometido iniquidad [Dan. 9, 5 y 15], y lo demás que allí confiesa veraz y humildemente; para que nadie pensara, como algunos piensan, que esto lo decía, no de sus pecados, sino más bien de los pecados de su pueblo, dijo después: Como... orara y confesara mis pecados y los pecados de mi pueblo [Dan. 9, 20] al Señor Dios mío; no quiso decir “nuestros pecados” sino que dijo los pecados de su pueblo y los suyos, pues previó, como profeta, d éstos que en lo futuro tan mal lo habían de entender.
Can. 8. Igualmente plugo: Todo el que pretenda que las mismas palabras de la oración dominical: Perdónanos nuestras deudas [Mt. 6, 12], de tal modo se dicen por los Santos que se dicen humildemente, pero no verdaderamente, sea anatema. Porque, ¿quién puede sufrir que se ore y no a los hombres, sino a Dios mintiendo; que con los labios se diga que se quiere el perdón, y con el corazón se afirme no haber deuda que deba perdonarse?
Del primado e infalibilidad del Romano Pontífice
[De la Carta 12 Quamvis Patrum traditio a los obispos africanos, de 21 de marzo de 418]
Aun cuando la tradición de los Padres ha concedido tanta autoridad a la Sede Apostólica que nadie se atrevió a discutir su juicio y sí lo observó siempre por medio de los cánones y reglas, y la disciplina eclesiástica que aun rige ha tributado en sus leyes al nombre de Pedro, del que ella misma también desciende, la reverencia que le debe ;... así pues, siendo Pedro cabeza de tan grande autoridad v habiéndolo confirmado la adhesión de todos los mayores que la han seguido, de modo que la Iglesia romana está confirmada tanto por leyes humanas como divinas —y no se os oculta que nosotros regimos su puesto y tenemos también la potestad de su nombre, sino que lo sabéis muy bien, hermanos carísimos, y como sacerdotes lo debéis saber—; no obstante, teniendo nosotros tanta autoridad que nadie puede apelar de nuestra sentencia, nada hemos hecho que no lo hayamos hecho espontáneamente llegar por nuestras cartas a vuestra noticia... no porque ignoráramos qué debía hacerse, o porque hiciéramos algo que yendo contra el bien de la Iglesia había de desagradar...
Sobre el pecado original
[De la Carta Tractatoria a las Iglesius orientales, a la diócesis de Egipto, a Constantinopla, Tesalónica y Jerusalén, enviada después de marzo de 418]
Fiel es el Señor en sus palabras [Ps. 144, 13], y su bautismo, en la realidad y en las palabras, esto es, por obra, por confesión y remisión de los pecados en todo sexo, edad y condición del género humano, conserva la misma plenitud. Nadie, en efecto, sino el que es siervo del pecado, se hace libre, y no puede decirse rescatado sino el que verdaderamente hubiere antes sido cautivo por el pecado, como está escrito: Si el Hijo os liberare, seréis verdaderamente libres [Ioh. 8, 36]. Por Él, en efecto, renacemos espiritualmente, por Él somos crucificados al mundo. Por su muerte se rompe aquella cédula de muerte, introducida en todos nosotros por Adán y trasmitida a toda alma; aquella cédula —decimos— cuya obligación contraemos por descendencia, a la que no hay absolutamente nadie de los nacidos que no esté ligado, antes de ser liberado por el bautismo.
SAN ZOSIMO, 417-418