[De la Bula Exultate Deo, de 22 de noviembre de 1439]
Para la más fácil doctrina de los mismos armenios, tanto presentes como por venir, reducimos a esta brevísima fórmula la verdad sobre los sacramentos de la Iglesia. Siete son los sacramentos de la Nueva Ley, a saber, bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, que mucho difieren de los sacramentos de la Antigua Ley. Éstos, en efecto, no producían la gracia, sino que sólo figuraban la que había de darse por medio de la pasión de Cristo; pero los nuestros no sólo contienen la gracia, sino que la confieren a los que dignamente los reciben. De éstos, los cinco primeros están ordenados a la perfección espiritual de cada hombre en si mismo, y los dos últimos al régimen y multiplicación de toda la Iglesia. Por el bautismo, en efecto, se renace espiritualmente; por la confirmación aumentamos en gracia y somos fortalecidos en la fe; y, una vez nacidos y fortalecidos, somos alimentados por el manjar divino de la Eucaristía. Y si por el pecado contraemos una enfermedad del alma, por la penitencia somos espiritualmente sanados; y espiritualmente también y corporalmente, según conviene al alma, por medio de la extremaunción. Por el orden, empero, la Iglesia se gobierna y multiplica espiritualmente, y por el matrimonio se aumenta corporalmente. Todos estos sacramentos se realizan por tres elementos: de las cosas, como materia; de las palabras, como forma, y de la persona del ministro que confiere el sacramento con intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si uno de ellos falta, no se realiza el sacramento. Entre estos sacramentos, hay tres: bautismo, confirmación y orden, que imprimen carácter en el alma, esto es, cierta señal indeleble que la distingue de las demás. De ahí que no se repiten en la misma persona. Mas los cuatro restantes no imprimen carácter y admiten la reiteración.
El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo bautismo, que es la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia. Y habiendo por el primer hombre entrado la muerte en todos, si no renacemos por el agua y el Espíritu, como dice la Verdad, no podemos entrar en el reino de los cielos [cf. Ioh. 3, 5]. La materia de este sacramento es el agua verdadera y natural, y lo mismo da que sea caliente o fría. Y la forma es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. No negamos, sin embargo, que también se realiza verdadero bautismo por las palabras: Es bautizado este siervo de Cristo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; o: Es bautizado por mis manos fulano en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque, siendo la santa Trinidad la causa principal por la que tiene virtud el bautismo, y la instrumental el ministro que da externamente el sacramento, si se expresa el acto que se ejerce por el mismo ministro, con la invocación de la santa Trinidad, se realiza el sacramento. El ministro de este sacramento es el sacerdote, a quien de oficio compete bautizar. Pero, en caso de necesidad, no sólo puede bautizar el sacerdote o el diácono, sino también un laico y una mujer y hasta un pagano y hereje, con tal de que guarde la forma de la Iglesia y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios.
El segundo sacramento es la confirmación, cuya materia es el crisma, compuesto de aceite que significa el brillo de la conciencia, y de bálsamo, que significa el buen olor de la buena fama, bendecido por el obispo. La forma es.: Te signo con el signo de la cruz y confirmo con el crisma de la salud, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El ministro ordinario es el obispo. Y aunque el simple sacerdote puede administrar las demás unciones, ésta no debe conferirla más que el obispo, porque sólo de los Apóstoles —cuyas veces hacen los obispos—se lee que daban el Espíritu Santo por la imposición de las manos, como lo pone de manifiesto el pasaje de los Hechos de los Apóstoles: Como oyeran —dice—los Apóstoles, que estaban en Jerusalén, que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan. Llegados que fueron, oraron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo, pues todavía no había venido sobre ninguno de ellos, sino que estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces imponían las manos sobre ellos y recibían el Espíritu Santo [Act. 8, 14 ss]. Ahora bien, en lugar de aquella imposición de las manos, se da en la Iglesia la confirmación. Sin embargo, se lee que alguna vez, por dispensa de la Sede Apostólica, con causa razonable y muy urgente, un simple sacerdote ha administrado este sacramento de la confirmación con crisma consagrado por el obispo. El efecto de este sacramento es que en él se da el Espíritu Santo para fortalecer, como les fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés, para que el cristiano confiese valerosamente el nombre de Cristo. Por eso, el confirmando es ungido en la frente, donde está el asiento de la vergüenza, para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo y señaladamente su cruz que es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles [cf. 1 Cor. 1, 23], según el Apóstol; por eso es señalado con la señal de la cruz.
El tercer sacramento es el de la Eucaristía, cuya materia es el pan de trigo y el vino de vid, al que antes de la consagración debe añadirse una cantidad muy módica de agua. Ahora bien, el agua se mezcla porque, según los testimonios de los Padres y Doctores de la Iglesia, aducidos antes en la disputación, se cree que el Señor mismo instituyó este sacramento en vino mezclado de agua; luego, porque así conviene para la representación de la pasión del Señor. Dice, en efecto, el bienaventurado Papa Alejandro, quinto sucesor del bienaventurado Pedro: “En las oblaciones de los misterios que se ofrecen al Señor dentro de la celebración de la Misa deben ofrecerse en sacrificio solamente pan y vino mezclado con agua. Porque no debe ofrecerse para el cáliz del Señor, ni vino solo ni agua sola, sino uno y otra mezclados, puesto que uno y otra, esto es, sangre y agua, se lee haber brotado del costado de Cristo”. Ya también, porque conviene para significar el efecto de este sacramento, que es la unión del pueblo cristiano con Cristo. El agua, efectivamente, significa al pueblo, según el paso del Apocalipsis: Las aguas muchas... son los pueblos muchos [Apoc. 17, 15].
Y el Papa Julio, segundo después del bienaventurado Silvestre, dice: “El cáliz de] Señor, según precepto de los cánones, ha de ofrecerse con mezcla de vino y agua, porque vemos que en el agua se entiende el pueblo y en el vino se manifiesta la sangre de Cristo. Luego cuándo en el cáliz se mezcla el agua y el vino, el pueblo se une con Cristo y la plebe de los creyentes se junta y estrecha con Aquel en quien cree”. Como quiera, pues, que tanto la Santa Iglesia Romana, que fue enseñada por los beatísimos Apóstoles Pedro y Pablo, como las demás Iglesias de latinos y griegos en que brillaron todas las lumbreras de la santidad y la doctrina, así lo han observado desde el principio de la Iglesia naciente y todavía la guardan, muy inconveniente parece que cualquier región discrepe de esta universal y razonable observancia. Decretamos, pues, que también los mismos armenios se conformen con todo el orbe cristiano y que sus sacerdotes, en la oblación del cáliz, mezclen al vino, como se ha dicho, un poquito de agua. La forma de este sacramento son las palabras con que el Salvador consagró este sacramento, pues el sacerdote consagra este sacramento hablando en persona de Cristo. Porque en virtud de las mismas palabras, se convierten la sustancia del pan en el cuerpo y la sustancia del vino en la sangre de Cristo; de modo, sin embargo, que todo Cristo se contiene bajo la especie de pan y todo bajo la especie de vino. También bajo cualquier parte de la hostia consagrada y del vino consagrado, hecha la separación, está Cristo entero. El efecto que este sacramento obra en el alma del que dignamente lo recibe, es la unión del hombre con Cristo. Y como por la gracia se incorpora el hombre a Cristo y se une a sus miembros, es consiguiente que por este sacramento se aumente la gracia en los que dignamente lo reciben; y todo el efecto que la comida y bebida material obran en cuanto a la vida corporal, sustentando, aumentando, reparando y deleitando, este sacramento lo obra en cuanto a la vida espiritual: En él, como dice el Papa Urbano, recordamos agradecidos la memoria de nuestro Salvador, somos retraidos de lo malo, confortados en lo bueno, y aprovechamos en el crecimiento de las virtudes y de las gracias.
El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasi-materia son los actos del penitente, que se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que toca dolerse del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La segunda es la confesión oral, a la que pertenece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente todos los pecados de que tuviere memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote; satisfacción que se hace principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La forma de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el sacerdote cuando dice: Yo te absuelvo, etc.; y el ministro de este sacramento es el sacerdote que tiene autoridad de absolver, ordinaria o por comisión de su superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los pecados.
El quinto sacramento es la extremaunción, cuya materia es el aceite de oliva, bendecido por el obispo. Este sacramento no debe darse más que al enfermo, de cuya muerte se teme, y ha de ser ungido en estos lugares: en los ojos, a causa de la vista; en las orejas, por el oído; en las narices, por el olfato; en la boca, por el gusto o la locución; en la manos, por el tacto; en los pies por el paso; en los riñones, por la delectación que allí reside. La forma de este sacramento es ésta: Por esta santa unción y por su piadosísima misericordia, el Señor te perdone cuanto por la vista, etc. Y de modo semejante en los demás miembros. El ministro de este sacramento es el sacerdote. El efecto es la salud del alma y, en cuanto convenga, también la del mismo cuerpo. De este sacramento dice el bienaventurado Santiago Apóstol: ¿Está enfermo alguien entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y, si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 14].
El sexto sacramento es el del orden, cuya materia es aquello por cuya entrega se confiere el orden: así el presbiterado se da por la entrega del cáliz con vino y de la patena con pan; el diaconado por la entrega del libro de los Evangelios; el subdiaconado por la entrega del cáliz vacío y de la patena vacía sobrepuesta, y semejantemente de las otras órdenes por la asignación de las cosas pertenecientes a su ministerio. La forma del sacerdocio es: “Recibe la potestad de ofrecer el sacrificio en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y así de las formas de las otras órdenes, tal como se contiene ampliamente en el Pontifical romano. El ministro ordinario de este sacramento es el obispo. El efecto es el aumento de la gracia, para que sea ministro idóneo.
El séptimo sacramento es el del matrimonio, que es signo de la unión de Cristo y la Iglesia, según el Apóstol que dice: Este sacramento es grande; pero entendido en Cristo y en la Iglesia [Eph. 5, 82]. La causa eficiente del matrimonio regularmente es el mutuo consentimiento expresado por palabras de presente. Ahora bien, triple bien se asigna al matrimonio. El primero es la prole que ha de recibirse y educarse para el culto de Dios. El segundo es la fidelidad que cada cónyuge ha de guardar al otro. El tercero es la indivisibilidad del matrimonio, porque significa la ir divisible unión de Cristo y la Iglesia. Y aunque por motivo de fornicación sea licito hacer separación del lecho; no lo es, sin embargo, contraer otro matrimonio, como quiera que el vinculo del matrimonio legítimamente contraído, es perpetuo.
EUGENIO IV, 1431-1447